Entrevista a Victor Jorge Elías, por Juan Carlos de Pablo

Publicada en Revista de economía y estadística, 43, 2, 2005.

Elías nació en Tucumán, el 21 de julio de 1937. Hace poco falleció Ana Maria Ganum, su querida esposa desde 1966, y tiene 3 hijos y 5 nietos. Estudió economía en la Universidad de Chicago, donde se doctoró en 1969. A partir de 1965, en la Universidad Nacional de Tucumán (UNT) enseñó Econometría, Teoría de los Precios y Desarrollo Económico. También en la UNT gerenció programas de posgrado. Fue profesor e investigador visitante en las universidades Católica de Chile, Bahía (Brasil), Stanford, Harvard, San Andrés y en el Instituto Torcuato Di Tella. Presidió en 2 oportunidades la Asociación Argentina de Economía Política. Es “economista de un sólo tema”: la denominada contabilidad del crecimiento (la culminación de su esfuerzo en la materia está contenida en Sources of Growth, International Center for Economic Growth, 1992). Su curriculum completo se puede consultar en www.face.herrera.unt.edu.ar/inveco.

No se puede explicar que el Departamento de Economía de la UNT haya sido, durante décadas, uno de los mejores del país, sin colocar a Elías en un lugar clave de dicha explicación. Elías es inteligente, muy trabajador, increíblemente rápido para las negociaciones, y muy querido por sus pares y ex alumnos. Tiene sentido del humor, que captan quienes saben algo de teoría económica y están atentos cuando él habla. Por todo lo cual, fue muy fácil elegir con quién iniciar la presente serie de entrevistas.

La conversación que sigue comenzó personalmente en Buenos Aires, el 21 de abril de 2005, y continuó a través del correo electrónico.

Cuando el 15 de junio de 1994 Rolf Ricardo Mantel te presentó, al ingresar vos a la Academia Nacional de Ciencias Económicas, destacó que en Tucumán te conocen como Jorge, y en Buenos Aires como Víctor. Agregando: “no teman, se trata de la misma persona”.

No sé si es la costumbre local, uno termina conociendo el nombre cuando saca el primer documento. En mi casa siempre me dijeron Jorge, por lo que pensé que era Jorge Víctor, pero descubrí que era Víctor Jorge cuando llegué a Chicago, porque los americanos utilizan el primer nombre. Esto les ha ocurrido a varias personas.

Habla de tus padres.

Mis padres [Julio Elías y Bahilla Assaf] vinieron de Siria, casi en forma contemporánea, alrededor de 1914. Ambos eran de la misma ciudad, Rabah, una villa chiquita, montañosa. Eran parientes, y a través de un tío mío, que era el sacerdote de la Iglesia Ortodoxa en Tucumán, se pusieron de novios.

Se hablaba mucho de La Habana. Nunca supe por qué, en vez de ir a Cuba, vinieron a Argentina. Parece que La Habana era muy atractiva en esa época. Ya había un grupo de parientes y amigos del mismo lugar. Tengo una foto donde están los 4 que habían viajado juntos, y contaban anécdotas. Salieron vía Génova, y como era dominación turca había problemas para salir.

No conozco la historia del apellido Elías, porque en realidad el apellido de mi padre es Assaf. Allá comienza a decirse “el hijo de”, y a veces hasta se lleva el nombre del abuelo. Aparentemente Elías era el nombre de mi abuelo, no su apellido. En Tucumán hay muchos Elías, pero no son parientes nuestros.

Mi madre era muy joven y no trabajaba. Mi papá, como mucha de la gente que vino de Siria, vendía ropa, viajando por el interior de la provincia.

Exactamente igual que el papá del ex presidente Carlos Saúl Menem.

Sus viajes al interior duraban a lo sumo 3 días, y yo lo acompañé cuando era un poco más grande [10-12 años] a visitar los campos (todavía me acuerdo cuando hoy paso por ahí). Yo le llevaba las cuentas. Para controlar si él se acordaba de lo que le debía cada persona, yo le decía cifras distintas, y él me corregía. Entonces yo le preguntaba para qué me llevaba con él, si él tenía todo en la cabeza (risas).

¿Tu papá sabía leer y escribir?

