Incentivos y educación

Los sistemas educativos del Río de la Plata están rotos. En Uruguay, que se preciaba de tener un buen sistema educativo, más del 60% de los jóvenes no termina su educación secundaria, y los que lo hacen, en muchos casos no aprendieron casi nada, y no están preparados para entrar en trabajos con salarios decentes. La situación en Argentina es similar.

Uno de los problemas más importantes que tienen Argentina y Uruguay en general, y la educación pública en particular, es la falta de incentivos. Con esto quiero decir que hay vínculos demasiado débiles entre los resultados y los premios a todo nivel: ni los salarios de directoras de escuelas y secundarios, ni de los maestros dependen del esfuerzo realizado o de los resultados obtenidos. Para Uruguay, un estudio de Pablo Da Silveira y Rosario Queirolo de 1998 (Análisis organizacional: cómo funciona la educación pública en Uruguay) argumentaba que en la carrera docente el factor preponderante era la antigüedad (tiene un capítulo que se llama en forma apta, “Su Majestad la Antigüedad”). Desde entonces nada ha cambiado en la carrera docente, y los aumentos salariales que han obtenido maestros, profesores, y directores han sido sin ningún tipo de contrapartida; otra vez, se ignoró el tema de los incentivos.

La falta de incentivos es en parte consecuencia de que a nivel general, nuestros países no creen en los incentivos. La “encuesta mundial de valores” (World Values Survey) hace la siguiente pregunta a gente en muchos países.

“Imagine dos secretarias de la misma edad, haciendo el mismo trabajo. Una es más rápida, más eficiente y más confiable que la otra. ¿Es justo que gane más?”

Según el porcentaje de gente que responde que no es justo, Uruguay estaba en el 2005 (último año para el que hay datos) en el lugar 8 de 48, en el top 16,6%. Argentina es más extrema todavía: ¡está segunda entre los 48 países, en el top 4%!

En forma similar, se le pide a la gente que diga un número entre 1 y 10 dependiendo de si creen que “Los ingresos deberían hacerse más parejos” (ahí indicar “1” o un número pequeño) o “Necesitamos diferencias de ingresos mayores como incentivos para un mayor esfuerzo” (en ese caso la gente debe indicar “10” o un número alto). Haciendo el promedio de esos números, Uruguay estaba en el top 25% de los que decían que no necesitamos más diferencias de ingresos como incentivos para un mayor esfuerzo. Eso aún a pesar de que Uruguay ya redistribuye mucho (redistribuímos mucho, y aún así estamos entre los que más creen que habría que redistribuír más). Argentina, esta vez sólo un poco más extrema que Uruguay, se encontraba en el top 23%. A los rioplatenses no nos parece que haya que pagar más al que se esfuerza más (o al que se educa más, o al profesor que falta menos a clase) como forma de conseguir mejores resultados.

En parte eso es porque los rioplatenses creen que el ingreso que uno tiene depende más de la suerte que del esfuerzo. En esta misma encuesta se le pide a la gente que diga un número entre 1 y 10 dependiendo de si creen que “En el largo plazo, trabajar duro generalmente lleva a una vida mejor” (ahí indicarían 1) o “El trabajo generalmente no lleva al éxito (económico) –es más bien un tema de suerte y conexiones” (en ese caso indicarían 10). Promediando por países, Uruguay está entre los que más creen que el trabajo no ayuda y que el éxito económico está determinado por la suerte (estamos en el top 10%). En esta dimensión Argentina está un poco por encima del promedio, pero no mucho, en la posición 18 en 50 (top 36%).

Tengo el recuerdo de cuando era chico, y escuchaba en discusiones de grandes lo bajos que eran los salarios de médicos y maestros, y del poco sentido que ello tenía dado lo importante de sus tareas, siempre alguien decía “pero esa gente lo hace por vocación”. Esa es una idea bastante arraigada en los uruguayos, que los médicos y los maestros harán bien su trabajo, contra viento y marea, porque es su vocación. Quizás como consecuencia de esa creencia, los aumentos salariales que se han dado para la educación en años recientes han sido sin contrapartida. Sin embargo, la mejor forma de mejorar la educación es que las partes involucradas (maestros, profesores, y directores) trabajen mejor (y no por ejemplo, cambiándolos por otros), y lo harían si tuvieran los incentivos adecuados.

