¿Del capitalismo de amigos al capitalismo de Estado? Aprendiendo del asedio que está sufriendo YPF

En los últimos tres meses la empresa YPF ha venido siendo objeto de un ataque sistemático y coordinado por parte del gobierno nacional y los de las provincias argentinas donde la empresa tiene áreas concesionadas para la explotación de hidrocarburos. Como resultado, se ha desplomado el valor de la acción y, naturalmente, su calificación crediticia. Es cierto que en las últimas semanas otras empresas han sido también afectadas (por ejemplo, la brasileña Petrobras, la canadiense Apache, Techpetrol del Grupo Techint), no se sabe si para “disimular” que el objetivo primordial consiste en “recuperar” de algún modo a la ex petrolera estatal, o si en efecto se trata de que el gobierno nacional (y los provinciales, pues desde la sanción de la Constitución de 1994 las provincias son propietarias de los recursos naturales) pretenden volver a controlar, al menos formalmente, toda la producción de hidrocarburos (lo que en el lenguaje oficial se denomina “la recuperación de la soberanía energética”).

En rigor de verdad, tampoco sabemos cuál será el final de este proceso. De hecho, voceros del gobierno admiten que no han encontrado aún el “camino legal óptimo” para en efecto hacerse de los activos de YPF sin generar enormes daños para propia administración y obviamente para el sector en su conjunto. De todas formas, hay aspectos interesantes de esta nueva actitud adoptada por el gobierno de Cristina que merecen ser analizados, incluyendo las dificultades objetivas que han venido encontrando en este intento.

¿Se extenderán estos ataques a otras empresas energéticas que han limitado su inversión en los últimos años como resultado de las peculiares reglas del juego (o mejor dicho, de su ausencia), como es el caso del transporte y distribución de gas y de energía eléctrica? ¿Habrán de incluirse acaso otros servicios públicos, como por ejemplo la telefonía (no sólo la red domiciliaria, sino también la móvil) y el acceso a Internet (otro capítulo de la guerra contra el Grupo Clarín)? ¿Corre también riesgo el sector financiero, en caso de que el Congreso aprobase una ley declarándolo de “utilidad pública” (existen proyectos impulsados por el oficialismo en ese sentido)?

Las manifestaciones y los alcances específicos de la denominada “profundización del modelo” (o, en términos de la política vernácula, el ya famoso “vamos por todo”) seguramente se irán desplegando en los próximos meses e incluso años. Sin embargo, el común denominador o clave conceptual polivalente que parece tener el nuevo enfoque impulsado por la Presidenta consiste en la restauración (o incluso  reinvención) del capitalismo de Estado en la Argentina.

En esta columna me propongo en primer lugar revisar brevemente la literatura y repasar algunas definiciones básicas, sobre todo para marcar las diferencias entre “capitalismo de amigos” y “capitalismo de Estado”. Luego quiero analizar las razones y los tiempos de este eventual cambio (por qué ahora, donde se mezclan cuestiones electorales y el agotamiento de los stocks que fueron postergando lo inevitable, y por qué de este modo, donde se mezclan aspectos ideológicos y de la peculiar forma de tomar decisiones que adoptó la Presidenta luego de la muerte de su marido). Mencionaré también aquí los criterios cortoplacistas y sumamente conservadores que suelen predominar en los políticos a la hora de tomar decisiones. A continuación, señalaré algunas tensiones y/o conflictos (domésticos e internacionales) que pueden interferir e incluso hasta hacer descarrilar el proceso de radicalización adoptado por el gobierno argentino desde Octubre pasado. Finalmente, sugeriré algunas lecciones que permite extraer este ataque devastador a la principal empresa argentina.