Leía y escribía apenas el español, así que tenía todo en la memoria.

A veces llevaba una campera nueva, y hasta la vendía si los clientes la preferían, a las cosas que llevaba para vender.

Cuando falleció yo estaba en un viaje por Estados Unidos, que duró 2 meses, y cuando volví mi mamá me mandó a ver si podía cobrar el saldo adeudado por cada cliente, porque era bastante dinero. Entonces comencé a visitar los lugares, y me llevé una sorpresa enorme porque todo el mundo respondió.

¿En qué medida crees que estas vivencias tempranas influyeron sobre tu decisión de estudiar economía, o en la forma que tenés de “ver” el hecho económico?

No mucho. Soy el hijo menor y notaba que había una preferencia muy grande por mi persona, tanto de mi papá como de mi mamá. Mi papá decía que como había sido muy duro con los hijos mayores, trataba de ser más blando con los menores. Lo que sí me han dado es un cariño muy grande. Creo que las vivencias que conté tuvieron más influencia sobre mi carácter.

Nunca tuve el problema de que uno es perseguido, o que hay dificultades. La vida era muy normal, nunca hubo crisis, nunca experimenté algo conflictivo.

No había seguridad de que uno terminara los estudios, por eso mi mamá dijo que era más conveniente ir a una Escuela de Comercio, porque otorgaban un título intermedio, de “Tenedor de libros”. Y ya por lo menos uno podía trabajar.

Mi mamá era muy rigurosa. De más grande tuvo que trabajar para complementar el ingreso de mi papá. Lo hizo en el sector de confecciones, siempre desde la casa.

¿Sos el menor de cuántos hermanos?

Éramos 11, 3 de los cuales fallecieron antes de cumplir un año, y otro murió cuando tenía 11 años. Muchas familias sólo computan los sobrevivientes, y por eso se decía que éramos 7 hermanos (5 varones, 2 mujeres).

En función de los ingresos medios de Tucumán, ¿tu familia era pobre, rica,…?

Clase media baja. Uno vivía bien, en términos de las cuestiones más elementales (por ejemplo: poder ir a la escuela). Mi hermano Miguel, anterior a mí, y yo, nunca trabajamos mientras estudiábamos; los primeros tuvieron que trabajar.

Era una vida normal, sin holgura. Tampoco los demás tenían mucho ingreso. Había una sola familia que tenía auto, y nos reuníamos siempre a ver el auto. Muy pocas familias tenían artículos para el hogar. Pero el estilo de vida era tal que nadie sentía que algo le faltaba.

¿Cuántos hijos tenés;  alguno de ellos es economista;  tuviste algo que ver con la decisión?

Tengo 3 hijos, las 2 mayores son mujeres. Ana Georgina y Cecilia Alexandra. Julio Jorge es el menor.

Al comienzo las 2 mujeres dijeron que les gustaría seguir economía, pero cuando terminaron el secundario cambiaron de idea. La mayor se doctoró en física. Yo tenía mucho interés que estudiara en el MIT [Massachusetts Institute of Technology], o en Harvard. Hicimos un viaje que nos facilitó el profesor Robert Joseph Barro, pero prefirió luego organizar su familia y no aprovechó esta oportunidad. La segunda se dedicó a las letras.

Julio comenzó con el área contable, pero a mitad de su carrera se pasó a la licenciatura en economía en la Universidad Torcuato Di Tella. Lo cual implicaba perder casi 3 años de lo que había hecho en Tucumán. Inicialmente no pensaba estudiar en el exterior, pero luego se entusiasmó y terminó fanatizándose con la carrera, con Chicago.

¿Qué rescatás de tu paso por la escuela primaria y secundaria, y la universidad?

Tuve una muy buena educación. Me dedicaba prácticamente todo el tiempo a estudiar, salvo la práctica de algún deporte. Por lo cual en la escuela siempre me sentí holgado, nunca tenía miedo de estar. Por suerte me fue muy bien. Eso ayuda a uno a sentirse seguro.

Eran épocas en que se cumplían estrictamente todos los días de clase (lunes a sábados), un horario amplio, bien dedicado. Mucha de la enseñanza era un poco repetitiva, no siempre quien enseñaba comprendía lo que estaba enseñando.