Para demostrarlo, idealmente, mostraría cómo a un conjunto de directores de escuela y de maestras en Uruguay o Argentina se les hizo depender su sueldo de su asistencia a clase y de los resultados que obtenían sus alumnos, y cómo eso redujo el ausentismo y mejoró las calificaciones. Tal información no existe; no podría hacer eso porque en nuestros países no se ha experimentado con cosas de ese tipo. En cambio, mostraré que en una variedad de contextos, de países, y de profesiones, la gente responde a los incentivos, y que cuando los mismos son adecuados, mejora el desempeño.

Los Incentivos Funcionan

En algún momento de 1609 había 500 personas en la colonia de Jamestown, en lo que hoy sería Estados Unidos. Seis meses después se habían muerto de hambre y desnutrición (y algunos pocos por ataques indios) más de 400; se le llamó “starving time”. Habían decidido volverse, pero cuando partían venían un par de barcos con nuevos colonos y decidieron quedarse. Un año después, llegó el gobernador y casi se desmaya al ver a sus súbditos que parecían esqueletos, jugando a los bolos en la calle, en vez de trabajando; estaba a punto de repetirse la hambruna y muerte generalizada y seguían sin trabajar. Su diagnóstico fue sencillo: como la regla era que todo lo producido o cazado se compartía, nadie trabajaba (¡salían a cazar comadrejas de noche, para poder comérselas en soledad!). Con ese diagnóstico, decidió darle una parcela a cada familia, y les permitió quedarse con lo producido. La nueva colonia se transformó en una pujante economía, y muchos consideran que ese fue el momento clave de la fundación de los Estados Unidos.

Pero la gente también responde a los incentivos en Uruguay y Argentina. En Uruguay, en 1993 después de un largo conflicto, se comenzó a pagar a los médicos en el sector privado en Montevideo, por “acto médico”: se ponía un precio por cada tipo de trabajo realizado por el doctor, y se le pagaba en función de las cosas que había hecho.

Tal como predice la teoría económica, hubo un rebalanceo desde los procedimientos que eran menos rentables para los doctores hacia aquellos que eran más rentables. En particular, hay dos comparaciones que son interesantes. Por cada 100 cesáreas que se hacían a comienzos de 1993, a mediados de 1994 se estaban haciendo 140 aproximadamente: habían aumentado 40% en un año y poco. Es difícil argumentar que hubo algún cambio tecnológico justo en ese período, que hiciera a las cesáreas una mejor alternativa, ya que en el interior, donde no se remuneraba en función del “acto médico” el número de cesáreas fue estable en el período.

En forma similar, un trabajo de Leonel Muinelo, Máximo Rossi y Patricia Triunfo (Comportamiento médico: una aplicación a las cesáreas en el Uruguay) muestra que en el año 2003, si por sus características una mujer tenía una probabilidad de 20% de tener un parto por cesárea en un hospital público (donde no se le paga al médico un plus por realizar una cesárea), la probabilidad para esa misma mujer era 40% en un centro privado. Esto es evidencia adicional de que los médicos respondieron a la forma como se los remuneraba.

Esto no es para decir que no tienen vocación, o que son malos. Es sencillamente para recalcar que un grupo que solemos pensar que no actúa en su vida laboral rigiéndose tanto por los incentivos, sí lo hace. La lección que queda es que cuando se pone un sistema de pagos, y no se piensa en los incentivos que genera (en este caso el incentivo a hacer más cesáreas) tendrá consecuencias adversas.

Por eso, porque los incentivos están mal, con plata no se arregla el sistema educativo. Se paga independientemente de la asistencia a clase (los directores sub-reportan las faltas de los profesores, por ejemplo) y las promociones no dependen de cómo enseñan los maestros y profesores. En nuestros países la calidad de la enseñanza está empeorando mucho y muy rápido (la caída en los resultados PISA es sólo uno de los indicadores), a pesar de los aumentos en el gasto en educación (por lo menos en el caso de Uruguay).

Creo que el ejemplo más dramático de falta de incentivos en la educación es el de los maestros en México. Ahí, las plazas para ser maestra (los puestos de trabajo) son hereditarios. Si yo soy maestro, le puedo dejar el título a quien yo quiera, y esa persona no será responsable de sus actos y por supuesto no hay competencia (académica) para entrar al sistema.

