Por Leonardo Villar[1]
Pese a los altos ritmos de crecimiento de la actividad económica observados en Colombia en los últimos años, la tasa de desempleo se mantiene en niveles de dos dígitos y en el período reciente se ha visto un repunte en la proporción de trabajadores informales, lo cual se convierte en una rémora para la reducción de la pobreza.
Uno de los factores que alimenta tanto el desempleo como la informalidad es la desconexión entre los costos laborales en el sector formal y la capacidad de mantener niveles acordes de productividad. En este contexto, deben distinguirse tres factores que alteran el funcionamiento del mercado de trabajo. El primero es el nivel del salario mínimo. El segundo se relaciona con los sobrecostos que deben enfrentar los empleadores, adicionales al salario propiamente dicho. El tercero es el hecho de que la apreciación cambiaria exacerba esta situación incrementando de manera alarmante el valor en moneda extranjera de los costos laborales y haciendo tremendamente difícil competir con productos y servicios elaborados en otras partes del mundo.
En lo que se refiere al salario mínimo, su nivel en Colombia resulta desproporcionado frente al ingreso percapita y frente a la productividad típica de los trabajadores con bajos niveles de calificación. Esto hace que el salario mínimo no contribuya a reducir la pobreza sino más bien a incrementarla de manera indirecta, a través del estímulo que genera hacia la informalidad y el desempleo[2]. Probablemente ello no sucede de la misma manera en otros países, en los cuales el salario mínimo legal corresponde de manera más clara a una protección de los sectores con menores ingresos de la población. En el caso de México, por ejemplo, el salario mínimo representa 12.16% del ingreso percapita promedio de ese país. En Chile ese porcentaje es de 31.24% y en Brasil, donde los gobiernos de Lula Da Silva y Dilma Roussef han realizado importantes aumentos del salario mínimo con un propósito explícitamente redistributivo, el porcentaje mencionado llega a 31.74%. En Colombia, en cambio, el salario mínimo actual, $566.700, representa el 53.21% del ingreso percapita nacional. Por esta razón, en el caso colombiano, el salario mínimo legal se vuelve un instrumento con poca efectividad para defender a los más pobres y se convierte más bien en al factor que segrega a los trabajadores poco calificados y de baja productividad que, por no poder acceder a él, terminan eludiéndolo mediante contratos de trabajo de carácter informal o cayendo abiertamente en el desempleo. Este efecto perverso de un salario mínimo legal que no guarda concordancia con la productividad se vuelve particularmente notorio en las zonas rurales y en las regiones más pobres del país. Así, por ejemplo, en varios departamentos de la región Pacífica, tales como Nariño, Cauca y Chocó, así como en Sucre, en la zona Caribe, el salario mínimo legal supera el nivel promedio del ingreso percapita departamental[3]. No por casualidad, esos departamentos tienen índices de informalidad particularmente altos.
La situación descrita en el párrafo anterior se complica aún más cuando se toma en cuenta que el salario mínimo allí mencionado, de $566.700, sólo representa una fracción del costo que conlleva para cualquier empleador del sector formal la contratación de una persona con salario mínimo. Un trabajo realizado por Jairo Núñez, Investigador Asociado de Fedesarrollo, muestra que el costo total para el empleador se incrementa en 76.14% con respecto al salario nominal[4]. En efecto, cuando se incluyen los gastos correspondientes a contribuciones de seguridad social (cerca de 23% entre pensiones, salud y riesgos profesionales), subsidio de transporte (casi 12%), aportes parafiscales (9%), cesantía y prima anual de servicios (cerca de 19%) y pagos en especie, el equivalente mensual del costo total que tiene la contratación de un empleado de salario mínimo alcanza hoy en día $998.200.
Las consecuencias negativas para el empleo formal que pueden tener los altos costos de contratación de mano de obra en Colombia se han exacerbado como consecuencia de la apreciación del peso en el mercado cambiario que ha tenido lugar durante los últimos años. El costo mensual total de contratar un empleado de salario mínimo equivalía en 2003 a 200 dólares americanos. Para 2008 ese costo se había duplicado y ascendía a 404 dólares. En 2012, calculándolo a la tasa de cambio promedio de lo corrido del año, alcanzaría 557 dólares. De esta manera, durante los últimos 9 años, el costo salarial en dólares de un trabajador no calificado estuvo cerca de triplicarse. Actualmente ese costo es poco menos de la mitad del salario mínimo vigente en Estados Unidos pese a que el nivel de ingreso percapita en ese país es siete veces más alto que en Colombia[5].