Lo que sí noté, y luego lo apliqué en estudios superiores, fue el salto entre la escuela primaria y la secundaria. En la Escuela de Comercio tuve problemas con el examen de ingreso, derivados del hecho de que había cosas que a nosotros no nos enseñaban, y en otras escuelas sí. Especialmente en el área de lengua. Cuando fui a la facultad no, porque no había examen de ingreso.

Una enseñanza que extraje, y que lamentablemente la gente no siempre tiene en cuenta, es que quien es el mejor de su lugar, sigue siendo el mejor, en cualquier otra etapa. Puede tener problemas con estudiantes de otros lugares, pero sigue siendo un gran indicador ser el mejor alumno. En Chicago nunca hubo un cambio de orden de los alumnos, con respecto a lo que había en la universidad de Tucumán.

Tuve grandes problemas, sobre todo en Chicago, cuando me pedían que escribiera. Quizás fue la escuela a la cual asistí. Mis compañeros de Estados Unidos tenían mucha mayor facilidad que yo para escribir ensayos. Tuve serios problemas cuando tuve que escribir la tesis. Yo estaba preparado para estudiar y rendir, y sacar 10, pero cuando uno tiene que avanzar solo… La otra era la parte de literatura, dado que yo fui a una escuela de comercio.

El estilo de redacción no es uno de tus fuertes. El valor de tu obra radica mucho más en el contenido que en la forma. Lo cual plantea la siguiente pregunta: ¿cómo hiciste para conquistar a tu mujer, no habrá sido precisamente leyéndole poesías? (risas).

A mi señora la conocí cuando estudiaba en la universidad. Un grupo nos reuníamos a estudiar en la casa de Valeriano Francisco Garcia, y una semana antes de cada examen nos juntábamos para probarnos, a ver qué es lo que sabíamos. Ella vivía a la vuelta. Yo la conocía, pero ella nunca me había prestado atención.

Cuando regresé de Chicago, mi tío que era sacerdote de la Iglesia Ortodoxa me mandó una delegación de mujeres, para que participe en la juventud ortodoxa. Y ahí la conocí. Ella fue muy especial, porque fue la única que me prestó atención en casi toda mi vida. Supo valuar lo que yo podía ser como persona y como compañero, aunque no como gran conquistador o de poder hablar (risas).

Mis contactos con la universidad de Alcalá de Henares, España, permitió en 2000 que mi mujer pudiera satisfacer uno de sus deseos más grandes: conocer La Alhambra, verificando las bellezas que crearon y nos legaron los árabes.

Profesores y lecturas que te impresionaron en la facultad, en Tucumán.

Como me sobraba tiempo en el secundario, cuando ingresé a la facultad ya tenía 2 materias preparadas.

Los profesores de matemáticas eran muy rigurosos, por ejemplo el profesor Reinaldo Steinkrauss, rigurosidad que todavía hoy uso. Eran muy pulcros, en la escritura de símbolos y presentación de los resultados. Aprendí la técnica, pero no nos enseñaban mucho el uso de los instrumentos matemáticos. José Antonio Olmos ofrecía un atractivo curso de estadística descriptiva, y fue el primero que me dio la oportunidad de comenzar mi labor académica.

En el área contable aprendí bien el área de registro, que hoy me resulta muy útil. Los estudiantes que hoy estudian economía tienen dificultad en hacer estudios de empresas, manejar balances.

En historia, el profesor Horace William Bliss estaba innovando, luego fue el decano.

En economía había un profesor de Santa Fe, Ernesto Navarro, de quien aprendí mucho de los distintos tipos de mercado. Luego en Chicago me dijeron “para qué tantos tipos de mercado”, suficiente con 2: competencia perfecta y monopolio simple. Aprendí toda el área que luego se conoció como de [John Forbes] Nash, se hablaba de [Antoine Augustin] Cournot. El profesor Antonio Forns se ocupaba de la interacción entre macroeconomía, comercio internacional, ciclos y moneda. Me ayudó mucho el libro de [Charles Poor] Kindleberger [International economics, Irwin, 1953]. En ciclos conocí Prosperidad y depresión [Liga de las Naciones, 1937] de Gotfried Haberler, que luego releí como algo extraordinario.