 

El diablo no sólo está en los detalles

Desde el 2003 al 2011, los Kirchner alentaron el ingreso de empresarios argentinos como accionistas en un conjunto de empresas que habían sido privatizadas y/o parte del proceso de desregulación implementado en la década de 1990. Asimismo, beneficiaron a algunos grupos económicos muy cercanos al gobierno con jugosos contratos de obra pública, concesiones varias, pauta publicitaria para que incrementaran su presencia en el mercado de medios de comunicación, etc. Se trató, en síntesis, de un caso típico, veloz y exitoso de “capitalismo de amigos” (crony capitalism).

Hay muchos estudios que permiten entender las características de este modelo de interacción público-privada en materia de relaciones económicas. El libro de Stephen Haber (Crony Capitalism and Economic Growth in Latin America: Theory and Evidence, Hoover  Institution Press, 2002) es particularmente útil para comprender la naturaleza de este fenómeno. Básicamente, se trata de otorgar desde el poder del Estado privilegios específicos (en concreto, rentas, subsidios, etc.) a empresarios individuales o grupos económicos diversificados y complejos. Se trata generalmente de mecanismos no competitivos ni transparentes, a menudo incluso caracterizados por obvias, mulftifacéticas y extendidas prácticas de corrupción (ver Susan Rose-Ackerman Corruption and Government: Causes, Consequences, and Reform, Cambridge University Press, 1999; y Susan Rose-Ackerman, Tina Soreide, International Handbook on the Economics of Corruption, Edward Elgar Publishing, 2011).

Los resultados del capitalismo de amigos varía según la capacidad y autonomía relativa de agencias claves del aparato del Estado (sobre todo en términos de proveer bienes públicos, en particular infraestructura y educación), el tamaño de los mercados domésticos (en general se trata de economías cerradas o con enormes cuotas de proteccionismo), y otras cuestiones de raíz geopolítica (alianzas internacionales, acuerdos de “libre comercio”, etc.). Estudios comparados permiten comprender las divergentes trayectorias que adoptaron países que implementaron políticas similares (ver por ejemplo el libro de David Kang Crony Capitalism: Corruption and   Development in South Korea and the Philippines, Cambridge University Press, 2002).

Algunos teóricos ven importantes superposiciones (o no necesariamente incompatibilidades) entre el capitalismo de amigos y los modelos de capitalismo de Estado (como Peter Evans, Embedded Autonomy: States and Industrial Transformation, Princeton University Press, 1995; también ver el artículo del 2003 de Khatri, N. y Tsang, E.W.K., “Antecedents and consequences of cronyism in organizations”. Journal of Business Ethics, 43: 289-303). Pero sin duda estos últimos se caracterizan por un papel mucho más medular del Estado en la producción y distribución de bienes y servicios, sobre todo (aunque no únicamente) como titular o principal accionista de enormes empresas (muchas veces monopólicas).

Se trata entonces del famoso “Estado empresario”, que desplaza al sector privado a áreas donde el Estado no tiene un “interés estratégico” (definición siempre elástica y amoldable a las circunstancias), o bien a un papel de “complemento” del sector público. En efecto, por problemas de gerenciamiento, incentivos, acceso al financiamiento y/o tecnología, etc., a menudo son grupos privados los que terminan asumiendo un rol fundamental (por ejemplo, operando áreas petroleras que legalmente pertenece a una firma estatal, pero que no tiene en la práctica la capacidad para hacerlo sin recurrir a empresas privadas). Este vínculo está a menudo también viciado de prácticas corruptas o al menos sumamente opacas. Pero la clave es que la ineficiencia e impericia de las grandes empresas públicas genera oportunidades de negocios para el sector privado.

Es indudablemente cierto que el éxito demostrado por varias empresas de estas características en el contexto de la reciente expansión de los BRICs ha generado un notable interés en su morfología, adaptabilidad y potencial supervivencia. Ian Bremmer ha proyectado un potencial escenario donde las ventajas relativas de estas empresas estatales las vuelven actores globales más estables y hasta resistentes que las típicas empresas multinacionales que protagonizaron hasta ahora el proceso de globalización (ver su artículo en Foreign Affairs, “State Capitalism Comes of Age. The End of the Free Market?”, May/June 2009). Y a comienzos de este año, The Economist le dedicó su tapa y un suplemento especial a este tema (“Emerging-market multinationals. The rise of state capitalism”, Jan 21st 2012).