Por supuesto, tener altos niveles de remuneración para los trabajadores constituye un objetivo altamente deseable para cualquier sociedad. Ello sin embargo no puede lograrse mediante la imposición legal de salarios mínimos ni mediante una valorización de la moneda local que no guardan proporción con los niveles de productividad ni con la capacidad de competir en los mercados internacionales.
El proceso de apreciación cambiaria del peso colombiano se suma de esta manera a las políticas laborales en su efecto restrictivo sobre las posibilidades que tienen los trabajadores poco calificados de conseguir empleos formales, lo cual, por supuesto, conlleva graves efectos negativos para las posibilidades de progreso económico y social de esos trabajadores y sus familias. La apreciación del peso en circunstancias como las descritas genera fuertes estímulos para que las empresas remplacen mano de obra poco calificada por capital. Esto puede tener un efecto compensatorio sobre su productividad y sobre la rentabilidad de sus accionistas pero no contribuye a la reducción de la pobreza entre aquellos trabajadores desplazados que quedan condenados a la informalidad o al desempleo.
Por supuesto, la solución de largo plazo es tener una población más calificada y con mayor potencial productivo y en este sentido las políticas educativas serán fundamentales para mejorar las condiciones de vida de las nuevas cohortes de trabajadores que entran año tras año a la oferta laboral. Sin embargo, mientras el grueso de la población colombiana en edad de trabajar siga teniendo los bajos niveles de calificación que tienen hoy, deben hacerse todos los esfuerzos para remover los factores que conducen a su marginalización, entre ellos el proceso de apreciación exagerada del peso. Combatir la apreciación no es un sustituto de las políticas encaminadas a aumentar la flexibilidad laboral o a mejorar la productividad de los trabajadores y de las empresas, pero sí debe ser parte de las políticas dirigidas a mejorar las posibilidades de desarrollo sostenible de una sociedad como la colombiana. Ello, como tantas cosas en economía, es más fácil de decir que de hacer.
El combate a la apreciación no puede hacerse como en el pasado mediante tasas de cambio controladas por los bancos centrales. Ello conduciría a que aparecieran nuevamente las presiones inflacionarias y a que la competitividad se perdiera por esa vía. Además, cuando el banco central controla directamente la tasa de cambio, tal como sucedía en Colombia durante casi todo el siglo XX, le resulta imposible manejar la política monetaria con un criterio contracíclico y estabilizador de la demanda agregada y la actividad productiva. Uno de los grandes avances de la política monetaria colombiana en los últimos quince años tiene que ver precisamente con la flexibilidad que se otorgó a la tasa de cambio en un contexto de creciente credibilidad en el Banco de la República y en las metas de inflación, bajo la estrategia de inflación objetivo. Esa flexibilidad le permitió empezar a actuar con criterios contracíclicos para estabilizar la demanda agregada, incluso en situaciones de crisis inducidas por cambios abruptos en las condiciones externas. Eso se hizo evidente durante la crisis de Lehman Brothers, en 2008 y 2009, el Banco de la República adelantó una política monetaria abiertamente expansiva, de carácter contracíclico, que resultó fundamental para mitigar los efectos de dicha crisis sobre la actividad productiva en el país.
Cuando la apreciación cambiaria es generada por endeudamiento y por otros ingresos de capitales de corto plazo, el recurso a controles o a sobrecostos puede ser una estrategia válida para desestimular la oferta de divisas y mitigar la apreciación. Eso fue lo que hizo Colombia en la década de los noventa y lo repitió con algún éxito en el período 2006-2007 mediante los encajes no remunerados al financiamiento externo. En la actualidad, sin embargo, los ingresos de capitales de corto plazo no son la causa del problema y tratar de atacarlos con controles o encajes al endeudamiento externo sería probablemente costoso y de poca eficacia. Por un lado, las innovaciones financieras, el desarrollo de los derivados cambiarios y la creciente participación de inversionistas institucionales colombianos en los mercados de divisas, hacen cada día más difícil evitar la elusión de esas políticas de regulación sobre los ingresos de capitales. Más importante aún, los ingresos netos de capitales que se observan hoy en día en Colombia no corresponden a endeudamiento o a flujos especulativos, como sucedía en los años noventa, sino a flujos de inversión extranjera directa. Además, el impacto cambiario de esa inversión extranjera directa se compensa con la salida neta correspondiente a utilidades y dividendos, de tal forma que sería difícil adjudicar a ese rubro los excesos de oferta de divisas.