¿Cómo fue que dijiste, “lo mío es economía”?

Varias veces me hice la pregunta, porque los economistas tenemos la sensación de que la orientación vocacional no tiene mucho sentido, dado que la gente sabe donde va. Lo que recuerdo es que a mí me impactaba que se hablara mucho de [Paul Anthony] Samuelson y del MIT, estoy hablando de 1958 o 1959.

Economía no existía como carrera, sino que estaba la carrera de contador y sólo había 3 materias de economía. Lo que se sabía es que si uno quería ir a estudiar al exterior tenía que estudiar economía y no contabilidad. En Tucumán el cambio grande se produjo en 1958, cuando Adolfo Cesar Diz asumió como director del Instituto de economía de la facultad. Ya tenía un Master de Chicago. El comenzó enseñando estadística, no economía. Estaba muy impactado por el libro de Wallis y Roberts, los 2 profesores de Chicago. Era meticuloso. También utilizaba el libro de Ronald Aylmer Fisher [Statistical methods and scientific inference, Oliver and Boyd, 1956], tan complicado que uno leía la página 1 y cuando pasaba a la 2, ya no recordaba qué decía la página 1 (risas).

La idea de Diz era la de formar el área de economía, pensando en enviar gente a estudiar a Chicago. Siguiendo el ejemplo de Chile. Yo no lo tenía a Chicago, ni sabía nada de dicha universidad. Conocía más al MIT, incluso más que Harvard, porque Samuelson era la figura. No sabía nada de [Milton] Friedman. Lo de Chicago salió básicamente por el contacto de Diz con [Arnold Carl] Harberger. Apliqué a Harvard, MIT y Chicago. Las 2 primeras no me aceptaron, Chicago sí. El 4 setiembre de 1961 aterricé en Chicago, con financiamiento de la Organización de Estados Americanos (OEA).

No viajé con formación económica, salvo esos 3 cursos. Tampoco tenía la motivación que a otros les surgió, por ejemplo, por haber vivido la Gran depresión. Como sería en Argentina haber vivido la Gran Inflación. Todo fue un poco “ya que estaba allí, vino esta persona, entonces todo se encaminó”.

Viajar al exterior implica cierta dosis de coraje. ¿Cómo fue la decisión de dar ese paso?

Ha sido una suerte que se de el proceso, por varias razones. Nunca comía fuera de mi casa, muy pocas veces viajaba (excepto cuando jugué al básquet, durante los “Campeonatos Evita”, en 1951-1952, pero era en grupo, y además era una actividad tan demandante que no había tiempo para extrañar). Cuando me iba a pasear por 15 días, volvía al segundo día (sic). A mis hijos les digo lo mismo: si alguno tiene problemas, que vuelva al día siguiente. No hay que forzar demasiado el organismo.

Cuando salió lo de Chicago, al comienzo seguí el ritmo (aún ahora hago lo mismo). Cuando lo que hay que hacer está lejos en el tiempo parece que no hay problema, pero cuando se acercaba la fecha del viaje me aparecieron dolores muy fuertes de estómago, fui a varios médicos y no tenía nada (risas). Viajé a Chicago con Héctor Ávila, y al segundo día de estar en Chicago desaparecieron todos los dolores.

Pero apareció un nuevo problema, que era el idioma. Antes de comenzar las clases me reuní con otros compañeros. La mala pata es que quien hablaba era australiano, y comentaba los cursos de teoría de los precios; yo no entendía bien al inglés americano, menos el acento australiano. Entonces le pregunté a Ávila: ¿qué hacemos acá? Nos tenemos que volver. Quien nos agregó susto fue Diz, al decirnos que era una carrera muy complicada, y que no nos sorprendiéramos si en el primer arranque nos llegaban a decir que nos volviéramos. Al parecer esa era la tarea de Harold Gregg Lewis, quien después cambió mucho (quizás Diz reflejaba su propia experiencia, con un primer año duro y fuerte recuperación en el segundo).

