Voto Económico y Voto Oficialista

Por Marcelo Leiras y Luis Schiumerini

Pocas semanas antes de las elecciones primarias argentinas, los candidatos del Frente para la Victoria quedaron muy lejos de los primeros lugares en las elecciones provinciales de Santa Fe y  en las de la Ciudad de Buenos Aires, que ganaron los partidos que gobiernan estos distritos. En la Provincia de Córdoba ni se presentaron. Luego de los amplios triunfos de Cristina Fernández en las primarias de agosto y en las generales de octubre, sorprende que ambos conjuntos de resultados hayan ocurrido en el mismo país y el mismo año. Una interpretación sencilla y predominante entiende que los votantes respaldaron tanto al oficialismo nacional como a los provinciales como recompensa por la buena situación económica general. Esta interpretación omite algunas anomalías en la interpretación de las motivaciones económicas de los votantes en las federaciones y subestima aquellas ventajas electorales de los oficialismos que son independientes del desempeño de la economía. Identificar y entender cómo operan estas ventajas es importante para evaluar la calidad de la democracia argentina y la dinámica del gobierno democrático en general.

Que los votantes premian o castigan a los gobiernos de acuerdo con la evolución de la economía es una de las tesis más influyentes y con más robusto respaldo empírico en el estudio del comportamiento electoral en las democracias modernas.[1] Pero en un país con múltiples niveles de gobierno como Argentina, ¿cuáles son las autoridades a las que corresponde evaluar por el desempeño de la economía? La interpretación predominante parece suponer que los votantes, probablemente porque no pueden distinguir con claridad, premian o castigan a los oficialismos en todos los niveles de gobierno. La idea es, en apariencia, verosímil y tiene algún respaldo empírico,[2] pero no es la única en esas condiciones. Es igualmente razonable postular que, ante la misma dificultad de atribuir responsabilidades, los votantes se concentran en el nivel de gobierno más visible, y extienden el premio o el castigo, en todos los niveles, a los miembros del partido que ejerce el gobierno en el nivel relevante. Algunos otros trabajos ofrecen evidencia consistente con esta interpretación.[3] Ni la teoría ni los estudios disponibles ofrecen razones categóricas para inclinarse por una u otra interpretación. Pero nos parece que la regla de decisión “ante la duda, premie o castigue a todos los oficialismos” daría lugar a algunos comportamientos, desde otro punto de vista, extraños; por ejemplo, atribuir el mismo resultado económico a partidos que sostienen discursos y políticas tan distintos como el gobierno nacional argentino y el de la Ciudad de Buenos Aires.

Es posible interpretar resultados como los registrados en la Argentina prescindiendo de tesis controvertidas. Es posible que tanto el oficialismo nacional como sus adversarios que ejercen el gobierno en algunas provincias hayan disfrutado de una ventaja electoral estructural, independiente de cualquier otro resultado, y que favorece a los oficialismos.

¿Puede ser electoralmente ventajoso gobernar, independientemente de cuán bueno o malo sea el desempeño? La literatura especializada sugiere que sí. El estudio de la ventaja de los oficialismos interesa a los analistas del sistema político norteamericano desde la década de los 70s del siglo pasado. En ese país, esa ventaja crece desde 1940 y opera en las elecciones para todos los cargos de gobierno. Stephen Ansolabehere y James Snyder calcularon que durante los 90s los gobernadores disfrutaron de una ventaja estructural atribuible al cargo de 10%, los senadores de una de 9% y los representantes de una de 5%. No existen cálculos análogos para la Argentina, pero en 2011, de los 24 candidatos de los partidos oficialistas provinciales solamente perdieron dos. Este resultado no es novedoso. Desde 1987, en siete ciclos electorales, los oficialismos provinciales se impusieron el 80% de las veces. En siete provincias, el partido oficialista no perdió una elección nunca. Esta no es evidencia concluyente de que haya una ventaja estructural a favor de los oficialismos, pero sugiere fuertemente que en las elecciones provinciales argentinas los partidos de gobierno, como en otras arenas electorales en América Latina y otras regiones, juegan con ventaja.

¿Y dónde residiría la ventaja del mero hecho de ejercer el gobierno? Combinando la incipiente elaboración teórica sobre el tema con algunas conjeturas propias, entendemos que los oficialismos disfrutan de dos tipos de ventajas: materiales y cognitivas.

Las ventajas materiales derivan, en general, de la capacidad de utilizar los bienes y las políticas públicas para recompensar a los votantes y a los colaboradores del partido. La inversión proselitista de los recursos públicos no se reduce a procedimientos ilegítimos como la distribución condicional de la ayuda social, sino también a políticas públicas que producen bienes total o parcialmente excluibles. El disfrute de bienes excluibles, en la medida en que se reconozca como resultado de una decisión del gobierno, condiciona la evaluación que los beneficiarios de esos bienes hacen del resto de los resultados de gestión, y ofrecen, entonces un piso de “buena voluntad” del que los oficialismos disfrutan exclusivamente.

Las ventajas cognitivas derivan de la incertidumbre que entraña la competencia electoral y de la visibilidad de la que disfrutan quienes ejercen cargos de gobierno. Votar implica comparar un resultado conocido, que el oficialismo haga algo parecido a lo que vino haciendo, con uno incierto, que alguno de los partidos de oposición haga lo que dice que va a hacer. Todos los votantes pueden determinar cuánto les gusta o les disgusta y estimar la probabilidad de que se repita lo que ha hecho el oficialismo. Pero este juicio es más vago y la estimación de probabilidad más incierta en el caso de los partidos de oposición. Para algunos votantes, las peores realizaciones son preferibles a las mejores promesas simplemente porque son más ciertas. Para ellos, la boleta oficialista siempre es tentadora.

