Antes de la Gran Depresión Argentina tenía un PBI per capita cuatro veces superior al brasileño y hoy es sólo 50% superior. Era casi dos veces el de Chile y ahora es 25% inferior. Era 3,5 veces mayor que el de Venezuela y ahora sólo lo supera en 40%. Éramos el 15º país del mundo en ingreso per capita y hoy somos 50º. La pobreza ya hace más de 30 años que promedia 30% de la población total (con baja dispersión), hay aproximadamente 3.000.000 de argentinos viviendo en villas miseria, el narcotráfico ya es un fenómeno que no nos es para nada ajeno.
La lista sigue, pero en todos los casos la conclusión es clara: Una economia cerrada al comercio, con un sector publico sobredimensionado y deficitario y un intervencionismo generalizado en toda la economia, son las causales principales que nos empobrecieron y nos degradaron como sociedad (obviamente que al analizar la decadencia Argentina hay causas insoslayables que excedieron las páginas de mi libro, como la debilidad institucional y la decadencia educativa, temas que en sí mismo dan para un libro cada una como lo han demostrado otros autores).
La autarquia economica es una pieza clave de la decadencia. La idea del industrialismo «a la argentina» consiste en cerrar todo lo que se pueda la economía a la competencia importada y que el agro tenga una rentabilidad mínima para que haya alimentos baratos que aumenten el salario real y las masas urbanas tengan mayor capacidad de comprar bienes industriales.
También implica que se graven las exportaciones de energía y otros insumos industriales, para que la industria tenga costos bajos y pueda «agregar valor». Y demanda que se controle el sector financiero, para que haya tasas de interés que permitan el financiamiento barato de la industria o el financiamiento del consumo de bienes industriales. También controla las tarifas de servicios esenciales para evitar la reducción del salario real.
El populismo industrial, al transformar en un tótem a la sustitución de importaciones y cerrar la economía a la competencia importada, hace caer el tipo real de cambio (apreciación real). Esta perjudica al agro, pero relativamente más a la industria de exportación no tradicional (por ejemplo, el vino), que tiene que pagar los mayores salarios reales derivados de un aumento en la demanda de trabajo de la industria sustitutiva que incrementa su producción, sin recibir el crédito de la suba de aranceles o la restricción a las importaciones.
La sustitución de importaciones beneficia sólo a la industria menos competitiva, y perjudica a todo el resto, incluyendo al agro, la energía, al turismo y a las más eficientes con competitividad exportadora.
¿De dónde proviene el combustible para romper el oxímoron de crecer sobre la base de una economía casi en autarquía como la que propone el populismo industrial? Se trata de un modelo que se sostiene mientras las circunstancias internacionales extraordinarias lo permiten. El agro aguanta mientras el precio de la soja compensa el atraso cambiario. La producción de petróleo y gas aguanta gracias a inversiones anteriores hasta que se desploma la producción. Las exportaciones industriales desaparecen por falta de competitividad y represalias de otros países. Los depósitos y el crédito se sostienen hasta que la inflación y el atraso cambiario hacen de la compra de dólares el único refugio a la expoliación de las tasas de interés negativas. El aumento del gasto público y la presión impositiva se sostienen hasta que circunstancias internacionales inician una contracción económica y el déficit fiscal se torna inmanejable.
El financiamiento monetario y con reservas internacionales del Banco Central (o deuda externa pública que conceptualmente es lo mismo) permite una demanda interna pujante hasta que la tasa de inflación y la pérdida de reservas empiezan a hacer estragos en los bolsillos de los consumidores y en la calidad de las decisiones de politica economica, que, frente a la pérdida de reservas (o dificultades para repagar el servicio de la deuda) producto de la fuga de capitales y el déficit fiscal, rápidamente establecen controles de cambio que generan más incertidumbre, más suba del riesgo país y más fuga de capitales.
Hace más de medio siglo que estamos atrapados en una suerte de triángulo vicioso, donde uno de los vértices es el ajuste o la crisis, otro la recuperación posterior y el tercero el deterioro porque la recuperación no se sostiene. Ese deterioro precede al nuevo ajuste o la nueva crisis, y así sucesivamente, desde hace 70 años.
Pasó a fines de los ’80. Estalla la crisis de la hiperinflación (primer vértice del triángulo), seguida por la recuperación 1991-1998 (salvo 1995 por el efecto Tequila ), que a su vez es seguida por el deterioro 1999-2001 (tercer vértice del triángulo). Volvió a pasar a fines de los ’90, cuando estalla la crisis en diciembre de 2001 (primer vértice del triángulo), seguida por la recuperación 2003-2011 (salvo el recesivo 2009 por la crisis de Lehman Brothers ), seguida a su vez por el deterioro 2011-2015 (tercer vértice del triángulo) y seguida de nuevo otra vez por un ajuste, el del gobierno del presidente Macri en 2015-2016. Un ajuste que, dicho sea de paso, se ha quedado corto, así que lo seguirán más ajustes o una nueva crisis…
A este modelo populista lo aplicamos, con muy breves interrupciones, desde 1930. Los resultados están a la vista.