Las presiones a la apreciación del peso colombiano con respecto al dólar americano fueron explicadas durante varios años de la década pasada por el hecho de que la divisa estadounidense se estaba depreciando con respecto a la mayor parte de las monedas. Como consecuencia de ello, el peso se apreciaba fuertemente con respecto al dólar pero no lo hacía con respecto al euro o a las monedas de otros países emergentes, con los cuales tenemos que competir. En el período más reciente, esto ha dejado de ser cierto. El dólar se ha fortalecido de manera notable con respecto a las monedas de otros países avanzados y a las monedas de varias economías emergentes. Como consecuencia, en lo corrido de este año, el peso colombiano se ha apreciado en más de 12%, tanto con respecto al euro como frente al real brasilero.
¿De dónde surgen entonces las presiones a la apreciación del peso colombiano en la actualidad? Al menos en muy alto grado, esa apreciación proviene de los ingresos que el país está obteniendo por sus exportaciones mineras y de hidrocarburos. Esas exportaciones representan hoy en día cerca del 70% del valor total de nuestras ventas externas, gracias a unos precios internacionales de los productos básicos que se han ubicado en niveles muy superiores a los promedios históricos. Esto tiene dos implicaciones fundamentales. La primera es que tanto la balanza de pagos colombiana como la balanza fiscal se han vuelto fuertemente dependientes de lo que suceda con dichos precios internacionales de los productos básicos. La caída en los precios del petróleo de casi 25% observada durante el pasado mes de mayo es indicativa de lo volátiles que pueden ser esos precios y de la vulnerabilidad que ello implica para los países exportadores
La segunda implicación es que la mejor manera de combatir la apreciación es convirtiendo en ahorro público los ingresos extraordinarios que recibe el país por concepto de los también extraordinarios precios de sus exportaciones primarias. La mecánica a través de la cual el ahorro público ayuda a combatir la apreciación puede diferir dependiendo de la manera como se haga. En el caso chileno es el propio gobierno el que acumula en el exterior enormes cantidades de recursos, utilizando para ello su fondo de estabilización de precios del cobre. En el caso de China, el banco central acumula unas reservas internacionales gigantescas cuyo respaldo se encuentra en los excedentes de ahorro de las empresas públicas de ese país. En el caso de Perú, es también el Banco central quien acumula grandes cantidades de reservas pero para financiar esa actividad cuenta con ahorros fiscales depositados por el gobierno nacional con ese propósito. De hecho, los depósitos del gobierno peruano en su banco central para facilitar la adquisición de divisas por parte de éste último corresponden a más del 12% del PIB. En el caso colombiano este ahorro público no existe por la sencilla razón de que el gobierno nacional enfrenta todavía condiciones de déficit fiscal. La acumulación de reservas por parte del Banco de la República tiene que financiarse mediante la venta de activos que éste tenía en su poder (títulos de deuda pública) o recurriendo a endeudamiento mediante la emisión de títulos propios. En cualquiera de los dos casos, estas formas de financiar la acumulación de reservas internacionales pueden inducir ingresos de capitales externos que hacen nugatorios los efectos de la demanda de divisas ejercida por el banco central. En esas condiciones, la efectividad de la acumulación de reservas para combatir la apreciación es limitada y los costos de esa acumulación de reservas pueden ser excesivos. De hecho, el Banco de la República tuvo pérdidas de más de $300.000 millones en 2011 y esa cifra podría acercarse a los $800.000 en 2012 (cerca de 500 millones de dólares), ya que la tasa de interés que tiene que pagar el Banco sobre los recursos que obtiene en el mercado interno (o la que deja de recibir por los títulos de deuda pública que vende) es considerablemente superior a la que obtiene sobre las reservas invertidas en el exterior.
