En un reportaje de La Tercera del domingo pasado, actores privados dan una opinión negativa de la iniciativa de aplicar un impuesto a las emisiones de CO2 del sector eléctrico. Uno de los argumentos sería el carácter discriminatorio de la medida. Efectivamente, la aplicación de un impuesto al CO2 sólo al sector eléctrico es discriminatoria. Si el país, por razones de eficiencia y equidad, decide gravar las emisiones de CO2 debe hacerlo a todas las fuentes. En el caso de las fuentes móviles, los países usan el impuesto a los combustibles para corregir por las emisiones de CO2. Desafortunadamente, en este ámbito Chile se ha movido en el camino inverso, rebajando el impuesto al diésel. Respecto de las fuentes fijas, se debe aplicar a todas sin discriminación, salvo por tamaño o por razones de costo de fiscalización. El análisis de esta propuesta es necesario realizarlo en el contexto de una discusión tributaria más amplia y de una estrategia eléctrica y medioambiental del país. Desde el punto de vista tributario, el impuesto al CO2 es eficiente. La incidencia de un impuesto de estas características sería principalmente en las actividades económicas que generan rentas económicas. En Chile, eso recae primero en la minería, en la industria pesquera, de celulosa y acero, entre otras. Por tanto, tiene un bajo efecto de distorsión y aún menor en el empleo.
Por otro lado, también reduce la contaminación local, ya que hay una elevada correlación entre la contaminación local y global. Adicionalmente, independiente de lo que ocurra con los acuerdos globales sobre cambio climático, hay una tendencia de losmercados de países desarrollados a castigar las exportaciones con mayor traza de carbono. La emisión de CO2, en la medida en que empieza a afectar a nuestras exportaciones, es una externalidad negativa. Una forma de internalizar este costo externo es aplicar un impuesto al CO2. Sería un impuesto aplicado a un mal y, por tanto, su efecto de eficiencia podría ser ínfimo. Un estudio realizado por la Escuela de Ingeniería de la Universidad Adolfo Ibáñezmuestra que el costo de crecimiento de este impuesto, si se fija enUS$ 10 por tonelada, sería de 1% del PIB por una sola vez. No obstante, este estudio no considera los beneficios de reducir la vulnerabilidad de nuestras exportaciones, ni el efecto positivo en reducción de contaminación local y ahorro en costos de salud. Desde el punto de vista distributivo, la medida es muy progresiva, no obstante se requieren algunas correcciones en materia de transferencia de rentas.
En el sector eléctrico, en particular, como la oferta marginal está determinada por el carbón, el precio de la electricidad sería más alto que sin impuesto. Esto implicaría entregar una nueva transferencia de rentas a las centrales hidroeléctricas existentes. Anteriormente, ya se les transfirió la renta que implica vender a las distribuidoras a precios determinados en contratos de largo plazo, por el costo del oferente marginal en vez del precio de nudo que pondera el costo marginal hídrico.
Una nueva transferencia de rentas al sector sería injustificada. Por tanto, se debe gravar la producción de hidroelectricidad de plantas existentes, no la generación nueva adicional que se quiere impulsar. Por otra parte, si consideramos esta medida en el contexto de una reforma al sector eléctrico, en que se establece una carretera eléctrica pública, lo cual reduce las barreras de entrada al sector, se regula la distribución y transmisión de la misma forma que otros monopolios naturales; es decir, con tasas de rentabilidad que dependen del costo de capital para el sector y se aborda el problema de la concentración de los derechos de agua, probablemente el precio de la electricidad, con impuesto al CO2, incluso caiga. Un impuesto que tiene bajo costo de eficiencia, si es que alguno, que tiene elevado efecto distributivo, incentivando, además, una matriz energética más limpia y un país menos contaminado es, sin duda, digno de considerarse.