Se podrá argumentar que muchas de las potencias mundiales de hoy fueron proteccionistas antes. Quizá, pero sucedió hace siglos y en contextos diferentes, lo habrán hecho moderadamente y sobre todo, cambiaron a tiempo. Hoy son economías muy abiertas al comercio. Pero sobre todo en el último siglo, las experiencias de países emergentes como el nuestro (Chile, China y otros multiples ejemplos) con aperturas bien hechas han sido muy exitosas. Generaron crecimiento sostenido a tasas altas y redujeron notablemente la pobreza.
Nuestro país tiene que cambiar hacia un verdadero capitalismo competitivo, en el que el empresario compita con el mundo de manera abierta, sin protección arancelaria, mientras el Estado se dedica, con una presión tributaria moderada, a la prestación de bienes y servicios básicos. Que la defensa del trabajador se haga generando las condiciones de estabilidad para que la inversión multiplique las oportunidades de empleo, en vez de utilizar regulaciones y aumentos “políticos” de salarios que ahuyentan la inversión. Que haya una auténtica revolución educativa con participación de los padres, en donde los sindicatos docentes terminen de impedir la calidad educativa.
Lo que hay que cambiar es un sistema que funciona mal. Y hay que cambiarlo por completo. Esto no se arregla sólo con bajar la inflación. Ni estabilizando el valor del dólar. Ni eliminando el cepo. Ni saliendo del default. Menos aún endeudándonos con el exterior. No se trata de atacar los síntomas de un sistema fallido. Hay que girar 180 grados en las políticas fundamentales, que son nuestras relaciones comerciales con el mundo y el rol que le damos al Estado.
Estamos frente a un sistema con fortísimos intereses que lo apoyan para no cambiar. Es un sistema que, como tal, reacciona con actos casi reflejos cuando se siente amenazado. En 2016 la aparición del servicio de taxis Uber motivó la airada reacción del sindicato tradicional (CGT) de los taxistas a cargo de Omar Viviani y la posterior clausura del servicio por parte de la Justicia Porteña, a instancias del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Cuando, en el mismo año, las importaciones totales dejaron de caer y algunas de bienes de consumo a aumentar, el diputado Sergio Massa, del Frente Renovador, salió a pedir la suspensión de las importaciones por ciento veinte días. Finalmente, en el mismo año, la única baja de gasto público que el gobierno de Macri se mostró dispuesto a hacer —reducir los subsidios a la energía— terminó con un ajuste de tarifas a menos de la mitad de camino y con un gasto en subsidios económicos mayor que durante 2015. Y como este ejemplo se pueden encontrar muchos más que demuestran que el problema es de sistema; no se trata de alguna cosita que funciona mal.
Con el sistema económico imperante en Argentina los precios de los bienes son relativamente altos para los ingresos promedio de los habitantes de nuestro suelo, porque el esquema al cual los someten las tres corporaciones que son el real y verdadero “ruling party” (sindicatos, empresarios prebendarios y políticos), es de explotación. Los bienes y servicios que consume la gente son caros porque los impuestos (que financian el dispendio de la política) al consumo (que obviamente se cargan sobre los precios que pagan los consumidores) son de los más altos del mundo y porque el proteccionismo industrial argentino hace que el industrial pueda cobrar precios muy superiores a los internacionales y ofrecer productos de menor calidad. Tambien contribuyen a salarios de bajo poder adquisitivo los impuestos al trabajo que siempre terminan incidiendo sobre trabajadores. La consecuencia es una sociedad pobre, con miseria cada vez más entendida y alta desigualdad.
Son las instituciones de la economía cerrada y del Estado omnipresente las que han creado esas corporaciones que hoy resisten el cambio. Esto no se arregla dejando el sistema como está y confiando en una clase política, empresaria y sindical que se regenere por arte de magia. Porque mientras continúe este sistema, los incentivos seguirán presentes para el comportamiento de colusión y sincrónico de todos ellos. No podemos pretender tener políticos decentes cuando le damos el enorme poder discrecional y corruptor del actual Estado omnipresente. No podemos pretender tener sindicalistas honestos cuando tienen el enorme poder extorsionador que les otorga la legislación laboral. No podemos tener empresarios competitivos cuando el Estado los protege y esa protección determina que los beneficios están en la ineficiente producción para el mercado interno. O peor aún, en el capitalismo de amigos. La única manera de cambiar la dirigencia y los resultados es cambiar las políticas fundamentales de este sistema que nos llevó a la decadencia.
Libre comercio, Estado pagable con impuestos razonables, no distorsivos y sin déficit, instituciones promercado estables y educación inclusiva de calidad para todos los chicos que están dispuesto a un máximo esfuerzo junto con sus padres, constituyen el camino que Argentina debería recorrer para comenzar a dejar un derrotero de décadas de decadencia que, si no se cambia a tiempo, puede mutar hacia uno de miseria.
Referencia:
- L. Espert (2017): La Argentina Devorada, Editorial Galerna.
Muchachi, ¿Cómo pueden haber publicado un post de este energúmeno sin ningún nivel intelectual? ¡Este blog se supone que está por arriba del nivel de tuiter! El libro de este pelmazo es un típico cocoliche lleno de insultos y ningún análisis riguroso. Espert es un vendedor de espejitos de colores.
A ver como se recula…
A los peronachos burros y delincuentes noles gusta que le digan la verdad, así como tampoco a los demás ratas que viven como rapiñeros inservibles colgados del estado, como este Juan de los Pelotas