Trump explota desencantos y sube al estilo de conocidos latinoamericanos. Ser grande nuevamente” es el lema de campaña de Donald Trump. Lejos de constituir una propuesta realista de gobierno, estamos frente a una nueva expresión de la viralización del populismo que, tardía pero vigorosa, ahora amenaza con contagiar a los Estados Unidos.
DT expresa el dolor del ya no ser: la frustración del electorado que siente que Estados Unidos ya no es el faro del mundo, el number one de los países desarrollados. Maneja una efectiva retórica que conecta la declinación americana con consignas fáciles de recordar pero jamás aplicadas antes y por eso difíciles de refutar. Promete soluciones simples e indoloras para problemas sumamente complejos: se presenta como un DT ganador, que dice haber demostrado durante toda su vida que tiene capacidad para ganar, solucionar los problemas, ir al hueso, hacer lo que hay que hacer.
Polariza con destreza de forma maniquea y ramplona: la culpa la tiene el establishment político, sus amigos de Wall Street, los chinos que hacen dumping y se aprovechan de la globalización y los inmigrantes mexicanos estigmatizados como delincuentes y violadores, que representan una amenaza a la seguridad nacional.
Trump arrasó con todos los precandidatos del Great Old Party (GOP, como se conoce al Partido Republicano) pues ninguno logró un relato más efectivo y seductor de ese de-sasosiego y falta de horizontes que impera en buena parte del electorado. Un sondeo del Pew Research Center de abril de este año sugiere que casi la mitad del electorado siente que se vive peor que hace cincuenta años; entre ellos, el 66% está inclinado hacia el Partido Republicano; y nada menos que el 75% piensa sufragar por el propio Trump.
Según la Reserva Federal, el ingreso neto de las familias norteamericanas entre 1998 y 2013 cayó 20,8%, una caída que para la clase trabajadora fue de 52,7%. Su discurso xenófobo y maniqueo permite que sobre todo las minorías blancas canalicen su desilusión con el fin del sueño americano. No obstante, el abanico de potenciales votantes de Trump es mucho más diverso: sería un error argumentar que se trata sólo de un fenómeno plebeyo, de sectores desclasados y excluidos de la nueva economía digital. Lo apoyan, sobre todo, electores de clase media y media alta. Entre los más pobres (con ingresos por debajo de US$ 30 mil anuales, el 27% de todos los hogares norteamericanos), sólo 12% se inclina por Trump. Los votantes que ganan menos de US$ 50 mil al año suman el 29% del electorado; ahí el Gran DT obtiene un tercio de su electorado. Pero entre quienes ganan más de US$ 100 mil (26% de las familias norteamericanas), 34% elegiría al magnate. De hecho, el 43% de quienes le dan su apoyo son graduados universitarios. No es sólo la economía, estúpido.
Su receta populista incluye algunos ingredientes adicionales más allá de la retórica económica tremendista y del elogio a la intolerancia. La polarización es otro dato inédito en la política norteamericana actual: la grieta ideológica entre “liberales” (la izquierda) y “conservadores” es tan profunda que constituye una fábrica de identidades no sólo contrapuestas sino en muchos casos incompatibles. Así, en muchos de los temas más importantes para la sociedad americana (el papel del Estado, la relación con el mundo, la educación, la familia, el aborto, la religión) prácticamente no hay ningún punto en común. Imposible lograr consensos básicos. Por eso la parálisis en Washington.
Para el futuro de la democracia dentro y fuera de los Estados Unidos, el ascenso de Trump constituye una señal de alarma. Se suponía que las instituciones democráticas tenían la virtud de arbitrar, procesar, contender y hasta disuadir los conflictos inherentes a sociedades modernas, complejas y cambiantes. Mediante sistemas de partidos estables y bien estructurados, la competencia política y la alternancia en el poder aseguraban que los intereses de todos los principales grupos pudieran de algún modo influir en la agenda de gobierno. Todo en su medida y armoniosamente.
Pero hoy los partidos parecen desbordados, incapaces de cumplir con esa función. Un fantasma recorre el mundo: “Que se vayan todos”. Y no sólo en los EE.UU. Hay una generalizada erupción de movimientos impugnatorios y maximalistas. Por derecha, surgen ejemplos en Hungría (Viktor Orban), Francia (Marine Le Pen), Gran Bretaña (Nigel Farage), Austria (Heinz Christian Strache), Polonia (Andrzej Duda) y Grecia (Nikolaos Michaloliakos). Por izquierda, sobresalen los casos de EE.UU. (Bernie Sanders), Inglaterra (Jeremy Corbyn) y España (Pablo Iglesias). Todos ellos tienen algo en común: su desprecio por la institucionalidad democrática. Y también por la globalización.
El problema con el modelo de poder que propone Trump (y es tan afín al populismo globalifóbico contemporáneo, incluyendo el kirchnerismo) es, precisamente, su personalismo autoritario, un fenómeno muy común al sur del río Grande. El politólogo Matthew McWilliams encontró que la única variable estadísticamente significativa que predice si un votante apoya a Trump no es la raza, los ingresos o la educación, sino sus inclinaciones autoritarias. El rechazo de toda mediación institucional como corrupta e ineficaz y la concepción del diálogo como debilidad son marcas de una plataforma política antisistémica y machista. El gran DT es el nuevo caudillo de la política estadounidense.
Trump les ganó a los jefes históricos de su partido, que nunca lo toleró y que aún sueña con que de algún modo no llegue a las elecciones de noviembre. Se niega a mostrar su declaración de impuestos para seguir alimentando la fama de su riqueza, pero es cierto que financió más del 66% de su campaña, y por eso dice que llega sin restricciones para hacer lo correcto. Dice tener una “conexión directa con el pueblo”, porque “sabe interpretar las angustias de la gente común”.
Nadie como los latinoamericanos, sobre todo los argentinos, para dar cuenta de los desastrosos resultados del populismo caudillista y autoritario. Sin duda, surge como consecuencia de los fracasos, las limitaciones y las promesas incumplidas de la democracia liberal y de la economía de mercado. Sin embargo, lejos de solucionar esos problemas, los profundiza.
Parece mentira, pero el Gran DT está en condiciones de convertirse en el próximo presidente de los EE.UU., a menos que Hillary Clinton reinvente su campaña y logre involucrar al votante demócrata y, sobre todo, al electorado independiente.
Una versión original de este artículo fue publicada por Perfil el 21 de mayo de 2016.
Fuente: http://berensztein.com/el-gran-dt-por-sergio-berensztein/
Imagen: Reuters
Es falso que Bernie Sanders desprecie la instituciobalidad democrática. Él propone educación y salud gratuita, lo que es común en Europa y Sudamérica.