Como si eso fuera poco, el gremio de las maestras es muy poderoso en México, y no aceptan ningún tipo de intervención del estado en la forma como manejan la educación. El gremio tiene un partido político propio, que es muy importante no por el tamaño, sino por la fuerza del gremio. Entonces consigue aumentos salariales para las maestras, sin que se pueda exigir una contrapartida. Tanto es lo que se gasta en educación primaria en México que las encuestas de hogares muestran a las maestras como uno de los grupos “ricos” en el México rural: es decir, no es que trabajen mal porque ganan poco.

Pero la teoría económica predice que, si no hay incentivos, y no se paga por los resultados obtenidos, y no hay responsabilidad, no importa cuánto se gaste, los chicos no aprenderán. El siguiente gráfico muestra que México obtiene resultados académicos por debajo de lo que “correspondería” a su gasto en educación. En el eje horizontal medimos cuánto gasta cada país en educar a sus chicos, y en el eje vertical vemos los resultados obtenidos en una de las pruebas PISA. México está peor de lo que le correspondería (los resultados son similares con las otras pruebas PISA.

Sobre México, el informe de desarrollo humano de las Naciones Unidas del año 2010 dijo: no es la falta de recursos el problema de México, sino la forma en que se invierten; la rigidez de las relaciones laborales dificulta el margen para demandar calidad de los servicios educativos; la ausencia de una cultura basada en el mérito, más la pesada influencia del gremio de maestros reduce la eficiencia de los recursos públicos en la educación.

Como “cuento entretenido” está bien. ¿Pero hay algo más “sólido” para saber si los incentivos importan en educación? Sí lo hay. Déjenme empezar por un cuento de restaurantes y cómo diseminar información sobre la calidad de las cosas puede incrementar la competencia y mejorar los servicios. Hace algunos años, la sección “Bromatología” de la ciudad de Los Ángeles fue a cada restaurante de la ciudad y en base a criterios objetivos y sencillos (¿están bien los imanes de las heladeras?, ¿hay evidencia de cucarachas?, ¿están limpios los baños? etc.) le asignó una nota, de la A a la D, y le dio un cartón con la nota impresa para que fuera desplegada prominentemente. La idea era que los consumidores la vieran y decidieran en función de la reputación de la comida, pero también de la higiene. Ahora había información objetiva y sencilla en base a la cual podían decidir los consumidores. Ellos respondieron, yendo menos a lugares menos higiénicos, y en pocos meses, los restaurantes con malas calificaciones mejoraron las notas y bajó el número de internaciones hospitalarias debidas a infecciones alimentarias (ver “The Effect of Information on Product Quality: Evidence from Restaurant Hygiene Grade Cards,” de Ginger Zhe Jin y Phillip Leslie del Quarterly Journal of Economics, 118(2) de mayo del 2003. El artículo muestra otra cosa divertida: la obligación de mostrar las notas no fue en todos lados, pero aún donde no lo era, todos mostraban sus notas. La idea es que aunque C es una nota mala, si el equilibrio fuera que los A y los B las mostraran y los C y D no, los C tendrían incentivos a mostrar sus notas porque son buenas relativos a los D.)

La divulgación de información como forma de dar incentivos, funciona también en instituciones públicas. Cuando los públicos se enfrentan a revelación de información que puede traer consecuencias, también reaccionan. En 1996 el Secretario de Salud de Buenos Aires decidió publicar cuáles de los 33 hospitales manejados por el gobierno de la provincia habían pagado los precios más altos por una lista de insumos estándar (alcohol, suero, etc.). Aunque no hubo una amenaza explícita, el subtexto era que los que más pagaban eran los que estaban recibiendo las coimas mayores. En un par de meses los precios habían caído más de 12% (ver “Political and Economic Incentives during an Anti-Corruption Crackdown” de Rafael Di Tella y Ernesto Schargrodsky, en Della Porta, Donatella y Susan Rose-Ackerman (eds.), Corrupt Exchanges: Empirical Themes in the Politics and Political Economy of Corruption, Baden Baden: Nomos Verlagsgesellschaft, 2002, pp. 118-134. Ver también “Transparency and Accountability in Argentina’s Hospitals” de Jorge Mera, Ernesto Schargrodsky y Federico Weinschelbaum, en Di Tella, Rafael y William Savedoff (eds.), Diagnosis Corruption: Fraud in Latin America’s Public Hospitals, Washington DC: IDB Press, 2001, pp. 95-122).

