Rule Britannia

La reciente estatización de YPF volvió a reflotar el debate entre propiedad pública y privada de empresas claves para la economía de un país. La teoría económica dice que, a la hora de la eficiencia, lo que importa no es la propiedad sino el gerenciamiento de una empresa. En esta entrada voy a repasar la historia de la marina británica – la Royal Navy – entre 1600 y 1900. Aunque su objetivo no era maximizar ganancias sino derrotar enemigos y proteger el comercio, la forma de administrar una fuerza militar no difiere mucho del gerenciamiento de una firma. Existen recursos escasos que deben ser asignados para obtener el mejor resultado posible al menor costo. Como “empresa”, la Royal Navy logró generar una hegemonía política y económica indiscutida para su país y, dada su naturaleza militar, no podía ser otra cosa que una entidad pública. Este ejemplo deja en claro que el control público no implica ineficiencia. También muestra como en la Argentina las empresas públicas se manejan de forma radicalmente opuesta a los métodos con los que la Royal Navy dominó los mares por más de dos siglos.

¿Cuán grande era la Royal Navy? A mediados del siglo XVIII, el gobierno británico tenía un total de 1.200 empleados. La marina contaba con más de 40.000 hombres embarcados, y muchos más en tierra. En la misma época, muy pocas empresas tenían un capital superior a las 10.000 libras esterlinas. El buque de combate más pequeño de la marina costaba 17.000 libras, y aquellos de primera clase, con más de 90 cañones, superaban las 34.000 libras. La totalidad de la industria lanera del West Riding, el sector más productivo en vísperas de la revolución industrial, contaba con un capital fijo de 400.000 libras. El capital fijo de la marina era de 2,25 millones. La teoría de las organizaciones suele enfocarse en los ferrocarriles, introducidos en el siglo XIX, como las primeras empresas modernas. Es evidente, sin embargo, que la Royal Navy ya manejaba un capital enorme y se enfrentaba a los mismos problemas organizativos más de cien años antes.

El principal problema que tenía la marina era que sus capitanes cumplieran con las órdenes que recibían. La tecnología de la época no permitía monitorear las operaciones de los buques de guerra en tiempo real. Un navío podía estar en alta mar por muchos meses sin tener contacto alguno con tierra firme. Desde el punto de vista del almirantazgo, las operaciones más valiosas eran aquellas que resultaban en la destrucción o captura de buques de guerra enemigos, seguidas por bloqueos a puertos comerciales o militares. Los incentivos de los capitanes eran muy distintos, llevándolos a preferir ataques contra la marina mercante de otros países. En caso de capturar un buque enemigo, al capitán le correspondía alrededor del 50% del valor del navío y de su carga. Si bien las naves militares tenían aproximadamente el mismo valor que las mercantes, estas últimas también solían llevar valiosas mercancías. Otra ventaja de atacar buques mercantes era que no ofrecían resistencia. Durante un combate, el capitán debía comandar el navío desde el alcázar, de pie y en uniforme. Esto lo convertía en un blanco fácil para los francotiradores enemigos, y en consecuencia la tasa de mortalidad de capitanes en combate era muy alta.[1] No es de extrañar que, si se les ofrecía la posibilidad de elegir, los capitanes fueran tras buques mercantes y eludieran objetivos militares. Los bloqueos tampoco resultaban atractivos, ya que la posibilidad de capturar un buque enemigo durante un bloqueo era muy baja.

La diferencia entre los incentivos del almirantazgo y los de sus capitanes se conoce como el problema del principal-agente, una situación muy común que se presenta cuando un empleado (el agente) puede obtener un beneficio privado en perjuicio de los intereses de su empleador (el principal). Si el principal no puede monitorear el comportamiento del agente, éste último puede obtener beneficios privados a costa de reducir la eficiencia de la empresa. ¿Pero cómo podía monitorearse el comportamiento de un capitán en alta mar? Y, al mismo tiempo, ¿cómo podía conciliarse el acatamiento de las órdenes del almirantazgo con una alta eficacia en combate? Douglas Allen, en su trabajo “The British Navy Rules”, demuestra como las Fighting Instructions ­–el manual de procedimiento de la marina– constituyen un sistema de reglas que logra resolver el problema del principal-agente al tiempo que proveen los incentivos adecuados para combatir con la mayor eficacia posible.[2]

