La guerra y la paz en los tiempos del primer Papa «beatle»

El conflicto en Siria entró en una etapa analíticamente muy interesante: todas las partes involucradas parecen haber evitado el peor escenario, con la única y singular excepción de los rebeldes. Lo importante, sin duda, es que por ahora se ha evitado el uso efectivo de la fuerza en la zona más inestable y compleja del planeta.
Los escépticos dirán que este acuerdo entre EEUU y Rusia es muy difícil de implementar, sobre todo en un aspecto clave: el monitoreo de que en efecto Siria va a entregar todo su arsenal químico. Los problemas de credibilidad son siempre fundamentales cuando la confianza entre las partes es prácticamente nula, como ocurre en este caso.

Los más optimistas opinarán que, por el contrario, el régimen de Assad es el primer interesado en que no fracase el acuerdo. La amenaza de EEUU y sus aliados es más que evidente y sus consecuencias potencialmente desastrosas. Y aún cuando cumplir con el acuerdo tiene costos políticos internos y regionales no menores en materia de reputación e influencia, Assad y sus aliados todavía cuentan con suficiente poder convencional como para continuar conteniendo a los rebeldes e incluso recuperando algunos enclaves estratégicos hasta ahora en disputa.

Pero si fuese cierto que no fue la familia Assad la que ordenó la utilización de armas químicas, sino que los responsables serían facciones de su coalición con algún grado de autonomía e interesadas en debilitar a la familia que dominante, para Bashar al Assad entregar ese arsenal sería, más que un problema, una solución. Los rusos fueron muy hábiles para plantear el acuerdo, pero seguramente no debieron insistir demasiado para persuadir al líder alawita.

Más aún, a Rusia tampoco le conviene un ataque militar aliado, aunque sea acotado. Debería en ese caso decidir cómo y en qué dimensión se involucraría en el conflicto, puesto que Siria es su principal socio en la región. Putin y Assad tienen muchas cosas en común: no sólo su concepción personalista y autoritaria del poder, sino su aversión a los grupos musulmanes radicalizados, violentos e independentistas. Chechenia sigue siendo una zona inestable y sus potenciales ramificaciones pueden desequilibrar buena parte del andamiaje que sustenta a Putin y sus «cronnies».

Y, por supuesto, Barack Obama tampoco estaba del todo decidido a avanzar en una intervención militar. Llegó al poder para terminar con las aventuras bélicas en Medio Oriente, no para empezar otras nuevas. Sobre todo, la opinión pública norteamericana está notablemente en contra de otra «guerra», aunque en realidad la intención original consistiera en ataques aéreos limitados y específicos. Sin que «una sola bota de un soldado americano piso suelo sirio», como declaró el mismo Obama.

Pero al margen de las intenciones y de los planes, el temor de que se provocara una situación de gran inestabilidad que obligara a un compromiso de mucha mayor magnitud era compartido por casi todas fuerzas involucradas en la cuestión. El curso de esta clase de procesos suele caracterizarse por acontecimientos inesperados, que incrementan las chances de cometer errores y obligan a respuestas improvisadas con enormes contingencias y daños colaterales.

De allí que Obama dispusiera una táctica de «delay» buscando el apoyo del Congreso (que no era necesario y de todas formas no hubiese sido vinculante – el Presidente norteamericano tiene facultades institucionales para intervenir militarmente, aunque no para declarar oficialmente la guerra).

Es cierto que Obama se mostró incómodo y reactivo a lo largo de toda la crisis Siria. También es verdad que preferiría concentrarse más en cuestiones de política doméstica que en asuntos internacionales. Por esto, esta oportunidad de acordar con Rusia para evitar (o en el peor de los casos postergar) un ataque constituye una opción al menos oportuna. Lograría al menos hacer cumplir la máxima de que no iba a tolerar el uso de armas químicas. Su reputación y sus argumentos morales quedan así en principio resguardados.

Como suele ocurrir, la eficacia de la ONU queda siempre cuestionada en esta clase de conflictos. A pesar de los esfuerzos que realiza, de sus intenciones y de la calidad profesional de al menos una parte de su burocracia, la experiencia histórica demuestra que el sistema de vetos del Consejo de Seguridad y los tiempos que imponen los procedimientos decisorios conspiran con la capacidad de prevenir y eventualmente solucionar los conflictos más complejos.

El mundo está mejor desde que se creó el sistema de organizaciones internacionales. Sin embargo, son como mínimo imperfectas para alcanzar sus objetivos. Y es evidente que no hay vocación ni interés por mejorarlas, sobre todo para lograr mecanismos de coordinación que contribuyan a la gobernabilidad global.

