Incentivos

Publicado por El Mercurio, 19 de marzo de 2013

Los economistas estamos en permanente discusión sobre cuán adecuados son los incentivos de las políticas sociales. El debate público, sin embargo, se reavivó recientemente cuando el Consejo Consultivo Previsional presentó un estudio sugiriendo que algunos programas no motivarían el trabajo formal. El nuevo bono marzo ha intensificado este debate.

Los incentivos están en la esencia del análisis económico. Sabemos que ellos sí importan: una extensa literatura ha demostrado en forma rigurosa que son capaces de cambiar comportamiento. Así sabemos que sobre la base de incentivos, una política puede conseguir que las personas hagan más de algo deseado, como cotizar en el sistema previsional, pero que también puede generar efectos no esperados, como reducir el esfuerzo por conseguir un empleo cubierto.

La realidad, sin embargo, suele ser más complicada. Primero, para que los incentivos funcionen debe haber una base sobre la cual trabajar. Un subsidio al empleo no reduce la desocupación si las personas hacia quienes se dirige no tienen las habilidades que se demandan, son discriminados por los potenciales empleadores, no tienen herramientas o redes suficientes para buscar empleo de manera exitosa, o enfrentan barreras como el acceso a cuidado infantil. Para que una política funcione se necesita a veces de políticas complementarias.

Los incentivos deben, además, ser razonablemente transparentes, que las personas puedan entenderlos y estimar sus consecuencias. Una amplia literatura describe las limitaciones de la naturaleza humana en ámbitos relevantes para los incentivos: no somos híper racionales, no tenemos la habilidad para hacer cálculos sofisticados, y aun si entendemos bien, no siempre tenemos la fuerza de voluntad para realizar tareas que son costosas hoy a cambio de conseguir algo mejor para el futuro.

A veces estas limitaciones humanas son útiles para la política pública, porque permiten redistribuir sin reducir el esfuerzo de los beneficiarios. La pensión básica creada el 2008, que entrega beneficios a los mayores de 65 años, no tiene por qué alterar la decisión de trabajar formalmente de un joven de 20 años que recién ingresa al mercado laboral.

Pero a veces estas limitaciones tienen consecuencias que no son tan buenas. La maraña de programas que hoy constituye la política social impide a sus potenciales beneficiarios entender qué se espera de ellos y dificulta cumplir requisitos que pueden ser bien intencionados. Así, no es extraño que muchos beneficios no se cobren.

Los incentivos también deben ser suficientes. El bono al trabajo de la mujer del Ingreso Ético Familiar (IEF) es un buen ejemplo. Este busca elevar la participación y empleo de las trabajadoras más pobres por medio de un subsidio que se otorga siempre que coticen. Sin embargo, es muy pequeño para ser relevante. En efecto, ellas pueden acceder al bono por una sola vez en su vida, por un plazo de cuatro años continuos contados desde el primer pago, mientras cumplan los requisitos. Según los datos del Seguro de Cesantía, las mujeres potencialmente beneficiarias cotizan en promedio 26 meses en plazos de cuatro años. Apenas un 14% cotiza continuamente en ese lapso. La duración del bono es simplemente muy corta como para generar el efecto permanente que la política desea.

Por último, a veces los incentivos tienen resultados mixtos. El premio a las notas escolares de los más vulnerables del IEF es ilustrativo. Algunos trabajos académicos sobre estos programas encuentran que los niños se esfuerzan más en el corto plazo. Pero está el riesgo de que una vez retirado el incentivo monetario, el esfuerzo se acabe porque la motivación del pago habría desplazado la motivación más permanente por aprender.

El tema de incentivos en la política social es importante y también complejo.

No tiene sentido evaluar programa a programa sin considerar sus interacciones, ni fomentar un comportamiento si las personas no tienen capacidad de responder. Tampoco hay que olvidar que estos programas suplen carencias. Para lograr ese objetivo superior, el diseño debe minimizar los efectos adversos. Pero el hecho de que haya algún efecto adverso no debe ser un criterio suficiente para cerrar un programa.