La primera de las reglas se refería a la táctica de combate conocida como la “línea de batalla”. Los almirantes estaban obligados a disponer sus buques en fila india antes de enfrentar a la flota enemiga. Esta táctica otorga una mínima ventaja, al evitar que un buque amigo bloquee la línea de fuego de otro, pero a cambio tiene grandes desventajas. Impide, por ejemplo, realizar movimientos de pinzas. Asimismo, si un buque sufre algún problema que le impide seguir avanzando, retrasa al resto de la flota. El sentido de la regla, sin embargo, no era imponer una táctica necesariamente ganadora, sino facilitar el monitoreo. Al obligar a sus naves a formar en línea, un vigía en la nave almiranta puede detectar fácilmente si algún capitán se sale de la formación para evitar presentar batalla.[3]

La segunda regla obligaba a los capitanes a posicionarse con el viento a sus espaldas antes de presentar batalla. Una vez más, las ventajas tácticas de este posicionamiento (una mayor velocidad de ataque) se veían anuladas por considerables desventajas. Con el viento a sus espaldas, un barco en problemas no podía huir fácilmente del enemigo. Y si el viento era demasiado fuerte, el barco se inclinaría hacia la banda que enfrentaba al adversario, en ocasiones impidiéndole usar su línea de cañones más baja. El objetivo de la regla era que los capitanes supieran que, en caso de encontrarse en inferioridad, les sería muy difícil escapar. Esto los incentivaba a preparar a sus tropas de la mejor manera posible para evitar encontrarse en situaciones desventajosas.

La tercera regla obligaba a un capitán a presentar batalla a cualquier navío enemigo avistado, siempre que se encontrara en su misma “clase”. La clase de un navío estaba determinada por su número de cañones. Era posible que dos barcos estuvieran en la misma clase aún habiendo un 20% de diferencia en su tamaño y poder de fuego. Esta regla se aplicaba independientemente del estado en que se encontrase el barco o su tripulación. En la guerra de 1812 entre Estados Unidos y Gran Bretaña, la obligación de presentar batalla resultó en dos pérdidas importantes para la Royal Navy. Dos de sus fragatas, HMS Guerriere y HMS Java, atacaron sucesivamente al USS Constitution, un navío que, además de superarlas en número de cañones, estaba acorazado. Las fragatas británicas llevaban bastante tiempo en alta mar, con el consiguiente deterioro de sus aparejos y su tripulación, y tenían muy pocas chances de sobrevivir al combate. Sus capitanes, sin embargo, no fueron castigados, ya que habían seguido al pie de la letra sus instrucciones. ¿Cuál es el sentido de esta regla? Una vez más, un capitán que sabe que tendrá que enfrentar a un enemigo en inferioridad de condiciones compensará esta desventaja con una mayor preparación de su tropa. Algunas batallas se perderán al atacar a un enemigo más fuerte, pero muchas más se ganarán gracias al superior entrenamiento de los marinos.[4]

En una gran batalla, era fácil verificar que las reglas se cumplieran. Sin embargo, la mayoría de los enfrentamientos eran entre barcos solitarios. ¿Cómo controlar que los capitanes obedecieran las instrucciones fijadas por el almirantazgo? Para esto, la marina utilizaba a los dos oficiales de rango inmediatamente inferior al capitán – el teniente y el contramaestre. El capitán no tenía autoridad para destituir a ninguno de ellos. Durante la travesía, tanto el capitán como los dos oficiales llevaban bitácoras separadas, que mantenían en la seguridad de sus cabinas. Al regresar a tierra, las entregaban al almirantazgo, que las cotejaba e investigaba cualquier discrepancia. Los tenientes tenían fuertes incentivos para reportar a capitanes “cobardes” – como eran llamados aquellos que rehuían un combate o perseguían buques mercantes. El número de capitanes era limitado, y un teniente sólo podía ascender si un capitán era destituido, se jubilaba, o moría en combate. La utilización de dos oficiales con bitácoras separadas para monitorear al capitán minimizaba la posibilidad de acusaciones falsas. El capitán, por su parte, no podía tomar represalias contra ninguno de ellos – los tenientes y los contramaestres respondían de su conducta directamente al almirantazgo.