Pero, más allá de lo anecdótico, un trabajo reciente muy bueno para Brasil muestra que el mismo mecanismo de revelación de información que funcionó en Los Ángeles y Buenos Aires, funcionó con la educación en Brasil (ver “Test Score Disclosure and School Performance,” de Braz Camargo, Rafael Camelo, Sergio Firpo y Vladimir Ponczek). Allí, los alumnos que desean ir a la universidad deben tomar una prueba, y dependiendo de cómo les va, los admiten en mejores o peores lugares; además, la prueba es la base que usa el gobierno para asignar becas. Hasta el 2006 el resultado de la prueba era conocido sólo por el alumno que la daba y las universidades a las que pedía admisión. De un día para el otro, el gobierno brasilero decidió publicar los resultados promedio de cada secundario donde 10 o más alumnos habían dado la prueba (no se hizo para todas las instituciones porque si se publica la nota de una institución donde sólo una persona lo dio, se hará pública la nota de ese individuo). Un año y poco después, los alumnos de los colegios privados habían aumentado mucho su rendimiento (algo más de una desviación estándar) mientras que los públicos no (nota para los econometristas: se sabe que el efecto se debe a la revelación de información porque los secundarios privados donde 10 alumnos lo habían dado habían aumentado sus notas, mientras que los secundarios privados donde 9 alumnos lo habían dado, no habían aumentado). Como los incentivos de los estudiantes en ambos tipos de instituciones son parecidos, la interpretación de este resultado es que los maestros y administradores en los colegios privados aumentaron su esfuerzo porque ahora enfrentarían las consecuencias de malos resultados (mientras que eso no es así en los públicos, y no era así antes de la revelación de las notas).

La política de revelar información parece particularmente atractiva porque es muy barata. Pero si no se atan los resultados a consecuencias, puede no tener ningún efecto, como en los secundarios públicos de Brasil.

Restan entonces las preguntas: si vamos a usar incentivos para intentar mejorar la enseñanza, ¿incentivos para quién? Y ¿en qué forma?

Ya discutimos incentivos “indirectos” para los directores y dueños de colegios, y vimos que funcionan. Otra forma de incentivos directos sería un programa de vouchers: se le da el dinero a los padres para que elijan un colegio, y los dueños ganan en función de la cantidad de chicos que logran atraer. No voy a hablar de esos programas de vouchers (como el de Chile) porque estamos muy lejos de lograr algo parecido tanto en Uruguay como Argentina, y porque en su evaluación se mezclan muchas cosas.

En Estados Unidos la reforma educativa más grande de las últimas décadas, el programa “No Child Left Behind” propuesto por George W. Bush pero pasado con amplio apoyo de los dos partidos, hace depender las condiciones laborales de los directores y maestros de los resultados obtenidos. En programas similares adoptados a nivel estatal, muchas veces lo que está en juego es el puesto de trabajo, a través del otorgamiento, o no, de una plaza titular. Para los colegios, el nivel de financiamiento depende de alcanzar metas de aprendizaje. Por supuesto hay discusiones muy relevantes sobre si los incentivos deben basarse en los niveles de notas, o en alguna medida de cuánto agregó un profesor en particular a sus alumnos relativo a lo que “debería haber sido”. Pero no se quedan en la discusión, y aunque con imperfecciones, hacen cosas que mejoran la performance.  Esto se contrapone con lo que se hizo en Uruguay hace unos pocos años: se les dio un aumento salarial a los maestros, sin exigir nada a cambio. En Uruguay las escalas salariales, y las mejoras laborales dependen casi exclusivamente de la antigüedad en el puesto, y no de los resultados obtenidos por los docentes.

Por supuesto, si pensamos en este problema como uno de Agente-Principal, sabemos que el costo de implementar el esfuerzo alto es mayor que el de implementar el esfuerzo bajo. Uno podría preguntarse si eso no llevaría a que el beneficio total para la sociedad es mayor bajo el esfuerzo bajo. Sin tener datos al respecto, mi sospecha es que no por dos motivos. Primero, los beneficios de una buena educación son tan enormes, que parece poco probable que el incremento en costos de poner esquemas de incentivos similares a los del sector privado en el sector público revierta tales beneficios (si se consiguieran mejoras educativas acorde). Segundo, Uruguay ha venido incrementando los sueldos de maestros y directores sin exigir una contrapartida. Eso nos dice dos cosas: que los maestros están por encima de su “restricción de participación”, y que probablemente se les pueda exigir un esfuerzo mayor, sin tener que cambiar el costo total de la educación pública.

