Nuestra política, enferma de zamarreos y desprestigio, mejora su aspecto y dignidad en esta campaña de primarias.
La razón es sencilla: así ocurre cuando ella se reviste con la ropa que merece y se somete a reglas que todos entendemos y consideramos legítimas. Ser candidato a la presidencia no tiene grandes barreras de entrada, con lo que se facilita la competencia; los candidatos exponen ideas y programas, lo que dota al proceso electoral de deliberación previa, tienen que contestar las preguntas que les hagan los periodistas y hasta los emplazamientos de otros comandos, con lo cual la elección resulta informada y transparente, y finalmente la decisión la tomamos los que queramos votar, bajo la fórmula de una persona, un voto; con lo que resulta fácil apreciar el respeto a la igual dignidad de todos en la decisión de los asuntos públicos.
¿Por qué no puede ser siempre así? ¿Por qué nuestra democracia está enferma y sus autoridades tan débiles, que hasta el rector del principal de nuestros liceos queda a merced de la audacia y de la fuerza de quienes se toman el establecimiento?
El ministro de Salud pierde la votación de su último proyecto de ley y acusa a los parlamentarios de estar entregados a los intereses de una cierta industria. La Cámara hace un berrinche, saca de la tabla de sesiones los proyectos de salud, como si los ciudadanos debiéramos ser castigados en esa pelea, y el asunto tiende ya a diluirse, sin mayores consecuencias.
El ministro sabe que su gravísima acusación no resultará inverosímil a la opinión pública. Si hace menos de un mes estábamos oyendo acusaciones de pagos indebidos al votarse la ley de pesca, no es de extrañarse que cuando el Congreso debate leyes que afectan los intereses de las industrias ya no haya confianza que los que son representantes actúen pensando en nuestros intereses, sino en los suyos propios. El ministro de Salud lo dijo en letras de molde, y no pasará mayormente nada, porque el Congreso ya está suficientemente basureado. Para llegar a él no hay verdadera competencia, tampoco las reglas para su elección o las que rigen las votaciones en su seno respetan la igual dignidad de todos, y las de financiamiento de la política tampoco son transparentes, ni nos protegen de actos de corrupción.
Cualquier carrera política requiere de cuantiosos recursos para aceitar las máquinas en épocas normales y para hacer campañas en períodos electorales. Todo empresario necesita de los políticos cuando está en juego la regulación de sus negocios.
A menos que confiemos en la santidad de unos y otros, tendremos que concluir que si el financiamiento político no está bien regulado -y en Chile no lo está-, los riesgos de corrupción y desprestigio son evidentes. Esto no se solucionará con una ley del lobby , que se limita a transparentar las agendas.
De esta magnitud son el tipo de problemas que se requieren enfrentar, como requisito indispensable para devolverle el prestigio a la política y recibir en ella a una generación de jóvenes que la mira con desconfianza, pero que aún no la abandona del todo. De una política desprestigiada y bajo sospecha de corrupción no cabe esperar buenas leyes ni de salud, ni de pesca, ni de educación, ni tributarias, como las que se discuten en esta campaña. Además, sean buenas o malas, para su eficacia posterior requerirán estar dotadas de un halo de legitimidad, que les resulta cada vez más esquivo, particularmente en los ojos de los jóvenes. Una política desprestigiada tampoco podrá explicarles a los escolares por qué deben respetar las reglas, y terminará sometida a los designios de quienes se toman los establecimientos. No es un problema de fuerza. El déficit es de autoridad
El veranito de San Juan de las próximas primarias, regidas por razonables reglas de competencia, deliberación, transparencia e igualdad, no pasará de ser aquello si no se corrige, con otras reglas del juego, una política que un ministro se permite basurear sin ninguna consecuencia.