En síntesis, ni el capitalismo de amigos ni el capitalismo de Estado son formas de organización económicas demasiado novedosas. Más aún, en algún sentido hasta están “de moda” (y no sólo en los BRICs, recuérdese los casos de Halliburton y Solyndra). Y hasta que sus efectos deletéreos las vuelvan otra vez impopulares, es probable que por bastante tiempo convivamos con un entorno “neo estatista” o “neo intervencionista”, que experimentó un peculiar resurgimiento sobre todo luego de la crisis financiera internacional.

Pero lo que llama particularmente la atención en el caso de YPF es la rapidez del cambio en la estrategia del gobierno. ¿Por qué en pocos meses una empresa “modelo del modelo” paso a ser víctima del asedio y los ataques oficialistas? ¿Por qué una familia históricamente cercana a los Kirchner es vista súbitamente como integrante del “eje del mal”, exponente de una burguesía “fallida” que sólo busca la rentabilidad empresaria en vez de apuntar al “interés nacional”? ¿Cuál es la lógica, si es que existe una, que explica esta modificación? ¿Por qué ahora, por qué de este modo?

 

Timing is everything

Un viejo caudillo peronista ya retirado definió hace unos años al Kirchnerismo de forma, a mi entender, magistral:

“Con Perón cantábamos “combatiendo al capital”, aunque hacíamos otra cosa; con Menem fue “seduciendo al capital”, y tan mal no nos fue; ahora es “consumiendo el capital”, y ni siquiera cantamos la marchita”.

Para entender el ataque a YPF es necesario tener en cuenta el contexto y las restricciones que tiene hoy el gobierno y, en consecuencia, sus objetivos inmediatos, fundamentalmente la modificación en la Carta Orgánica del Banco Central. Agotado el financiamiento extraordinario que generó la estatización de los fondos de pensión, con un creciente problema de atraso cambiario, fuga de capitales y reducción de la inversión privada reproductiva (extranjera y doméstica, y al margen de la destinada a la industria de la construcción), el gobierno desechó cualquier ajuste real en el gasto público e incluso en las tarifas y subsidios (a pesar de los anuncias hechos oportunamente), para recostarse en el financiamiento inflacionario, el control de las reservas para el pago de deuda e importaciones y un cepo férreo, casi absoluto a la compraventa de divisas (con la original pretensión de controlar con el poder de policía inclusive el mercado informal).

En verdad, una las razones centrales que explica este cambio es, como lo reconocen casi todos los analistas económicos y políticos, la crisis energética: Argentina se convirtió en un importador neto de energía (sobre todo gas y diesel), puesto que la producción local fue disminuyendo en términos absolutos y relativos dadas las distorsiones generadas por el control de precios y la incertidumbre regulatoria. El gobierno, por el contrario, culpa a las empresas del sector por la caída de los volúmenes de producción. En particular a YPF, que (como parte del arreglo original por el cual se incorporó al socio argentino, que fue auspiciado y alentado por Néstor Kirchner) destinó mucho dinero al pago de dividendos en vez de incrementar la inversión en el país.

Esto explica el deseo por controlar YPF y utilizarla como un instrumento más al servicio del statu quo en materia de subsidios para prolongar por algún tiempo las consecuencias de la crisis: operando como un apéndice del gobierno, en principio YPF podría planificar sus actividades sin buscar rentabilidad desde el punto de vista empresario, sino con un criterio de “utilidad social”, que naturalmente expresa el gobierno nacional y popular. Vale decir, como una empresa que esté plenamente al “servicio del modelo”: si esto implicase importar y vender a pérdida gasoil o combustible para Aerolíneas Argentinas, bienvenido sea.

