Por Michael Spence. Publicada el 29/11/2016 en Project Syndicate.
HONG KONG – Desde el fin de la Segunda Guerra Mundial, la jerarquía de las prioridades económicas ha sido relativamente clara. Por sobre todo estaba la creación de una economía global impulsada por el mercado que fuera abierta, innovadora y dinámica, en la que todos los países puedan (en principio) prosperar y crecer. En segundo lugar -hasta se podría decir en un segundo puesto distante- estaba la generación de patrones de crecimiento nacional vigorosos, sustentables e inclusivos. Nada más.
Por cierto, una inversión de las prioridades parece estar en marcha. Lograr un crecimiento fuerte e inclusivo a nivel nacional para reanimar a una clase media que se desmorona, fomentar los ingresos estancados y recortar el alto desempleo juvenil hoy está cobrando precedencia. Los acuerdos internacionales de beneficio mutuo que rigen los flujos de mercancías, capital, tecnología y personas (los cuatro flujos esenciales en la economía global) son apropiados sólo cuando refuerzan -o, al menos, no minan- el progreso para cumplir con la más alta prioridad.
Esta inversión se volvió evidente en junio, cuando los británicos -inclusive aquellos que se benefician significativamente del sistema económico y financiero abierto de hoy- votaron a favor de abandonar la Unión Europea, en base a lo que podría llamarse el principio de soberanía. La percepción fue que las instituciones de la UE estaban minando la capacidad de Gran Bretaña de impulsar su propia economía, regular la inmigración y controlar su destino.
Una visión similar ha animado los movimientos políticos nacionalistas y populistas en toda Europa, muchos de los cuales creen que los acuerdos supranacionales deberían venir después de la prosperidad interna. La UE -que en verdad, con su configuración actual, deja a sus gobiernos miembro casi sin herramientas políticas para satisfacer las necesidades en evolución de sus ciudadanos- es un blanco fácil.
Pero sin estos acuerdos institucionales, existe la sensación de que promover los mercados y vínculos internacionales puede obstaculizar la capacidad de un país de potenciar sus propios intereses. La victoria de Donald Trump en la elección presidencial de Estados Unidos dejó esto muy en claro.
En sintonía con el principal eslogan de campaña de Trump, «Haz que Estados Unidos vuelva a ser grande», fueron sus comentarios «Estados Unidos primero» los que resultaron más reveladores. Si bien Trump podría impulsar acuerdos bilaterales de beneficio mutuo, podemos esperar que estén subordinados a las prioridades domésticas, especialmente los objetivos distributivos, y respaldados exclusivamente si son coherentes con estas prioridades.
La frustración de los votantes de los países desarrollados con la antigua arquitectura económica global impulsada por el mercado no es infundada. Ese orden efectivamente permitió que fuerzas poderosas, por momentos más allá del control de los funcionarios electos y de los responsables de las políticas, forjaran las economías nacionales. Puede ser verdad que algunas de las elites de ese orden optaran por ignorar las consecuencias adversas del antiguo orden en materia de distribución y de empleo, cosechando al mismo tiempo los frutos. Pero también es cierto que el antiguo orden, tomado como sacrosanto, dificultó la capacidad de las elites de abordar esos problemas, aunque lo intentaran.
Esto no siempre fue así. Luego de la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos, motivado en parte por la Guerra Fría, ayudó a crear el antiguo orden al facilitar la recuperación económica en Occidente y, con el tiempo, crear oportunidades de crecimiento para los países en desarrollo. Durante 30 años aproximadamente, los aspectos distributivos de los patrones globales de crecimiento que estos esfuerzos apuntalaron fueron positivos, tanto para los países en forma individual como para el mundo en general. Comparado con cualquier cosa que ocurrió antes, el orden de posguerra fue un beneficio para la inclusión.
Pero nada dura para siempre. En tanto declinó la desigualdad entre países, la desigualdad al interior de los países aumentó -al punto de que la inversión de las prioridades probablemente fue inevitable-. Ahora que la inversión finalmente llegó, junto con ella llegaron las consecuencias. Si bien es difícil decir precisamente cuáles serán, algunas parecen bastante claras.
Para empezar, Estados Unidos se mostrará más reacio a absorber un porcentaje desproporcionado del costo de ofrecer mercancías públicas globales. Mientras que otros países terminarán tomando la posta, habrá un período de transición de duración incierta, durante el cual la oferta de esas mercancías puede declinar, minando potencialmente la estabilidad. Por ejemplo, los términos de compromiso en la OTAN probablemente sean renegociados.
El multilateralismo -que existió durante mucho tiempo gracias a la misma suerte de contribución asimétrica, aunque normalmente proporcional al ingreso y la riqueza de los países- también perderá fuerza, en tanto se acelere la tendencia hacia un comercio y acuerdos de inversión bilaterales y regionales. Trump probablemente sea uno de los principales defensores de este rumbo; en verdad, hasta se pueden descartar los acuerdos comerciales regionales, como sugiere su negativa a ratificar el Acuerdo Transpacífico de 12 países.
Esto crea una oportunidad para que China lidere el establecimiento de un pacto comercial para Asia -una oportunidad que los líderes chinos ya están listos para aprovechar-. Como resultado de ello, junto con su estrategia de «un cinturón, una ruta» y su creación del Banco Asiático de Inversión en Infraestructura, la influencia de China en la región se expandirá significativamente.
Mientras tanto, para los países en desarrollo que carecen del poderío económico de China, la tendencia de alejarse del multiculturalismo puede ser nociva. Mientras que los países pobres y menos desarrollados encontraron oportunidades para crecer y prosperar en el antiguo orden, tendrán que esforzarse para negociar de manera efectiva en una base bilateral. La esperanza es que el mundo reconozca su interés colectivo en mantener senderos de desarrollo abiertos para los países más pobres, para beneficio de esos países y por el bien de la paz y la seguridad internacional.
Más allá del comercio, la tecnología es otra fuerza global poderosa que probablemente reciba un trato diferente en el nuevo orden: se convertirá en objeto de más regulaciones a nivel nacional. Las amenazas cibernéticas exigirán algunas regulaciones y demandarán intervenciones de políticas en evolución. Pero otras amenazas -por ejemplo, las noticias falsas que han proliferado en Occidente (y, en particular, en Estados Unidos durante la campaña presidencial)- también pueden requerir un abordaje más activo. Y tal vez sea necesario moderar el ritmo de la adopción de tecnologías digitales que desplazan la mano de obra, para que el ajuste estructural de la economía pueda coger ritmo.
El nuevo énfasis en los intereses nacionales claramente tiene costos y riesgos. Pero también puede traer aparejados grandes beneficios. Un orden económico global apoyado en un cimiento que se desmorona -en términos de respaldo democrático y cohesión política y social nacional- no es estable. Siempre que las identidades de la población estén esencialmente organizadas, como lo están hoy, en torno de la ciudadanía en los estados nación, una estrategia que priorice a los países puede ser la más efectiva. Nos guste o no, estamos a punto de averiguarlo.
Las grandes contribuciones de Michael Spence a la teoría económica no deben hacer olvidar que no hay prueba alguna de su competencia en temas políticos y por eso no debe sorprender que su columna nada agregue a entender lo que está pasando en el mundo. Me causa risa leer esta columna justo luego de confirmar lo que ha pasado en Italia. Y a pesar de que Michael está asociado a la Bocconi apuesto a que no tiene idea de la política italiana. Algún día los economistas que gustan opinar sobre cuestiones políticas se darán cuenta que sus opiniones sobre políticas tienen tanto valor como las opiniones de Maradona y Jorge Bergoglio.