Nota originalmente publicada el día 14 de diciembre de 2014 en el periódico Perfil.
Veinte años no es nada. ¿Siete? Parecen una eternidad. Esta semana, el 10/12, se cumplieron siete años de la primera jura de CFK como presidenta. El Gobierno está metido en el típico laberinto de los fines de ciclo: aguantando como sea el resultado a pesar de las constantes y crecientes malas noticias. De la Justicia, por los múltiples casos de corrupción. De los mercados, que ignoraron el canje de los Boden 15 y anticipan otro año de recesión. También de la opinión pública: al menos siete de cada diez argentinos en condiciones de votar se inclinan por un candidato de la oposición. Por eso, la política se convierte en un terreno cada vez más peligroso y resbaladizo. Generar cortinas de humo para tapar los escándalos cuesta cada día más y tiene limitadísimo efecto. Lo dijo Serrat: “Nunca es triste la verdad, lo que no tiene es remedio”.
Lejana quedó la época en la que Cristina soñaba hacer de la Argentina la nueva Alemania de América Latina. A su manera, lo logró, lástima que se equivocó de mapa y/o de era. Termina su mandato con un país que se parece menos al pujante motor de la Europa actual que a la Alemania Oriental o “Democrática”, aquella colonia de la URSS, dominada internamente por la brutal Stasi, la policía secreta obsesionada por controlar hasta los mínimos detalles de la vida privada de los cohibidos habitantes. Es una exageración: la inteligencia cristinista no supo, no pudo o no quiso llegar a esos extremos. Tal vez arrancaron demasiado tarde –ese conocido problema de la ineficiencia, tan generalizado en estos años. Pero como observó un experimentado jurista, los intentos del kirchnerismo por “democratizar” la Justicia y los medios de comunicación tuvieron una matriz común: someterlos a la voluntad de la familia presidencial. Parecen haber fracasado.
Luego de ganar las elecciones prometiendo calidad institucional y la reinserción de la Argentina en el mundo, casi lo mismo que proponen ahora los candidatos presidenciales de la oposición a los que tanto detesta, Cristina se tropezó con la crisis con el campo. En apenas cuatro meses, con su marido se encargaron de dilapidar una extraordinaria cuota de capital político. Mucho peor: a partir de entonces, la familia presidencial quedó presa de una creciente paranoia, un rasgo constitutivo que se agigantó hasta límites insospechados. Todo lo que hasta entonces se hacía mal comenzó a hacerse peor, profundizándose el aislamiento internacional, el derroche de gasto público, el uso del aparato del Estado para acumular poder en manos del Poder Ejecutivo, el clientelismo, el dirigismo intervencionista, la obscena manipulación de la información pública, la persecución a figuras críticas y la radicalización discursiva.
Cambios. La muerte de Néstor Kirchner modificó para siempre la lógica de la política y del gobierno. Terminaron de suturar las heridas de la derrota electoral de 2009, en buena medida porque las fuerzas de oposición entraron en un tobogán de egoísmos, torpezas, divisionismo y autodestrucción que sólo abandonaron (¿abandonaron?) para las elecciones de 2013. En el ínterin, Cristina reinventó su liderazgo y su administración, reposicionándose para siempre como el eje de la política local e impulsando un culto a la personalidad del difunto marido y, de paso, también de ella misma.
Uno de los cambios más notables tuvo lugar en su estilo de comunicación. Pocos recuerdan a aquella ex senadora que, incómoda y hasta abrumada, acomodaba los micrófonos y su flequillo en busca del término más apropiado para expresar esas ideas que fluían, sí, pero inconsistentes: en la “era del yuyito”, Cristina todavía se presentaba algo turbada ante el público, incluso frente a obsecuentes y entenados. Hoy predomina una comunicadora versátil y segura, que sonríe por doquier y maneja los tiempos del espectáculo con notable seguridad, a veces con algo de desmesura (es, en el fondo, siempre fiel a sí misma). En la era de la videopolítica, tal vez conducir implicaba más habilidades con las audiencias que con las masas. Pero ya superamos esa etapa, típica de los 90: ahora la política se volcó de lleno a las redes sociales. Cristina también y las usa, inconstante y verborrágica, tal como es ella.
En apenas tres años, convirtió un triunfo apabullante en un recuerdo tenue, casi irrelevante. La pretensión de continuar los pasos de Chávez, Correa, Morales y Putin quedó irremediablemente empantanada en una serie de desaciertos tan profundos como innecesarios. El cepo cambiario implicó la pérdida del votante medio y, peor aún, la aceleración de la fuga de capitales, que se había revertido allá por 2002, luego de la gran crisis, pero que se reinstaló como hábito desde la intervención del Indec, en 2007, y el uso de la inflación para financiar los caprichos del poder. Los dólares que le faltan al Gobierno, frenan la economía y ponen nerviosos a todos y todas, los tienen los propios argentinos. Algunos, los que se avivaron, los que tenían memoria, los que pudieron.
Lo más importante de todos estos años es lo que no pasó. Evitamos la tentación hegemónica, la regresión autoritaria, el colapso de la democracia liberal. Argentina tiene hoy una oposición en condiciones de generar alternancia. Y aunque ganara cualquiera de los candidatos competitivos del FpV, seguramente experimentaríamos un salto a la normalidad y la moderación. Esto no significa que tengamos un sistema institucional idóneo para promover el desarrollo equitativo y sustentable. Para nada, ésa es la gran asignatura pendiente. Pero seamos honestos: no lo tenemos ahora, tampoco lo teníamos antes de los Kirchner.
Por el contrario, ellos son la expresión de una sociedad deshecha por la peor crisis de su historia. Mirando en la última década y media, la irrupción del populismo autoritario en América Latina, Asia y Africa, incluso también en Hungría, nos pudo haber ido bastante peor. Si tenemos en cuenta las manifestaciones de hartazgo que, por derecha e izquierda, protagonizan los segmentos más afectados en virtud de la larga recesión europea (Podemos en España, el UKIP en el Reino Unido, la derecha de Marie Le Pen en Francia), el kirchnerismo podría ser interpretado como la versión doméstica (personalista, desorganizada, improvisada, pletórica de casos de corrupción) de un fenómeno común a escala global.