Qué hace grande a Estados Unidos

Por Ricardo Hausmann. Publicada el 30/11/2016 en Project Syndicate.

CAMBRIDGE – Las investiduras presidenciales y las ceremonias de graduación suelen ser eventos muy emotivos. Son ritos de iniciación, que marcan tanto un fin como un nuevo comienzo en la vida de un país o de una persona.

Como profesor del KennedySchool of Government de la Universidad de Harvard, asisto a nuestra ceremonia de graduación todos los años. A pesar de esta regularidad, todavía me emociono al ver a mis estudiantes finalizando una etapa de sus vidas y contemplando sus futuros.

Uno de los momentos más destacados de nuestra ceremonia es un video en el que profesores y personalidades públicas leen, línea por línea, el discurso de investidura pronunciado por John F. Kennedy. Este texto fue escrito hace 56 años, en un mundo diferente, cuando la Guerra Fría, la amenaza del Armagedón nuclear y los desafíos que enfrentaban tantos estados pobres de reciente independencia, dominaban las inquietudes de los líderes internacionales. No obstante, este discurso de menos de 14 minutos de duración, nunca deja de emocionar e inspirar a todos los asistentes, incluso esa mitad de los graduandos y sus familiares que provienen de otras naciones, cercanas y lejanas.

Para comprender por qué ocurre esto, es útil recordar algunos de sus fragmentos más famosos. En primer lugar, figura la promesa que hace Kennedy de defender la libertad para los amigos y frente a los enemigos: «Que toda nación sepa, nos desee bien o mal, que pagaremos cualquier precio, cargaremos cualquier peso, enfrentaremos cualquier penuria, apoyaremos a todo amigo, nos opondremos a todo enemigo, para asegurar la supervivencia y el éxito de la libertad».

Además, Kennedy se compromete a luchar contra la pobreza: «A quienes en chozas y caseríos de la mitad del mundo que lucha por romper las ataduras de la miseria colectiva, prometemos hacer nuestros mejores esfuerzos por ayudarles a ayudarse a sí mismos, durante el tiempo que sea necesario ­–no porque puede que lo estén haciendo los comunistas, no porque busquemos sus votos, sino porque es lo correcto­–. Si una sociedad libre es incapaz de ayudar a los muchos que son pobres, no puede salvar a los pocos que son ricos».

Y este compromiso es parte integral de la solidaridad hemisférica: «A nuestras repúblicas hermanas del sur de la frontera, les hacemos una promesa especial ­–para convertir nuestras buenas palabras en buenos hechos– la de una nueva alianza para el progreso, que ayudará a los hombres y gobiernos libres a dejar atrás las cadenas de la pobreza».

Finalmente, destaca la ética de Kennedy del servicio a favor del bien común: «Y, así, compatriotas estadounidenses: no pregunten qué es lo que su país puede hacer por ustedes, sino qué es lo que ustedes pueden hacer por su país. Conciudadanos del mundo: no pregunten qué es lo que Estados Unidos puede hacer por ustedes, sino qué podemos hacer todos juntos por la libertad del hombre».

El perdurable atractivo emocional de estas palabras radica en que abrazan un curso de acción potencialmente difícil, motivado por la promesa de defender valores que comparten por igual los ciudadanos estadounidenses y los de todo el mundo. Es este enfoque –que no se fundamenta en tratos sino en un sistema de reglas basadas en valores– el que ha permitido que Estados Unidos haya creado y sostenido una coalición de países capaz de mantener la paz y la cooperación internacional.

Adelantémonos al día de hoy. La narrativa de la campaña del presidente electo Donald Trump se basó en el supuesto de que Estados Unidos ha perdido su anterior grandeza. Los puestos de trabajo fueron trasladados a México y a China porque líderes débiles negociaron malos acuerdos. Los inmigrantes, en su mayoría ilegales, han ocupado los pocos puestos restantes, mientras asesinan y violan en su tiempo libre. En consecuencia, Estados Unidos necesita un presidente que ponga a su país por encima de todo, que en toda oportunidad sepa cómo conseguir los acuerdos que le sean más favorables, y que utilice el pleno poder del país para promover sus intereses.

Dudo que un discurso de investidura basado en estas ideas vaya a despertar admiración o inspiración en una ceremonia de graduación, especialmente cuando muchos de los asistentes son ciudadanos extranjeros. Un discurso semejante no impulsará a nadie a «cargar cualquier peso» en favor de un principio o desafío universal, ya sean los derechos humanos o el calentamiento global. No nos exhortará a concentrarnos en algo más grande que nosotros mismos.

A través de la historia, muy pocos estados poderosos han desarrollado un sentido de sí mismos que no se basa en la herencia étnica, sino en un conjunto de valores con el cual pueden vivir todos los ciudadanos del mundo. En el caso de Estados Unidos, se trata de «la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad». En la Unión Soviética, fue la solidaridad del proletariado internacional: «trabajadores del mundo, uníos». La Unión Europea se basa en valores y principios universales que son tan atractivos que 28 países optaron por unirse a ella, y a la que, a pesar del Brexit, todavía aspiran pertenecer alrededor de 6 países más.

En contraste, es posible que hoy día una Rusia o una China grande y poderosa ­–o el Tercer Reich en su momento– logre el apoyo de sus ciudadanos; pero dichos estados no pueden constituir la base de un orden internacional que otros encuentren atractivo porque ellos se basan en una visión de sí mismos que no abarca a los demás.

La base de la grandeza de Estados Unidos y su capacidad de liderar al mundo proviene de valores universales que sustentan un conjunto de reglas que defienden los derechos de los demás, no de un Estados Unidos que trata de basar su grandeza en un conjunto de acuerdoscuyo fin es conseguir lo mejor de los demás. Un Estados Unidos así verá su capacidad de liderar al mundo comprometida por una falta de buena voluntad y una abundancia de desconfianza. Otros países se agruparán para protegerse del bravucón estadounidense.

Si Trump realmente quiere hacer a Estados Unidos grande de nuevo, debería preguntarse cómo sonaría su discurso de investidura ante una audiencia global dentro de 56 años. ¿Inspirará a la clase de 2073 de la misma forma en que el discurso de Kennedy todavía inspira a los graduandos de hoy?