En enero pasado, una joven y talentosa abogada confesaba estar emocionada por haber conseguido que en el Colegio de Abogados una característica adscrita, como es el sexo, primara sobre el número de votos para determinar quién resultaba elegido en el órgano de gobierno de ese gremio. No sólo se había impuesto una cuota de candidatos de cada sexo, cuestión perfectamente democrática; sino la regla de que, una vez verificada la elección, una persona con menos votos dentro de una misma lista, desplazara a otra que había obtenido más votos, para así acomodar las cuotas resultantes de hombres y mujeres electos.
Al argumentar yo, en la asamblea respectiva, que ello era contrario a la igualdad del voto, expresión primigenia de la igual dignidad; que a su vez es cimiento necesario de la democracia, se me respondió que todo sistema electoral distorsionaba preferencias. Aunque ese argumento ignorara el sentido y valor de los sistemas electorales representativos de cifra repartidora, no fue el que me dejó pensando; si no las otras razones que se dieron en contra de mi objeción: que la democracia era un concepto plástico que debía acomodarse a los tiempos; que más importante que la igualdad del voto era la igualdad de hombres y mujeres y que había que motivar la participación. Son y han sido los argumentos para defender las democracias populares, las protegidas y las de otros apellidos que, una vez que han superpuesto algún valor a la vieja regla formal de que los organismos que mandan se constituyen en votaciones libres, secretas e informadas y donde cada voto pesa lo mismo que el otro, terminan por traicionar todo vestigio de democracia.
El problema, lo que me dejó pensando y motiva esta columna, es que, en este caso, el impulso de la reforma provenía de demócratas convencidas y bien formadas en los basamentos de ese sistema.
La democracia es, ante todo y necesariamente, un conjunto de formas, formas de constituir e integrar los órganos de poder, de asignarles competencias acotadas, de limitarlos por la vía de pesos, contrapesos y controles, de fijar la manera en la que deliberan y votan. Puras reglas sobre formas, incapaces de provocar emoción.
Son otros temas y otras causas las que emocionan y son capaces de movilizar políticamente. La participación, la causa de la mujer, las pensiones, los niños primero, terminar con la pobreza, proteger el medio ambiente, la causa indigenista. Eso sí enciende intereses y/o corazones y moviliza. Esas causas emocionan. ¿A quién emociona y mueve un sistema electoral, un régimen de gobierno o las competencias de la Contraloría? ¿Quién hace un encendido discurso con ello? ¿Quién más allá de un par de especialistas quiso debatir de esas formalidades en el proceso constituyente? Lo que movió los cabildos ciudadanos fue el debate acerca de los derechos. No las formas en que descansa la democracia.
Un problema para la democracia. Su base de sustentación es la adhesión popular y la adhesión nace de la emoción. La democracia descansa en la emocracia (Ayan Hirsi Ali); pero ocurre que su esencia, que son formas, no emociona.
Emocionan los resultados, no los procesos; hasta que se pierden los procesos y, recién cuando ello ocurre, una generación entera vuelve a entender la trascendencia de las formas; a entender que la democracia no garantiza resultados, pero que, sin sus formas, los resultados más nobles se hacen impronunciables en público o terminan siendo ahogados en nombre de otros, tan preciados como ellos. Sólo las formas democráticas nos obligan a escuchar a todos, nos someten a la poco heroica tolerancia y a los tediosos acomodos. Pero a esa generación, la que en carne propia y no pocas veces en carne viva, termina recordando el valor de las formas, le resulta muy difícil transmitir esa experiencia, pues nunca se hará viral un Twitter que hable de cuestiones procesales.