¿Autodestrucción o racionalidad?

El contundente resultado de las elecciones primarias realizadas el pasado 11/8 constituye un punto de inflexión en el desarrollo político argentino: ha comenzado una larga transición hacia un entorno político caracterizado por el predominio de líderes y fuerzas políticas más moderadas, acorde con la tradición y la cultura política del país. El oficialismo no sólo perdió en la estratégica Provincia de Buenos Aires, sino en distritos en los cuáles tradicionalmente el peronismo venía dominando las elecciones casi sin oposición (como San Juan y La Rioja). Más importante aún, el kirchnerismo sufrió el abandono de los votantes de clase media urbana. Para peor, a diferencia de la derrota en el 2009, en las anteriores elecciones parlamentarias de medio término, en este caso queda sepultada cualquier posibilidad de reelección y aparece como principal ganador un líder peronista que conformó una coalición amplia y plural que fácilmente puede extenderse y enraizarse en el interior del país.

Se trata de Sergio Massa, el intendente de Tigre, de apenas 41 años y desde hace tiempo el dirigente político con mejor imagen en todo el país. Francisco De Narváez, que derrotó a Néstor Kirchner hace cuatro años, no podía ser presidente por restricciones constitucionales (nació en el exterior y sus padres eran extranjeros). Su coalición resultó efímera pues contenía un sector minoritario del peronismo y su principal socio era el Jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, Mauricio Macri, con quien siempre mantuvo un vínculo endeble. Por el contrario, Sergio Massa es el único líder del Frente Renovador, que integran una veintena de intendentes con peso territorial y un sector clave del sindicalismo peronista. Por eso esta derrota, que seguramente  será confirmada en las elecciones del 27 de octubre, es mucho más determinante que la anterior.

Es cierto que si pudiera conservar el volumen de votos obtenidos en las PASO, el oficialismo retendría la primera minoría como fuerza nacional y, en principio, ese peso relativo se mantendría en la Cámara de Diputados. Pero esa es una lectura estática del proceso político. En verdad, ya se está produciendo un proceso de realineamiento dentro y fuera del Congreso que implicará en la práctica que la influencia de Sergio Massa será muy superior a la que en principio podría esperarse a partir del número de legisladores que entrarán al Parlamento integrando el Frente Renovador. En efecto, otros diputados con mandato hasta el 2015, incluyendo del FPV, se sumarán al proyecto presidencial de Massa. Lo mismo está ocurriendo con otros dirigentes políticos, incluso senadores nacionales, gobernadores y por supuesto, intendentes de Buenos Aires y de otras provincias.

De cualquier manera, la clave principal de lo que pasará en la Argentina en el corto y mediano plazo es hoy un gran enigma: se trata de la reacción que tendrá Cristina Fernández de Kirchner frente a este inevitable fin de ciclo. Sus primeras declaraciones, negando la derrota y la legitimidad del voto de más del 70% de la sociedad, no son ciertamente muy auspiciosas. Pero la Presidenta tiene mucho que perder. Por eso es tan importante reflexionar sobre los eventuales cursos de acción.

Básicamente, predominan en la actualidad dos hipótesis: (1) CFK finalmente actuará con racionalidad y pragmatismo, tratando de hacer control de daño y de conservar poder hasta el final de mandato; (2) por el contrario, profundizará la dinámica de confrontación con el riesgo de generar una crisis de gobernabilidad, a pesar de que esto implica licuar su poder por una decisión con connotaciones auto destructivas.

La primer hipótesis puede parecer demasiado optimista dadas las actuales circunstancias, pero tiene antecedentes en decisiones ciertamente muy pragmáticas que ha venido tomando el gobierno en los últimos tiempos. En particular, la rapidez con que CFK comprendió el cambio de clima social disparado por el “fenómeno Francisco” (es decir, la designación de Monseñor Bergoglio, hasta entonces tratado como un enemigo acérrimo de los Kirchner, como Papa). En menos de 24 horas la presidenta se encargó de alinear a su tropa y de detener la maquinaria difamatoria del Estado que hasta había logrado influir en algunas de las principales redacciones del mundo, ligando al nuevo Papa con crímenes aberrantes cometidos durante la última dictadura militar.

Otra evidencia de sensatez y moderación se puso  de manifiesto durante la reciente campaña electoral, en la que predominaron figuras moderadas (como Martín Insaurralde en la Provincia de Buenos Aires, Daniel Filmus en la Ciudad de Buenos Aires, Jorge Busti en Santa Fe y Carolona Scotto en Córdoba). Los candidatos más radicalizados (como los integrantes de “la Cámpora”) quedaron postergados a lugares marginales en la listas y no tuvieron participación en la propaganda, en claro reconocimiento de que no sólo no suman votos, sino que los espantan.

