Esta nota fue publicada originalmente el 26/07/2015 en el periódico La Gaceta.
Las elecciones presidenciales, con las PASO a la vuelta de la esquina, están finalmente entrando en su momento más caliente. En un contexto en el que cada definición adquiere notable visibilidad y puede generar costos irreparables, los tres principales candidatos intentan destrabar un camino sembrado (en la mayoría de los casos por ellos mismos o por los espacios políticos que integran) de obstáculos, dudas y tensiones de creciente complejidad.
Se trata entonces de un escenario cambiante y plagado de paradojas. Tal vez la más determinante se produce en el seno del oficialismo. El gobierno venía elaborado con paciencia y dedicación un plan de retirada para que no hubiese dificultades serias antes de la visita masiva a las urnas. La economía debía mantenerse artificialmente estable, con estímulos monetarios y fiscales para sostener el consumo.
La clave residía en garantizar la pax cambiaria: que por lo menos hasta el 10 de diciembre continuara el atraso cambiario sin generar mayores cimbronazos. Por su parte, la Presidenta se había asegurado mecanismos de fiscalización directos e indirectos en la justicia para controlar, adormecer y de máxima liquidar a los jueces y/o a las causas más amenazantes.
Sin embargo, repentinamente se despertó el gigante dormido: se aceleró la demanda de dólares acicateada por una emisión monetaria sin precedentes para financiar un déficit fiscal récord en un entorno de profunda desconfianza e imposibilidad de lograr crédito externo, con un desequilibrio también creciente en el comercio exterior.
Demostrando tanto voluntarismo como impotencia, el kirchnerismo reaccionó fiel a su ADN con medidas de corte intervencionista, incluyendo recetas ortodoxas y regresivas como elevar la tasa de interés para desalentar el retiro de depósitos a plazo fijo.
Es decir, pretendió tapar el sol con la mano, insistiendo con parches a esta altura inocuos e improvisados, incluyendo presiones a operadores financieros para que liquiden sus posiciones de bonos en dólares (en la city es un secreto a voces que en Anses ya no tiene un stock suficiente para satisfacer la creciente demanda, tradicional mecanismo para dolarizar activos en pesos).
Echando inexplicablemente leña al fuego, proliferaron las declaraciones absurdas: mientras que Aníbal Fernández afirmó que el gobierno no pensaba devaluar, el propio ministro de Economía y candidato a diputado nacional Axel Kicillof dijo que nadie se ve afectado el valor del dólar. Para peor, vertió estas palabras mientras hacía campaña en el Parque Rivadavia, corazón geográfico de la clase media de Buenos Aires, que históricamente se refugió en la moneda estadounidense para preservarse de la eterna debilidad de la nacional.
Además del absurdo, el gobierno también apeló a extremar el centralismo. La policía y la gendarmería se lanzaron a la calle a abrir mochilas a jóvenes que transitan por arterias del Microcentro porteño. Lo hacen como si el mercado financiero se acabara en las 10 manzanas del centro, siguiendo una idea infantil y equivocada según la cual son los grandes bancos y agentes económicos los que manejan las corridas, por lo que si se controla a los cadetes y motoqueros que pululan allí con sus mochilas se puede controlar un mercado cada vez más enorme y atomizado. Como es evidente, el tema ya está más allá del control del gobierno. Quedó en manos de la gente, desesperada al comprobar que la inflación licúa el valor de la moneda. Puede que el ciudadano promedio no tenga profundos conocimientos de teoría monetaria, pero algo anda mal cuando para realizar cualquier transacción cotidiana es necesario llevar una pila de billetes de 100 pesos.
El accionar del gobierno de concentrar sus operativos en el Microcentro tiene bastante de prejuicio, una parte de desconocimiento y una buena cuota de impotencia. El gigante dormido dice a viva voz que la solución para los desequilibrios macroeconómicos no se pueden postergar por siempre. Como ocurrió en la hasta hace poco admirada Grecia, en algún momento se impone la racionalidad y el sentido de responsabilidad ante los enormes costos de decisiones ideologizadas y voluntaristas.
Completando el peculiar panorama que muestra el oficialismo, su candidato a presidente, Daniel Scioli, exhibió con crudeza la incoordinación entre la estrategia de su campaña y las preocupaciones de la gente. Con un desapego notable con la realidad del día a día, viajó a Cuba a fotografiarse con Raúl Castro en el momento en que la demanda de dólares trepaba por las nubes y que en Glew, en “su” propia provincia, una chica era asesinada en una situación aún confusa muy cerca de la cancha de Temperley. Esto sugiere que la campaña responde a raptos de improvisación y/o fue diseñada pensando en un contexto completamente distinto al actual, en tanto que no hubo una evaluación crítica de los costos de aparecer lejos de una crisis a pesar del blindaje mediático que tan eficazmente mantiene Scioli.
