Las imágenes tuvieron picos de más de 30 puntos de rating y generaron todo tipo de especulaciones y repercusiones: que determinado candidato fue beneficiado por haber aparecido antes, cuando la pantalla estaba más caliente, o que tal otro tuvo una recepción por parte del conductor mucho más cálida que la brindada a sus dos competidores. Lo cierto es que las repercusiones de la presentación de Daniel Scioli, Mauricio Macri y Sergio Massa, los tres aspirantes a la presidencia nacional que mejor miden en las encuestas, en el programa inicial de Marcelo Tinelli parecen no detenerse.
Por lo pronto, Florencio Randazzo echó un poco de nafta al fuego en su polémica con Scioli: tras pedirle disculpas por haberlo llamado “manco” en tono jocoso durante una reunión con Carta Abierta. El ministro de Interior y Transporte se remitió a Showmatch y aseguró que no notó a su rival tan preocupado cuando un imitador, fingiendo ser manco, le tocaba la cola a su mujer, Karina Rabolini. Más allá del exabrupto, hasta la iglesia tomó partido de esta situación y salió a pedir, en la voz de Humberto Malfa, secretario de la Conferencia Episcopal, que no se farandulice la política y que los candidatos tengan capacidad de diálogo. Sin embargo, lo que la cúpula eclesiástica nacional exige a quienes tienen aspiraciones presidenciales es, ante todo, ilegal.
En efecto, la ley 26.571, llamada “de democratización de la representación política, la transparencia y la equidad electoral” y que es, en la práctica, la que permite implementar las PASO, impide hacer campaña hasta 30 días antes del inicio de los comicios, por lo que una de las pocas cosas que pueden hacer los candidatos para ganar visibilidad y no caer en la ilegalidad es, precisamente, ir a lo de Tinelli. O sea: se les exige que debatan, pero no se les aportan las herramientas necesarias para que puedan lograrlo. Es hora de que la Argentina tome una decisión: si quiere campañas largas, como ocurre en los Estados Unidos, es necesario regular en consecuencia; si, en cambio, prefiere continuar con el actual esquema de campañas breves, como también ocurre en, por ejemplo, el Reino Unido, hay que dejar de exigir a los candidatos que discutan las ideas importantes en todo el período en que tienen prohibido hacerlo.
El gobierno, en los últimos tiempos, recogió el guante: se hizo eco de una gran campaña llevada a cabo desde hace mucho tiempo por organizaciones de la sociedad civil e impulsa la promoción por ley de los debates presidenciales. La propia CFK se dedicó a retar a los diferentes espacios por no poner sobre la mesa propuestas concretas y dedicarse, en cambio, a mostrar sus dotes como humoristas en programas populares de la pantalla chica. La presidenta, que irónicamente no se caracteriza por confrontar su pensamiento con nadie, ni siquiera en reuniones de gabinete o en conferencias de prensa, llamó a debatir ideas y no a realizar pantomimas. De inmediato, Aníbal Fernández salió a secundarla y lanzó la idea de un debate obligatorio cuya existencia, por otra parte, sería más que positiva.
Es más, ojalá la ley alcance a todos los cargos legislativos y ejecutivos de cierto peso. Sin embargo, si ese debate se limita únicamente a una aparición televisiva que confronte a los principales contendientes poco antes de las elecciones, el objetivo quedará a medio cumplir. La Argentina debería aferrarse al modelo de democracia deliberativa, en el que se produzca un proceso constante y permanente de discusión donde el gobierno es permeable a un intercambio sensato, abierto y tranquilo de opiniones con el resto de la sociedad.
El debate democrático impone restricciones enormes a la discrecionalidad del Poder Ejecutivo. Las cartas están siempre sobre la mesa. También se alimenta de una prensa totalmente libre, independiente, capaz de amplificar y de contribuir en la selección de las demandas de la ciudadanía, así como de mostrarse activa a la hora de criticar al gobierno. Por otra parte, en un modelo de democracia deliberativa, la sociedad civil gana fortaleza y organización: sus necesidades se vuelven nítidas en el espacio público y, además, comprende las pujas de intereses existentes en los diferentes ámbitos. En un país con debate democrático está claro que nadie es dueño de toda la verdad y se practica el respeto por el otro, el pluralismo, la diversidad… y existe un espacio determinado en el que se debieran debatir, a lo largo de todo el año, las políticas públicas: el Congreso Nacional.
Si el debate se restringe a la televisión, entonces, nos encontramos ante una pérdida de oportunidad y también ante un error: lejos de fortalecer la democracia, la estaríamos sesgando a lo que se critica, la mediatización. El debate sujeto estrictamente al formato televisivo o radial se somete al ritmo y a las reglas de estos medios. Los políticos se encuentran más preocupados porque la audiencia no se aburra lo suficiente como para cambiar de canal (y, peor aún, su intención de votarlo) que por dar una opinión genuina o tomarse el tiempo para reflexionar y explicar aspectos que pueden resultar complejos para la ciudadanía en general, como cuestiones regulatorias relacionadas con medicamentos, aspectos sanitarios o tarifas eléctricas. Un conjunto de fórmulas matemáticas complejas para decidir algunos de estos puntos, por ejemplo, debe debatirse entre un grupo de especialistas, que incluya ingenieros, economistas o médicos, con el nivel suficiente para que puedan tomarse las decisiones pertinentes, pero accesible para que la ciudadanía pueda consultar qué ocurrió durante el intercambio de ideas.
Sin embargo, en países con una cultura de debate que llega desde el largo plazo, queda demostrado que el interés de las personas no decae ante la profundidad de la discusión, aún cuando el medio en el que se produce es “popular”. Basta analizar lo que ocurre en Estados Unidos, donde el debate presidencial suele lograr audiencias importantes, similares a las que logra aquí Tinelli en términos de rating. Incluso hay un ejemplo a nivel nacional: la confrontación entre los entonces senador peronista Vicente Saadi y canciller radical Dante Caputo en noviembre de 1984, con el plebiscito para decidir una salida pacífica (o no) con Chile relacionada con la posesión de un grupo de islas en el Canal del Beagle, cautivó la atención de una sociedad que recién estaba comenzando a disfrutar de las posibilidades de la democracia. Ese debate es, tal vez, el más famoso y recordado de los efectuados en los últimos años en el país.
El verdadero debate implica poner la discusión política en una vidriera, a la vista de todo el mundo. Sin embargo, hay que tener cuidado en su implementación. En una versión restringida o ajustada a un determinado formato mediático, en lugar de profundizar la transparencia democrática se convierte a los espacios significativos de toma de decisión en ámbitos cada vez más opacos. Si no se regula adecuadamente, con una verdadera vocación por producir una democracia deliberativa, se correrá el riesgo de que esta discusión sobre la necesidad del intercambio de opiniones en la política argentina cumpla con el temor expresado por Saadi en el mencionado debate y se vaya por la nubes de Úbeda.