Finalmente, es necesario analizar el protagonismo del Papa Francisco. Siempre se caracterizó por su compromiso con el diálogo y la solución pacífica y negociada de los conflictos sociales. Por ejemplo, fue clave su papel en el «Diálogo Argentino», experiencia pionera en la que participaron la más diversas expresiones de la vida política y social del país en plena crisis del 2001/2002.

Pero este fue el primer caso significativo de tensión internacional en sus seis meses de papado. Y su involucramiento pone de manifiesto algunas de las restricciones culturales más llamativas de esta época en términos del uso de la fuerza. También, pueden extraerse algunas lecciones respecto del riesgo de poner el prestigio del Papa en juego en contextos tan complejos e inciertos como el de la crisis siria.

Desde la Guerra de Vietnam en adelante, surgió en Occidente un amplio movimiento de opinión pacifista, con múltiples expresiones en terminos de movimientos sociales, culturales, artísticos, etc. Desde los baby boomers en adelante nos hemos educado en un clima muy singular: el rechazo a la violencia, sobre todo cuando se trata de Estados en pugna por cuestiones territoriales, económicas, religiosas, étnicas, etc.

La Segunda Guerra mundial había precipitado un nuevo estado de cosas, sobre todo en Europa Occidental. Los ideales de integración, cooperación y progreso desplazaron a la desconfianza, la intolerancia y la agresividad que habían predominado durante siglos. La fatiga y el horror de dos guerras terribles en apenas cuarenta años (con una devastadora crisis económica en el medio) fueron las parteras de ese nuevo consenso pacifista y esperanzador.

Por su parte, los medios de comunicación contribuyeron a acercar cada vez más nítidamente el horror de todas las guerras, primero en las pantallas de la televisión, y desde hace poco hasta en cualquier teléfono inteligente y en tiempo real.

Así, el prisma con el cuál miramos los conflictos violentos está compuesto por una miríada de valores contrarios al uso de la fuerza. Incluso, aunque sea en legítima defensa. Somos pacifistas, y como música de fondo suena en nuestro inconsciente la voz de John Lennon cantando «Imagine». El Papa Francisco parece representar y expresar mejor que nadie este nuevo consenso que impera en esta era, y que revivió sobre todo luego de los fracasos de Afganistán e Irak.

Luego del 9/11 y de los otros ataques terroristas en Europa, hubo una suerte de impasse en nuestro asentado pacifismo y se generó un apoyo tácito o explícito, o al menos una resignación, a la intervención militar en Afganistán. Pero la invasión a Irak y sus terribles consecuencias precipitaron no sólo un cambio radical en esa tendencia, sino un reforzamiento de los valores pacifistas. La transición de G.W. Bush a Barack Obama sintetizan esas transformaciones. Es en en este contexto en el que se debate ahora la cuestión siria.

Sin embargo, en su afán de convertirse en la voz de los débiles y en el campeón de todas las causas buenas y nobles, Francisco corre el riesgo de parecer ingenuo o incluso voluntarista. Nadie puede desconocer su habilidad política y su sutileza para la comunicación. Pero es probable que su comprensión de los asuntos internacionales sea menos sofisticada. Además, está impulsando cambios profundos en la estructura de poder del Vaticano, incluyendo la destitución del secretario de Estado.

En particular, conceptos como «nunca la violencia trajo la paz» pueden resultar efectivos como táctica de marketing pero resultan históricamente al menos cuestionables: la Guerra Civil de los EEUU y la Segunda Guerra Mundial son dos ejemplos por demás contundentes.

¿Qué ocurriría si fracasase el acuerdo recientemente logrado y resultase inevitable una intervención militar en Siria, incluso con mucho más consenso y apoyo que el logrado hasta ahora por EEUU y sus aliados? ¿Seguiría el Papa desaconsejando el uso de la fuerza?

Dos países predominantemente católicos como Francia y la misma Italia ya son parte de la coalición liderada por EEUU. España y Polonia apoyan. Otros países se podrían sumar. Joe Biden, el vicepresidente norteamericano, es un reconocido católico practicante. La postura del Vaticano puede generar más conflictos y contradicciones de las que tal vez el Papa había en principio imaginado.

Por último, la eficacia de la disuación depende de la impresionante superioridad militar de las potencias occidentales, que implica un enorme sacrificio en términos de gasto público y, por consiguiente, focalizar en esos objetivos postergando otros igualmente importantes, como la lucha contra el hambre y la pobreza extrema.

Gracias a la disuación, a la amenaza creíble en que el ataque a Siria era inminente, se puede haber evitado una situación impredecible en términos de vidas humanas y costos materiales. La diplomacia y el poder militar son dos instrumentos necesarios y complementarios para evitar la guerra. Y también, para lograr la paz si eso fuera inevitable.

Para resguardar la dimensión moral de la figura de Francisco y su potencial papel en este mundo tan convulsionado es imprescindible un uso más cuidadoso, atemperado y sutil de su palabra.