El pragmatismo debe ser analizado no desde una perspectiva altruista sino estrictamente egoísta – el camino menos malo para retener algo de poder, o al menos aletargar el inevitable proceso de debilitamiento. Muerta la reelección y con muchas dudas respecto de las chances de conservar alguna cuota de influencia luego del 2015, el dilema consiste en comprender qué legado quiere dejar CFK. ¿Quiere pasar a la historia como una nueva Isabelita, un nuevo Menem o a lo sumo un nuevo Alfonsín? ¿Podrá construir para ella un final diferente? De las decisiones que tome en estos próximos tres meses dependerá, en gran medida, las oportunidades y limitaciones que tendrá no sólo en lo que queda de su mandato sino en toda su vida política.

Es cierto que a pesar de la paranoia de algunos funcionarios, ningún actor relevante de la Argentina  quiere que la Presidente se vaya antes de tiempo. En ese sentido, la metáfora de Isabel Perón apunta, por el contrario, a su decisión de autoexiliarse y de convertirse en alguien absolutamente irrelevante de la vida política argentina. Menem es también en la actualidad un personaje degradado y marginal, atormentado por sus múltiples causas en la justicia criminal, aunque evitó que la economía le explotara en sus manos. Finalmente, Alfonsín no pudo evitar el drama de la hiperinflación (aunque los desequilibrios acumulados y la situación externa eran incomparablemente más complejos de los que enfrenta hoy el gobierno), y nunca recuperó la influencia que le hubiera gustado tener luego de 1989. Pero fue un personaje respetado dentro y fuera de su partido en buena medida porque priorizó la estabilidad del sistema democrático y no la supervivencia de su gobierno cuando la situación claramente se le había ido de las manos y su poder presidencial había quedado reducido a cenizas.

La segunda hipótesis, la “profundización del modelo” a pesar (o como consecuencia) de la derrota, es hoy la que predomina en la mayoría de los analistas. Se sustenta en el “mapa cognitivo” de CFK: su convicción de que tiene la legitimidad y conservará el apoyo necesario para finalizar su mandato con la misma agenda y los mismos instrumentos que predominaron desde el 2011 a la fecha. En esa interpretación, la derrota sería en verdad transitoria, como ocurrió en el 2009: es posible recuperar la iniciativa y capitalizar la descoordinación y fragmentación de los líderes y fuerzas de oposición, que quedarán más de manifiesto en el contexto de una elección presidencial. Más aún, utilizando los recursos financieros y políticos del Estado, es posible “vigilar y castigar” a los principales actores del entorno político para reforzar la autoridad del Poder Ejecutivo. Finalmente, agudizar las contradicciones con denuncias de conspiraciones o incluso con el eventual uso de la fuerza pública (interviniendo grupos de medios de comunicación u otras empresas, deteniendo a figuras relevantes del sector privado y hasta a periodistas que denuncian casos de corrupción), puede ser un instrumento válido en una lucha simbólica sin cuartel contra los “poderes concentrados” en la que el gobierno en efecto se ve a sí mismo como el defensor de la soberanía, la democracia y la identidad nacional.

Si en efecto predomina esta estrategia, Argentina podría encaminarse hacia una crisis político-institucional de grandes dimensiones, que podría también alimentar un proceso de ajuste caótico de la economía. Si el gobierno tuviera éxito, lo que aparece como muy poco probable, implicaría una reversión autoritaria de nueva generación (un autoritarismo populista de cuño bolivariano). Si, por el contrario, el kirchnerismo fracasara en medio de un entorno de enorme inestabilidad e incertidumbre y vacío de poder, se alimentaría el largo listado de gobiernos que no logran finalizar su mandato.

Es cierto que puede pensarse en una secuencia combinada menos dramática aunque con episodios complejos – el gobierno primero se radicaliza y luego gira hacia el pragmatismo ante el abismo de una crisis de gobernabilidad. Vale decir, las cosas se pondrían bastante peor, antes de que se estabilizaran y pudiéramos encarar la transición evitando otra gran crisis.

La dinámica que adquiera el desarrollo político en estas siete semanas de aquí al 27 de octubre constituye el insumo esencial para comprender cuál es el rumbo que tomará el país en esta nueva coyuntura crítica. Se puede evitar una nueva crisis. Pero desconocemos si predominará la racionalidad y el instinto de auto preservación o, por el contrario, las decisiones caprichosas con impacto auto destructivo que han caracterizado a los Kirchner a lo largo de esta larga última década.