Es que para mantener el boom del consumo y permitir que la distorsión en los precios relativos (sobre todo debido a los sobreprecios que trae consigo la industria de sustitución de importaciones) no afecte la capacidad de compra de los asalariados, es necesarios sostener el control de precios y el esquema de subsidios en los servicios públicos. Complementariamente, también se debe alentar el crédito a tasas negativas (otro argumento para modificar la Carta Orgánica del Banco Central).

Esto es posible naturalmente por el amplísimo e histórico triunfo obtenido por la Presidenta en las elecciones presidenciales de octubre pasado, que le brinda un cómodo control de ambas cámaras en el Congreso y, por consiguiente, la capacidad de definir de forma unilateral la agenda de gobierno.

Sin embargo, hay otros factores que convienen ser analizados. ¿Es la ideología un elemento clave para entender este comportamiento? ¿Se trata, en realidad, de una decisión tomada en el contexto de información imperfecta o al menos muy acotada, sin el consejo de profesionales idóneos y en un clima de tensión?

Es indudable que el estatismo constituye un elemento clave en el prisma que utiliza Cristina, y buena parte de su gobierno, para analizar la realidad. Y es cierto que dado el estilo “imperial” que adoptó su gestión, profundizando los peores vicios del híper presidencialismo, la Presidente parece estar muy aislada, solitaria y posiblemente incluso carezca de un asesoramiento profesional idóneo en complejas cuestiones de naturaleza regulatoria, como ciertamente es la energía.

Sin embargo, quiero proponer otras dos potenciales razones por lo menos complementarias. Por un lado, al menos en el corto plazo, los costos de “profundizar el modelo” (es decir, hacer lo que está haciendo el gobierno) parecen ser mucho más acotados que los de revisar integralmente la política desarrollada, generando reglas claras para la inversión y sincerando los precios. Es decir, tanto en términos simbólicos como sobre todo materiales, un ajuste en el gasto, las tarifas y el tipo de cambio; una normalización de la relación con el sistema financiero internacional; y una política anti inflacionaria aunque sea gradual (por mencionar algunos de los ingredientes esenciales de un plan de estabilización moderado y realista) parecen tener para el gobierno costos mucho mayores que el continuar, o incluso radicalizar, las políticas hasta ahora implementadas.

El otro argumento no es menos sensible: es probable que la mejor forma de acotar el daño potencial o directamente tapar los (des) arreglos que caracterizaban al modelo de “capitalismo de amigos” versión K sea mediante una lisa y llana estatización. Tal vez si Néstor Kirchner hubiese seguido con vida esta discusión no se hubiese generado, en la medida en que era el factótum y garante final de tales acuerdos. Pero su temprana desaparición generó un problema de control (uno está tentado incluso a definirlo como de “corporate governance”, aún a riesgo de caer en un caso de concept stretching). Frente a ese dilema, la estatización surge como una solución posible y relativamente cómoda.

Nadie se sorprenda si el gobierno decide avanzar en el mismo sentido frente a los escándalos constantes que rodean a la industria del juego o a la impresión de documentación sensible (caso Ciccone). Se ha ya estatizado el fútbol y el automovilismo. Esto me recuerda una sugestiva afirmación que hace poco tiempo hizo Enrique Szewach: “los errores son siempre pares: a un error le sigue otro que intenta subsanar al anterior”.

No estoy argumentando que la estatización final de YPF sea el desenlace inevitable de la actual crisis ni, ciertamente, que el gobierno pueda tener éxito en solucionar la crisis energética si en efecto se avanza en ese sentido. En realidad, considero que será un fracaso absoluto, como es el caso de todas las estatizaciones hasta ahora realizadas, entre ellas las de Aerolíneas Argentinas y las del sistema de AFJPs. Solamente estoy señalando a algunas potenciales causas que en general no se tienen en cuenta y que pueden explicar el momento del ataque que está sufriendo YPF: la percepción de que los costos del statu quo, o incluso de una radicalización, son menores a los de una modificación profunda de la política aplicada en materia energética en particular y económica en general; y la necesidad de modificar el vínculo con los supuestos “amigos” como resultado de la muerte de la única persona capaz de “controlarlos” (Kirchner).

