¡Qué papelón!

No sé muy bien cómo empezar. Si alguien hubiera tenido que diseñar un escenario más catastrófico, probablemente no habría logrado un resultado semejante. ¡Todo mal! El gobierno termina pagando el peor de los costos, asumiendo tarde y de pésima manera un proyecto que retira a las 48 horas de presentado, no solucionando nada y dejando al desnudo la ineptitud y la falta de un diseño político para afrontar una coyuntura que será recordada como un ícono de nuestra crisis política.

Ya hace varias semanas, por no decir meses, que se encendieron las alarmas en torno a los problemas que se estaban generando con motivo de los cambios de domicilio electoral para muchos ciudadanos. Pese a existir un estricto protocolo y un procedimiento expresamente reglado para este tipo de casos, la implementación de la “inscripción automática” devino en involuntarios y no consentidos cambios de inscripción, que hoy, al parecer, alcanzan el medio millón de personas afectadas.

Quizás por desidia y negligencia, o simplemente por la miopía de no advertir la gravedad de la situación que se estaba incubando, es que las distintas autoridades a cargo de este proceso fueron pateando el problema, con la peregrina pretensión de que “el otro” lo resolvería o, peor aun, mirando al techo, desligando toda responsabilidad y suponiendo que no se trataba de una contingencia relevante. Y ya cuando la situación se transformó en un escándalo público y se evidenció la gravedad de lo que podría ocurrir, se inició el clásico “compra huevos” de quién, cómo y cuándo nos llevó a este bochorno.

Porque más allá del uso y la semántica de las palabras, es francamente criminal que en medio de esta crisis política y de confianzas todavía no tengamos un diagnóstico real de lo que ocurrió y menos todavía un razonable mecanismo para solucionar el problema, donde las instituciones involucradas -el Registro Civil, Servel y la Segpres- transitan entre el límite que divide la estupidez y la mentira, llenándonos de inverosímiles explicaciones e irresponsables acusaciones mutuas, las que solo han contribuido a ser la guinda de la torta en este descalabro institucional.

El resultado no puede ser más trágico. Un proyecto de ley de última hora, que fracasó no solo por la mezquindad y cálculo pequeño de la oposición, sino que ni siquiera tuvo el acuerdo de quienes se suponen sustentan al propio gobierno, con la agravante de que nadie da la cara, menos asume sus responsabilidades, todo lo cual quedará ahora en manos de los Tribunales de Justicia, con el siempre oportuno y mediático protagonismo de nuestros fiscales. ¿Quién paga la cuenta sino el sistema y los propios ciudadanos? Ayer, un buen amigo y adversario en varias polémicas proponía que quizás debíamos aplazar las elecciones municipales. Pero después de este registro y lo que se ha desnudado, qué sentido tiene una medida como esa, si es altamente probable que en dos o tres semanas más sigamos en este mismo punto, sin saber qué ocurrió y menos todavía cuáles son las alternativas para salir de este atolladero. Sinceramente, prefiero que enfrentemos esta vergüenza, paguemos los costos de nuestros errores y ruego que, ojalá, tomemos conciencia del momento político que como país estamos viviendo y actuemos en consecuencia.

Y pese a la tradición y carga que llevamos muchos de nosotros, hijos del reformismo y la moderación, a veces dan ganas de gritar -al igual como se hizo al otro lado de la cordillera-: ¡Que se vayan todos!… Que nos vayamos todos.

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