Las paradojas no se agotan en el oficialismo. El macrismo, por su parte, es protagonista por estos días de un hecho inusual: ganó por tercera vez consecutiva las elecciones para jefe de gobierno de la ciudad de Buenos Aires pero, por un problema de expectativas y de exagerado optimismo, se generó una crisis hacia adentro del partido. El triunfo no fue tan amplio como se esperaba y hubo ajustes y pases de facturas entre quienes están al frente de la estrategia de campaña. Mauricio Macri había estructurado un roadmap según el cual las elecciones en la capital iban a ser la coronación de una serie de buenos resultados alrededor de todo el país, lo que a su vez actuaría como el tendido de la alfombra roja para su transitar victorioso hacia las PASO.
Todo iba a comenzar con una gran elección en Neuquén, de la mano de Horacio Pechi Quiroga, seguiría con un empujón de buena suerte en Santa Fe y se repetiría en La Rioja, Salta, Tierra del Fuego… Nada de eso ocurrió. Logró una gran elección en Mendoza y una mejor a la esperada en Córdoba, pero la expectativa era tan alta que cuando llegó el momento de la verdad, el clima de su espacio era más de preocupación que de otra cosa. Para colmo, Macri decidió dar un giro discursivo, lógico y fundamentado aunque tal vez no del todo bien ejecutado, para cautivar al votante medio, que terminó funcionando como un búmeran. Se cuestionaron sus convicciones, se abrieron frentes de conflicto dentro de la coalición Cambiemos y dejó la sensación de estar con rumbo indefinido en el momento crítico de la campaña.
La idea del ingeniero atildado, que construyó una carrera política a base de triunfos desde 2005, con un equipo de asesores infalibles detrás y con cada movimiento a ejecutarse previamente estudiado y planificado se desvaneció frente a resultados por debajo de los esperados, focos discursivos erráticos y falta de coordinación. Justo en el momento en que era imprescindible dar señales de estabilidad y de certidumbre. Sucumbió ante una visión cortoplacista y optimista (exagerada, en ambos casos) que nació de dos supuestos equivocados: que las campañas nacionales eran tan sencillas como las que había enfrentado en CABA, y que habría de perdurar el clima de opinión imperante en febrero y marzo de este año, en pleno climax post Nisman, donde un sector mayoritario de la sociedad se habría expresado, de acuerdo a los oráculos del PRO, abiertamente a favor de un cambio muy profundo.
Este análisis no tuvo en cuenta que en la ciudad que gobernó ocho años se concentra el número más significativo de antikirchneristas, tanto de centro derecha como de centro izquierda, todos dispuestos a votar a Macri antes que ungir a cualquier K. Pudo aspirar a construir una coalición que incluyera al votante progresista no kirchnerista en segunda vuelta, convertir a Scioli en su Daniel Filmus de esta elección, pero en lugar de mover esas fichas de manera pragmática, se mostró dubitativo y llega ahora a la recta final con la necesidad de redefinir estrategias y líneas discursivas.
Otra interesante paradoja involucra a Sergio Massa. Fue quien mejor entendió en un principio cómo se iban a desarrollar estas elecciones y cómo se iban a desplegar las preferencias de los ciudadanos. Así definió, mientras sus dos oponentes se debatían férreamente entre continuidad y cambio, “la gran avenida del medio”. Pero esa avenida tardó en tener suficiente tránsito, y en el ínterin el Frente Renovador sufrió la defección de muchos dirigentes destacados.
La inteligencia analítica de Massa no se vio reflejada en su capacidad de construcción política. Quiso ser su propio jefe de campaña y construir personalmente las alianzas, pero su avenida se hizo de doble mano: muchos de los intendentes y líderes políticos que le juraron lealtad, un par de meses después volvieron hacer lo mismo, pero a alguno de sus competidores. Hasta ahora no logró capitalizar esa aguda visión de avanzada, mientras que sus contrincantes, que acomodan el cambio y la continuidad hacia un término medio, parecen estar mejor posicionados.
Este conjunto variopinto y singular de condimentos le agregan a la campaña un dramatismo inusitado. Pero no por el nivel de discusión ni por los ricos y profundos debates sobre inseguridad, la inflación, el tipo de cambio y otros temas esenciales para la ciudadanía. El interés lo generan sobre todos los problemas internos de los bloques políticos, los errores de los líderes y las dificultades de coordinación de las diferentes coaliciones. De como se desarrolle esta trama tan argentina, a menudo amateur, bastantenaive y con preocupantes dosis de improvisación, dependerá nada menos que el nombre del próximo presidente y la naturaleza inicial de su gobierno.