Si esto es así, ¿por qué no ha avanzado hasta ahora el gobierno en la senda de radicalización y estatización? ¿Qué ha venido hasta ahora limitando la capacidad de acción de la Presidenta?

 

Las instituciones, a pesar de todo, importan

Desde el propio gobierno admiten que tienen claro el “qué” (retomar el control de la compañía YPF y de toda la política energética del país), pero no el “cómo” (compra de acciones, intervención, estatización, etc.). Es decir, no está definido el mecanismo legal y administrativo que permita lograr el objetivo político. Se trata, sin duda, de un hecho muy interesante: aún un gobierno que se auto complace en definirse asimismo como populista, con contundente legitimidad de origen, todavía con bastante apoyo (sobre todo, hacia la figura presidencial), que controla totalmente el Congreso, manipula groseramente las cifras oficiales de inflación y hasta se da el lujo de ignorar a la Corte Suprema de Justicia (por ejemplo, en el fallo Perfil, que lo obliga a transparentar mediante un criterio razonable y objetivo el uso de la pauta publicitaria), necesita encontrar mecanismos legales e institucionales adecuados para llevar adelante sus propósitos.

No sólo el gobierno debe estar preocupado por una eventual sanción a la Argentina en el marco del G20, el FMI, la WTO o los TBI (tratados bilaterales de inversión, como los que el país firmó con España). Las consecuencias materiales y en términos de reputación pueden ser catastróficas en el corto plazo. En efecto, surgen cuestiones de naturaleza práctica: ¿cómo haría una YPF renacionalizada o re estatizada para financiar sus operaciones, en particular en las áreas no convencionales como la mundialmente famosa “Vaca muerta”? ¿Volvería a generar una oportunidad de negocios para que otros “amigos” terminen favoreciéndose de la inoperancia y corrupción de una mega empresa pública? ¿Terminará YPF como Aerolíneas? ¿Podrá retener el excelente capital humano que supo reclutar en los últimos 20 años? ¿Cómo reaccionarán los sindicatos, hasta ahora claramente renuentes a que los trabajadores vuelvan a ser empleados del Estado? ¿Será la YPF re estatizada objeto de intentos de embargo por parte de los acreedores que litigan en las cortes internacionales? ¿Podrá adquirir equipamiento y servicios en el exterior a pesar de la constante amenaza de los denostados “fondos buitres”?

Otro elemento de naturaleza político-institucional debe estar preocupando a los “planificadores” estatales argentinos: el nuevo papel que tendrán los gobernadores. Como se mencionó antes, las provincias son desde 1994 las propietarias de los recursos naturales. Por ahora el equilibrio de poder favorece claramente al Poder Ejecutivo nacional. Pero, ¿qué ocurriría con los siempre díscolos gobernadores si esa correlación de fuerzas se modificara? La relación entre el Presidente y los gobernadores puede ser entendida como un juego de suma cero. Esto generaría una preocupante dosis de incertidumbre si la nueva empresa estatal debe negociar con gobernadores sedientos de recursos fiscales y empoderados luego del reciente (y potencialmente efectivo) ataque a la principal empresa del país. Además, si Cristina es exitosa en su avanzada estatista e incluso logra modificar la Constitución para ser otra vez reelecta, deberán postergarse la natural ambición de los gobernadores de ser ellos mismos grandes protagonistas a nivel nacional. Por otra parte, ¿querrá también Cristina incluir en una potencial reforma la titularidad de los recursos naturales? ¿No corren el riesgo los gobernadores de quedarse “sin el pan y sin la torta”?