Cambiando a incentivos para padres, podemos interpretar a varios de los programas de transferencias a gente pobre que exigen como contrapartida que los chicos vayan al colegio  como un sistema de incentivos. Hay estudios que confirman que el plan Progresa (rebautizado Oportunidades) en México ha sido muy exitoso en este respecto (ver “Schooling Impacts of Conditional Cash Transfers on Young Children: Evidence from Mexico,” de Jere Behrman,

Susan Parker y Petra Todd en Economic Development and  Cultural Change, April, 2009, 57(3), pp. 439-77). El plan ha reducido la repetición, ha reducido el abandono, y ha mejorado los resultados académicos de los receptores. La estimación de los autores es que el número de chicos entrando a liceo se incrementó en 21%. El Plan Bolsa Familia en Brasil ha obtenido resultados similares. Aunque en Uruguay las asignaciones familiares en teoría exigen que los chicos vayan a la escuela, no hay un verdadero control de que así sea (no conozco el caso de Argentina).

Finalmente, hay programas que le han pagado directamente a los estudiantes, en dos formatos: les han pagado si obtenían buenas notas, o les han pagado por hacer cosas como leer un libro (“The Effects of High Stakes High School Achievement Awards”, de Joshua Angrist y Victor Lavy en el American Economic Review, 99(4), September 2009 y “Financial Incentives and Student Achievement”, por Roland G. Fryer, NBER Working Paper 15898, April 2010). Pagar por buenas notas no funciona en general: Angrist y Lavy encontraron algún efecto, Fryer no. En este último caso, luego de decidir aleatoriamente a cuáles chicos se les pagaba y a cuáles no (podían ganar hasta US$ 2.000) no se notó una mejora en las notas del grupo “tratado” con pagos. Para ver qué había fallado, se estudió qué habían contestado los chicos sobre cómo iban a hacer para mejorar sus notas, y se descubrió que no saben qué tipo de acciones llevan a mejoras en sus notas. Afortunadamente, los pagos por hacer cosas concretas funcionan: si me pagan por leer un libro, lo leo. Este tipo de intervenciones mejora las notas, y el efecto se mantiene un tiempo, aún después de terminado el programa.

Para cerrar, quiero comentarles qué haría yo. Ya es bastante obvio: los incentivos funcionan y se han probado varias formas. Tenemos que  introducir incentivos en la educación, en particular para maestros y directores.

Primero, el problema del ausentismo es realmente muy grave (más grave de lo que dicen los números oficiales). Propongo que se descuenten las clases que no dan maestros y profesores, y que la fiscalización de las faltas las haga un grupo independiente (los directores de las escuelas y secundarios al menos en Uruguay sub-reportan las faltas de los docentes, porque no pasa nada si lo hacen). Que se sancione a los directores que tergiversen la información. Eso reduciría el ausentismo; los profesores tendrían menos incentivos a faltar.

Haría depender los sueldos de maestros, profesores y directores de las notas obtenidas por los alumnos en pruebas estandarizadas. Definiría (digamos) 5 categorías de escuelas (muy pobres, pobres, normales, ricas y muy ricas) y pondría a cada escuela en un grupo. Dentro de cada grupo subiría el sueldo al personal de las escuelas con mejor rendimiento, o mayor crecimiento en notas, y se lo bajaría a los de peor rendimiento, o mayores caídas en rendimiento. En las escuelas con muy mal rendimiento, echaría al director, y le daría un mayor presupuesto al nuevo director. Éste tendría autonomía para gastar el presupuesto adicional, siempre que no fuera para subir sueldos al personal. Cada 4 años re-clasificaría a las escuelas.

También, hay que mejorar el sistema de incentivos para los padres. Controlar que los chicos acudan efectivamente a la escuela. También, como los incentivos funcionan, y los niños más grandes pueden producir más dinero para el hogar que los más pequeños, haría que las asignaciones familiares (los programas de transferencias) dependieran de la edad de los hijos (hoy, en Uruguay, no dependen).