Como hemos discutido en esta entrada previa, para evitar el avance del calentamiento global es necesario reducir drásticamente la emisión de gases de efecto invernadero (GHG). Una forma obvia de lograr esto es reduciendo la actividad económica, pero esto es en sí mismo poco deseable, y puede tener graves consecuencias para los países en desarrollo, que dependen del crecimiento económico para reducir la pobreza. Se debe poner foco entonces en el avance tecnológico como vía principal para reducir la emisión de gases de efecto invernadero. El objetivo de esta entrada es discutir con cierto detalle este punto.
Para evitar que la temperatura del planeta se incremente en más de 2°C, se calcula que es necesario reducir las emisiones de dióxido de carbono en 4% por año durante los próximos 40 años. El avance tecnológico puede contribuir a esta reducción en dos formas. En primer lugar, mediante mejoras tecnológicas en los procesos productivos que permitan incrementar la eficiencia productiva y así utilizar menos recursos, y por tanto, menos energía, para producir una unidad de un bien determinado. En segundo lugar, a través de la transición hacia el uso de energías “limpias” reduciendo así la dependencia energética actual de los combustibles fósiles.
De estos dos aspectos, el cambio en las fuentes energéticas es el que cuenta con mayor potencial para reducir significativamente el nivel de emisión de gases de efecto invernadero debido a que el sector energético es el que más contribuye a la emisión de los mismos. Por citar un ejemplo, en los Estados Unidos, dicho sector es responsable de más del 30% del total de emisiones de GHG. La mayor parte de esta energía proviene de combustibles como el gas y el carbón, los cuales deberían ser reemplazados totalmente. Ello, sin embargo, presenta varias complicaciones.
En primer lugar, la energía producida a través de las llamadas “fuentes renovables” −como la solar, eólica y geotérmica− es actualmente mucho más costosa que aquella producida por las fuentes tradicionales. Por ejemplo, la energía eólica, que es la que se encuentra en estado de desarrollo más avanzado, es aún un 50% más cara de producir que la energía proveniente de centrales de gas o carbón. Para generar incentivos económicos a la producción de electricidad usando fuentes “limpias” es necesario introducir un impuesto a las emisiones de gases, que se estima debería alcanzar entre 150 y 500 dólares en 2050. Por lo tanto, ceteris paribus, el cambio hacia fuentes de energía “limpias” implicaría un costo extremadamente alto para todos los países.
En segundo lugar, ninguna de estas tecnologías ha sido aún desplegada a gran escala, y de hecho, aún no están dadas las condiciones para que ello suceda. Adicionalmente la energía nuclear, que se encuentra en un estado avanzado de desarrollo, es vista con temor por gran parte de la población de los países desarrollados, por lo que muchos de ellos han decidido frenar la construcción de nuevas centrales nucleares, limitando las opciones disponibles.
Lo que se necesita entonces es un mayor desarrollo de nuevas tecnologías que permitan reducir las emisiones de GHG. Estas inversiones, como cualquier otra, responden a estímulos económicos. Sin embargo, existen dos externalidades que limitan la inversión en nuevas tecnologías tendientes a reducir la emisión de GHG. Por un lado, los beneficios de las mismas pueden ser apropiados por otras empresas o sectores, lo que implica que el beneficio social de esas inversiones es mayor a su beneficio privado. Por otro lado, el costo que debe afrontar una firma por emitir GHG es menor al costo social de esas emisiones, lo cual reduce los incentivos a adquirir las nuevas tecnologías por parte de las empresas emisoras de GHG, y por tanto, a innovar.
Una recomendación importante para sortear estos problemas es la de distorsionar los precios relativos en favor de la investigación y desarrollo de tecnologías “limpias” mediante subsidios para la investigación y desarrollo de las mismas e impuestos a las emisiones de GHG. Esto se demuestra en un interesante trabajo realizado por Acemoglu, Aghion, Bursztyn y Hemous (2012). Estos autores presentan un modelo en el cual un bien final se produce utilizando dos insumos, uno de los cuales daña al medio ambiente cuando es utilizado. En este modelo, la inversión se dirige en forma óptima hacia los dos sectores productores de insumos, siendo mayor la investigación en el sector con mayores ventajas en términos de tamaño de mercado y precio, que en el status quo, el cual es el sector “sucio”.
El modelo diseñado por estos autores muestra que tanto los impuestos a las emisiones de GHG como los subsidios a la investigación son necesarios para dirigir la inversión hacia el sector que produce insumos “limpios”, pero sólo hasta el momento en que el retorno de la misma sea mayor al de la inversión en el sector tradicional o “sucio”. Este resultado cobra mayor validez cuanto más sustituibles sean los insumos. Sin embargo, en simulaciones realizadas en el trabajo, estos autores concluyen que aun cuando los insumos sean sustituibles en un alto grado, la transición hacia el uso casi exclusivo de insumos “limpios” demorará aproximadamente 70 años. Así y todo, el trabajo es claro al advertir que cualquier retraso en la implementación de políticas sólo beneficia la inversión en el desarrollo de sectores tradicionales, por lo que el costo de revertir la situación aumenta.
En resumen, las chances de una “revolución verde” (en el sentido de un cambio abrupto en el nivel de emisiones producto del avance tecnológico) son actualmente bajas. Sin embargo, los avances científicos ya han dado muestra de su potencial para cambiar muchos aspectos de nuestro modo de vida, y es posible implementar políticas tendientes a incrementar las probabilidades de que ello suceda más rápidamente.
El problema de la energía no es de producción. Consumimos demasiado y cada vez más, es absolutamente insostenible. Tenemos que cambiar radicalmente el sistema económico para abastecernos.