Finalmente, otra pregunta que la Presidenta debería hacerse es si está dispuesta a prescindir de la principal fuente de recursos tributarios con que cuenta la AFIP. En efecto, YPF es la empresa que más factura y más impuestos paga. La recaudación tributaria es una de las principales patas del modelo: sin YPF, será más complejo sostener el actual nivel de gasto público. No debería necesariamente ser así, pero el propio gobierno admite que quiere desplazar los criterios de rentabilidad empresaria por otros de rentabilidad social o utilidad pública. Es decir, cualquiera sea su destino, YPF va a ganar mucho menos plata. Como suele ocurrir con otras políticas, agrandar el aparato del Estado implicaría hacerlo más débil desde el punto de vista fiscal.

En definitiva, estas dudas, conflictos y potenciales tensiones ponen de manifiesto que aún para un gobierno populista con obvias características hegemónicas, las instituciones son importantes y pueden generar obstáculos muy complejos de superar. Esto no constituye un dato menor, pues precisamente para eso están los arreglos institucionales: para defender el derecho de minorías (incluyendo el derecho de propiedad) frente a la voluntad de un gobierno determinado, aunque se trate de uno absolutamente legítimo y mayoritario.

Comentarios finales

¿Qué podemos aprender de este nuevo episodio en apariencia tan típicamente argentino como es el ataque a YPF?

En primer lugar, tanto el capitalismo de amigos como el capitalismo de Estado no son fenómenos domésticos, sino que han existido y seguramente seguirán existiendo en muchos otros países, incluso algunos que desarrollados o en rápido proceso de desarrollo. El gran desafío consiste en diseñar estrategias que permitan minimizar el efecto deletéreo que dichos esquemas pueden tener para el conjunto de la sociedad y en el contexto de procesos de regionalización y globalización claramente imperfectos. ¿Cómo acotar el daño producido por estos “cazadores de rentas” y en contextos de sociedades que expresan claramente sus preferencias de forma democrática a favor de un papel activo por parte del Estado? ¿Qué esquemas regulatorios favorecen el establecimiento de vínculos razonablemente transparentes entre actores públicos y privados que sean consistentes con criterios de competitividad, sustentabilidad y equidad social y eviten asimismo la esclerotización de la sociedad?

En segundo lugar, conviene analizar la eventual racionalidad en el comportamiento de los actores políticos asumiendo horizontes temporales muy cortos y un objetivo principal, si no único: el poder (llegar, permanecer y acumular todo lo posible). La ideología puede informar algunas decisiones, conformar el prisma a partir del cual se mira o interpreta la realidad. Pero en los análisis de costos y beneficios que realizan los actores políticos suelen casi siempre prevalecer las conductas más conservadoras: es muy riesgoso el paso del tiempo, adoptar estrategias de acción donde no queden claro cómo se desarrollan y terminan los procesos de cambio. Así, profundizar el curso de acción existente (como se intentó hacer con la Convertibilidad en su momento y con el “modelo” ahora) puede ser simplemente el resultado de la renuencia al cambio. Para la mayoría de los políticos, nunca parece ser suficiente el poder acumulado cuando de lo que se trata es de enfrentar un escenario de incertidumbre de corto/mediano plazo.

Finalmente, otra de las enseñanzas que presenta el caso del ataque a YPF es que los arreglos institucionales (sobre todo los internacionales, pero incluso también los domésticos) siempre importan, a pesar de que se trate de actores con poco (o ningún) apego a las reglas. Es cierto, no todas las instituciones importan, o por lo menos no siempre. Pero la existencia de regímenes internacionales, tratados, acuerdos, constituciones y leyes plantean restricciones objetivas y para nada menores a gobiernos que buscan maximizar sus beneficios más egoístas independientemente de que se estén violando derechos adquiridos.

La suerte de YPF no está aún echada. Pero el acoso que está experimentando por parte del cristinismo permite reflexionar sobre (y comprender mejor) algunos de los temas clásicos de la economía política del desarrollo.