Un capitán denunciado por cobardía era sometido a una corte marcial, en la que también se obtenía el testimonio de los oficiales menores del buque. En caso de ser hallado culpable, la pena era la horca. Si la ofensa era menor (por ejemplo, incompetencia) el capitán podía ser destituido. Aún en caso de conservar su rango, un capitán sometido a una corte marcial rara vez obtenía un nuevo comando, ya que la marina disponía de muchos más capitanes que navíos. Un capitán sin comando recibía sólo la mitad de su salario, y obviamente no tenía la oportunidad de aumentar sus ingresos capturando navíos enemigos. La perspectiva de perder una gran proporción de sus ingresos era un incentivo muy poderoso para que los capitanes siguieran las reglas del almirantazgo.

La Royal Navy dominó los mares entre aproximadamente 1600 y l900. Durante el siglo XIX, su superioridad fue tan abrumadora que pocas naciones osaron entrar en guerra abierta con Gran Bretaña, dando lugar al período conocido como Pax Britannica. Sin embargo, durante la mayor parte de este tiempo, la marina británica no dispuso de una tecnología bélica superior. Los buques construidos en Inglaterra eran comparables a aquellos construidos en Holanda o Francia. De hecho, muchas veces los capitanes ingleses comandaban buques enemigos capturados, como en el ya mencionado caso del HMS Guerriere, que incluso mantuvo su nombre francés. Las flotas que libraban las grandes batallas generalmente eran comparables en número y poder de fuego. La hegemonía británica no estuvo predicada sobre un mejor armamento, sino sobre una estructura organizacional que alineaba los incentivos de los capitanes con aquellos del almirantazgo, al tiempo que maximizaba el grado de preparación para el combate.

La Royal Navy, la mayor “empresa” de su tiempo, fue un ejemplo de eficiencia y buen gerenciamiento. Su supremacía estuvo basada en un estricto sistema de incentivos; sus capitanes eran nombrados por su capacidad, y cada resultado adverso era evaluado por una corte marcial para asignar responsabilidades, corregir deficiencias y, de ser necesario, aplicar los castigos establecidos. La influencia política, si bien nunca eliminada del todo, jugó un papel muy limitado, determinando los objetivos pero nunca los métodos. Este tipo de management profesional, hoy el gran ausente en las grandes empresas públicas argentinas, fue el determinante de la hegemonía de una nación por casi tres siglos.


[1] Horatio Nelson, el más famoso de los capitanes en la historia de la Royal Navy, murió como consecuencia de un disparo enemigo recibido durante la batalla de Trafalgar.

[2] Allen, Douglas W. 2002. “The British Navy Rules: Monitoring and Incompatible Incentives in the Age of Fighting Sail.” Explorations in Economic History 39: 204-231.

[3] En sus victorias más espectaculares, Horatio Nelson ignoró la línea de batalla, desplegando en cambio tácticas de tenaza y encierro que desconcertaron a sus enemigos. Sus acciones conllevaban un enorme riesgo personal: de haber perdido alguna batalla, hubiera sido sometido a una corte marcial por desobedecer las fighting instructions, y probablemente hubiera sido sentenciado a morir en la horca.

[4] Esta instrucción también puede ser interpretada en el contexto de la literatura de “reglas vs. discrecionalidad” (Kydland y Prescott. 1977. “Rules rather than Discretion: The Inconsistency of Optimal Plans”. Journal of Political Economy 85 (3): 472-492). Si bien la regla no es óptima en todas las circunstancias posibles, en promedio arroja resultados superiores a aquellos obtenidos dando libertad de elección a los agentes.