Las finanzas públicas en Colombia han tenido ciertamente un importante saneamiento en los últimos años y hoy se tienen niveles de déficit fiscal relativamente moderados para estándares históricos. Al excluir los pagos de intereses sobre la deuda pública, el balance primario se encuentra virtualmente en equilibrio. Sin embargo, lo deseable para situaciones en las que se cuenta con ingresos externos extraordinarios asociados a un boom de precios de productos básicos de exportación, como el que hemos observado en la última década, es generar superávits fiscales primarios. Ello es lo que correspondería si se quisiera cumplir con la lógica de la regla fiscal aprobada en 2011 por el Congreso, con el apoyo del Ejecutivo.
La reforma tributaria que el gobierno nacional venía anunciando desde hace varios meses, y que ahora parece haberse archivado, constituiría una excelente oportunidad para aumentar el ahorro gubernamental sin tener que hacer recortes en programas de gasto social, en el gasto militar o en las inversiones en infraestructura que el país necesita mantener e incluso en algunos casos, aumentar. El mayor ahorro público debe provenir de un incremento en el recaudo cuya magnitud debería ser del orden de 1.5% a 2% del PIB. Avanzar en esa dirección ayudaría enormemente a combatir la apreciación cambiaria y abriría la posibilidad de reducir algunas de las contribuciones parafiscales sobre la nómina que encarecen la generación de empleo formal, sustituyendo su financiación por otras fuentes.
[1] Director Ejecutivo de Fedesarrollo
[2] Vale la pena ver al respecto varios trabajos publicados recientemente en el tomo II del libro editado por Enrique López y María Teresa Ramírez, Formación de Precios y Salarios en Colombia, Banco de la República, diciembre 2011.
[3] Ver FEDESARROLLO, Tendencia Económica, No. 119, 2012, gráfico 6, pagina 10.
[4] Este porcentaje era 72.8% en 2003 y había subido a 76.3% en 2008. Ver Núñez, Jairo, “Mercado Laboral y Sistema de Protección Social en Colombia: Desincentivos al Trabajo y al Progreso”. Perfil de Coyuntura Económica No. 16, diciembre, 2010, pp. 65-90, Universidad de Antioquie, Medellín. La cifra mencionada en el texto corresponde a una actualización del cálculo realizada por el mismo autor.
[5] El salario mínimo en Estados Unidos se establece por Estado y por hora trabajada, lo cual otorga mucho más flexibilidad a la contratación laboral. En el Estado de la Florida, para poner un ejemplo, el salario mínimo es US$ 7.67, lo cual equivale a poco más de US$ 1.200 mensuales para una persona que trabaje cuarenta horas semanales. El ingreso percapita en Colombia es US$ 7.132 mientras en EEUU alcanza US$ 49.600.
El problema de Colombia es que no están haciendo nada para tener una industria relativamente diversificada y con nichos de encadenamientos productivos importantes. Con invertir en infraestructura no basta para que por laissez faire se abran puestos de trabajo con salarios aceptables. Algo muy grave esta ocurriendo si una economía relativamente apreciada no puede pagar un salario mínimo de 290 USD. Y no es menos cierto que lo que pueda ahorrar el Estado pueda impactar a modo de una depreciación relevante que cambie la historia a los efectos prácticos…
Acá hay un conjunto de rasgos estructurales que condenan a la informalidad a un sector importantísimo de la población, y no se cambia con 10 años más de estabilidad macroeconómica. Eso es incluir personas a cuentagotas al sector servicios, y no sirve.
Colombia es presa de una estructura estable, alimentada por un sector extranjero-extractivista, de flotación libre y libre comercio y de flujo de capitales, que jamás va cambiar la historia para los sectores populares de ésta generación y la siguiente, por lo menos. Es un modelo que permite un relativo buen pasar a una clase media profesional, acomodada, y al establishment en general, y a los sectores integrados a la globalización, que no dependen de la protección arancelaria o whatsoever. Pero eso no le da de comer a 46 millones de habitantes. Y, la variable de ajuste son los ingresos reales, formalidad, etc.
Argentina importó en 2011 70.000 millones USD de bienes con 40 millones de habitantes. Colombia 50.000 millones con 46 millones de habitantes. Aún a pesar del proteccionismo comercial rampante (claramente son distintas las dinámicas de consumo popular e industrial, y se nota también en el índice Gini). Al mismo tiempo en Colombia la cuenta «rentas del capital» dio 15.000 millones USD, en Argentina la mitad.
Para que la historia cambie en Colombia el Estado tiene que participar de las rentas extraordinarias, incurrir en proteccionismo comercial en la medida de lo posible, y acentuar la flotación administrada del TC.