El reloj de arena que muestra los días que le quedan a Cristina Fernández de Kirchner como presidenta tiene cada vez menos granitos en la parte superior. Como los niños en un parque de diversiones que está a punto de cerrar, la primera mandataria parece estar aprovechando hasta el último segundo. Por un lado, tomando medidas cada vez más agresivas con la conciencia de que éstas tienen un costo cada vez más bajo: si no lo hace ahora, no lo hará jamás. Los costos reputacionales tienden a diluirse frente a la amenaza de que, por ejemplo, su hijo o su patrimonio puedan quedar seriamente comprometidos. Haciendo una analogía con el fútbol, el Gobierno sabe que el réferi está a punto de marcar el final del encuentro y manda al arquero a buscar la heroica: un gol de cabeza, un rebote o un penal inventado ante un córner en el área rival. Si empata, es la gloria. Si pierde 2-0 en lugar de 1-0, a nadie le va a importar.
Por eso, en el plano judicial, se multiplican las acciones desembozadas, en particular en los temas que más erizan los pelos de la nuca del oficialismo: el acuerdo con Irán (fundamentalmente la denuncia de encubrimiento) y la causa Hotesur. A la destitución del juez Luis María Cabral cuando estaba a minutos de firmar la inconstitucionalidad de la primera se sumó el apartamiento del juez Claudio Bonadío apenas un día después de haber visitado las oficinas de la empresa hotelera cuyas eventuales turbiedades operativas podrían tocar nada menos que a Máximo Kirchner y luego de unas horas de que la presidenta en persona escribiera un tuit cuestionando el accionar del juez. El disparador fue un aspecto técnico planteado por los abogados de Romina Mercado que es, al mismo tiempo, presidenta del emporio hotelero y sobrina de Cristina (es la hija de Alicia Kirchner).
En materia económica, las medidas de despedida tampoco se caracterizan por su cautela. Para preservar el delicado equilibrio cambiario, el Gobierno decidió apelar al “palito de abollar ideologías”, como llamaban Mafalda y sus amigos a los machetes de las fuerzas de seguridad, sacando a la calle a la Gendarmería, la policía y otras agencias estatales para ejercer en la city porteña (como si el mercado paralelo se limitara solamente a esas diez manzanas del microcentro) un control patoteril y para intentar disuadir la compra de dólares. Al mismo tiempo, se siguen anunciando iniciativas que apuntan a incrementar el consumo pero que, en la práctica, sólo están incrementando el nivel de emisión (y, coligado, el de incertidumbre cambiaria) y de gasto público.
Los hechos, amenazantes, se superponen y de algún modo contrastan con la concentración de simbolismos, épicos o festivos, que siguen reproduciéndose y que abarcan todo el espectro histórico.Juana Azurduy nos habla de un pasado heroico de lucha y sacrificio, de abrazar a los pueblos originarios y a las tradiciones del Alto Perú, de derrotar al imperialismo colonialista (encarnado precisamente en la imagen de Cristóbal Colón, quien da nombre desde su apellido a la palabra “colonialismo” y cuyo perfil ya quedó reescrito como “genocida”). El hecho de que apenas a 700 metros de distancia un grupo Qom, acosado y reprimido en Formosa, lleve meses acampando en la intersección de la Avenida de Mayo con la Avenida 9 de Julio para pedir que la presidenta los reciba es apenas un detalle menor. Desde la otra dirección de la recta histórica, Tecnópolis es la expresión del porvenir: un futuro de ciencia y tecnología con la presencia y la guía del aparato estatal. De hecho, esta quinta edición se llama “Futuro para siempre”, algo que podría interpretarse como una licencia poética o como una voluntad política.
La lógica de tomar decisiones arriesgadas para alcanzar algunos objetivos puede funcionar en el corto plazo para la presidenta, pero, irónicamente, entra en contradicción con la meta de Daniel Scioli, el candidato ungido y bendecido a regañadientes por ella, que debe presentarse como una versión superadora e independiente del kirchnerismo (“Scioli no es Cristina”, es uno de los mensajes que su campaña intenta instalar) pero, en simultáneo, está obligado a defender cada acción del gobierno, o al menos no criticarlo. Esto incluye las medidas más disparatadas. En el caso del avance en la investigación por parte de Bonadío, por ejemplo, no pudo esquivar el hecho de tener que dar su opinión sobre el tema, declaró que le llamaba poderosamente la atención que se hiciera 17 días hábiles previo a una elección y lo consideró una operación política. Todo el aparato gubernamental acompañó con los tapones de punta: desde el presidente de la Cámara de Diputados y precandidato a gobernador de Buenos Aires Julián Domínguez hasta el ministro de Justicia, Julio Alak, pasando por un abanico variopinto.
En contraposición, el hecho de que los camaristas Eduardo Freiler y Jorge Ballestero (los mismos que votaron el apartamiento de Bonadío, en ambos casos votando en disidencia con el tercer miembro del cuerpo, Carlos Farah) rechazaran el sobreseimiento de Mauricio Macri por el caso de las escuchas ilegales denunciadas por su ex cuñado en la jornada previa no generó en el oficialismoningún ruido electoral.
Más allá de esta dicotomía independencia-sumisión en la que quedó envuelto, Scioli es consciente de que estas elecciones las torcerá el votante medio, el que conforma un electorado que suele ser muy sensible a estas medidas cuestionables, polémicas, que afectan el bienestar de la república o que se meten en la cotidianeidad de su bolsillo a partir de incrementar la incertidumbre o la volatilidad de la cuestión cambiaria. Por otro lado, la presencia hiperactiva de Cristina aprovechando el final de su mandato tiende a neutralizar de cierta manera la potencial toxicidad de Carlos Zaninni en la fórmula. Es que la presidenta se va con una imagen que no está del todo mal y entre actos, anuncios y cadenas nacionales opaca la de su Secretario Legal y Técnico, cuya sola presencia en las boletas del FpV constituyó una señal de alerta para el electorado independiente.
Cristina sabe que no hay tiempo que perder: los días como presidenta se esfuman y hay que vivir cada uno como si fuera el último. Por eso, pisa el acelerador a fondo. Sus adeptos sacan la cabeza por la ventanilla y disfrutan del vértigo de la velocidad. Sus detractores cierran fuertemente sus ojos resignados, esperando lo peor. En apenas unos meses, nos vamos a enterar si delante tenía varios kilómetros de vía libre, una zona de densa neblina o un murallón.
*Una versión anterior de esta nota fue publicada en el diario La Gaceta el 18-Jul-2015.