También influye en la ventaja cognitiva la mayor visibilidad de los candidatos oficialistas. La visibilidad pública depende en buena medida de las agendas periodísticas y éstas, a su vez, entre otras cosas, del atractivo narrativo de las noticias. Es mucho más probable producir un evento político dramáticamente interesante desde el Estado que desde la sociedad civil y, dentro del Estado, desde el Ejecutivo que desde el Congreso. No son claros los motivos por los que la notoriedad, per se, estaría asociada con el éxito electoral, pero los resultados de las encuestas de opinión y el propio comportamiento de los candidatos sugieren que lo están. En las encuestas las figuras públicas con más alto desconocimiento suelen tener valores más altos de imagen negativa y los candidatos, en todo el mundo, hacen grandes esfuerzos para distinguirse en las distintas arenas de comunicación. En síntesis, gobernar también ofrece una ventaja intrínseca porque la atención pública es un recurso escaso.

Estimar rigurosamente la magnitud de la ventaja del oficialismo es una empresa complicada. Haber  sido seleccionados para el cargo significa, en primer lugar, que los candidatos oficialistas cuentan con atributos valorados por el electorado. Esta inherente alta calidad no sólo se encuentra correlacionada con el desempeño electoral del oficialismo, sino que también suele distinguir sistemáticamente a los oficialistas de sus competidores. Se configura así un problema de auto-selección cuya resolución descansa en la compleja tarea de separar empíricamente las características de los candidatos del efecto causal de ocupar el cargo. El segundo desafío proviene del sesgo muestral asociado con el comportamiento estratégico de candidatos y partidos a la hora de elegir dónde y cuándo competir.  Así como los oficialismos con riesgo electoral tienen una alta probabilidad de retirarse, los mejores candidatos de la oposición eligen competir cuando los oficialismos se encuentran en una situación de debilidad. Los problemas de identificación han estimulado una gran creatividad metodológica.[4] Las estrategias más tradicionales se basan en el supuesto de selección en observables y procuran capturar la influencia de variables omitidas clásicas como las tendencias partidarias de los distritos o la calidad de los candidatos. [5] Recientemente, David Lee propuso un “diseño de regresión discontinua”[6] que ha sido adoptado por distintos estudio. En suma, si bien toda estrategia tiene problemas, existe un rico herramental metodológico que combinado con sólidos modelos teóricos e información cualitativa, promete cuantificar rigurosamente la ventaja del oficialismo.[7]

Independientemente de los problemas de identificación estadística, hay razones teóricas fuertes y multiplicidad de señales empíricas que indican que ejercer el gobierno ofrece una ventaja electoral. La estabilidad y el carácter representativo de las democracias requiere que los oficialismos pierdan elecciones con una probabilidad razonablemente alta. La ventaja oficialista no siempre lleva esta probabilidad más allá de lo razonable, pero es prudente registrar su existencia, entender su dinámica y, en lo posible, neutralizarla.



[1] Ver Bartels y Zaller. 2001. Presidential Vote Models: A Recount. PS: Political Science & Politics 34(01): 9-20; Duch y Stephenson. 2010 The economic vote: how political and economic institutions condition electoral results. Cambridge: Cambridge University Press.

[2] Rodden, J. y E. Wibbels (2010). «Dual accountability and the nationalization of party competition: Evidence from four federations.» Party Politics 17(5): 629-654; encuentran que ocurre algo parecido a esto en Argentina pero no en otras federaciones incluidas en su estudio.

[3] Para el caso argentino ver Gelineau y Remmer. 2003. Subnational electoral choice: economic and referendum voting in Argentina 1983-1999. Comparative Political Studies 36(7): 801-821 y, 2005, Political decentralization and electoral accountability: The Argentine experience, 1983-2001 British Journal of Political Science 36: 133-157.

[4] Las más variadas metodologías han sido utilizadas. Para simple regresión ver: Gelman y King. 1990. “Estimating Incumbency Bias Without Bias,” American Journal of Political Science. 34, 1142-64. Para estrategias de panel ver Levitt y Wolfram. 1997. “Decomposing the Sources of Incumbency Advantage in the US House” Legislative Studies Quarterly 22: 45-60. Para experimentos naturales ver Ansolabehere, Snyder, Jr., y Stewart. 2000. “Old Voters, New Voters, and the Personal Vote: Using Redistricting to Measure the Incumbency Advantage.” American Journal of Political Science 44: 17- 34. Para “regresión discontinua” ver Lee, David. 2008. Randomized experiments from non-random selection in US House elections. Journal of Econometrics 142(2):675–697.

[5] Los errores de medición abundan en los trabajos que intentan medir las inclinaciones partidarias de los distritos (“normal vote” en la literatura norteamericana) o la calidad de los candidatos, debido a la falta de buenos indicadores.

[6] La estrategia consiste en comparar el desempeño electoral en t + 1 a partidos que ganaron y perdieron por un mínimo margen la elección en t.

[7] Para una convincente crítica ver Caughey y  Sekhon. «Regression Discontinuity Designs and Popular Elections: Implications of Pro-Incumbent Bias in Close U.S. House Races». Political Analysis. En prensa.