Lo que me ayudó mucho es que al rendir saqué la mejor nota del curso. Yo fui con la idea de que iba a salir casi último, de un grupo de 30. Salí primero, y eso que entre los alumnos estaban Robert J. Lucas, Finis R. Welch y Giora Hanoch de Israel (medio hermano de Moshe Dayan). Me di cuenta que había gente a la cual le prestaban atención especial, a Hanoch por ejemplo. En un examen de econometría se retiró enojado, 10 minutos después de haber comenzado, porque no estaba de acuerdo con la prueba, y los profesores lo fueron a buscar para que retornara el aula.

Nunca tuve la sensación de que estaba controlado. Pensaba “si salís penúltimo, alégrate”. En cambio los chilenos ya tenían una historia, y por consiguiente en la Universidad Católica de Chile sabían, al instante, qué nota había sacado cada uno en Chicago. Y los pobres sufrían, en cambio yo estaba un poco ingenuo. Incluso siempre le agradecía a Alfred Everett Rees, quien me corrigió el primer examen. Como mi inglés era malísimo, respondía las preguntas y los problemas, utilizando gráficos y flechitas. Admiro a mis profesores –creo que nosotros ese trabajo no lo hacemos-, porque se imponían el trabajo de tratar de entendernos. No saber inglés a veces me ayudó, porque me aprobaron cuando en realidad mi respuesta era incorrecta.

El rigor y el frío de Chicago me hacían acordar el año que cumplí en el servicio militar. La sensación de que llegas, siempre estuviste ahí y nunca vas a salir de ahí. Pero se me fueron las ganas de querer volver a Argentina.

Profesores, lecturas, que te impactaron en Chicago

Eso también me llegó un poco tarde, porque la primera motivación era poder entender lo que leía. Lo cual significaba un esfuerzo muy grande, por el inglés y por el nivel de las lecturas. Y después concentrado en pretender hacer un buen examen. Leía muchos exámenes anteriores, en el caso de los exámenes generales los que habían tomado hasta 20 años antes.

No pretendía entender todo, sino convertirme en una máquina de responder lo que ellos me iban a preguntar. Martin J. Bailey era un gran expositor, estaba preparando su libro (National income and the price level, Mc Graw Hill, 1962). Zvi Griliches dictaba precios, a casi nadie le gustaba su forma de exponer, pero él daba lo justo para el examen. Lo que aprendí rápido es que un buen profesor es aquel que dice 1, 2 o 3 cosas buenas por semana, no el gran orador. Griliches iba a la médula y enseñaba cosas importantes. No tuve grandes expositores, excepto Friedman (él era bueno en todo). Harberger también era práctico.

Don Patinkin, profesor visitante, también era un gran expositor, y dedicaba los 10 últimos minutos de cada clase, a hablar de lo que iba a hacer en la próxima. Cuando hacías una pregunta fuera de clase, te pedía que la hicieras en clase, así se beneficiaban los otros alumnos. Hirofumi Uzawa venía de Stanford. Escribía y borraba, escribía y borraba. “Está mal”, decía. Hacía su investigación en la clase. Para algunos esto no es un buen profesor, pero para mí es al revés: lo que el trasmitía era cómo uno tiene que encarar los temas. Harry Johnson era una máquina hablando.

De los grandes profesores uno lleva las enseñanzas, aunque en el momento que las escucha no las entienda completamente. También se generan muchas amistades con los compañeros, y que hasta ahora perduran, como con A. Humberto Petrei, Nicolás Ardito Barletta, Rolf Luders, etc.

Yo no estaba motivado por temas, no tenía algún tema en la mente, como [Miguel] Sidrauski, quien llegó a Chicago habiendo escrito un trabajo sobre [David] Ricardo. A mí me motivaban las preguntas, y tratar de responder las preguntas. Recién cuando tuve que formular el tema de tesis, me ocupé de la relevancia de las cuestiones.

Al comienzo de mi tesis doctoral (1964-1965) pasé 6 meses muy importantes en el Instituto Torcuato Di Tella, donde se estaban elaborando tesis para diversas universidades de Estados Unidos e Inglaterra: La interacción que tuve con sus autores fue un gran reingreso al país.

Con la versión casi final me reuní numerosos sábados con H. Gregg Lewis. Me leía línea por línea, colocando una regla sobre la hoja, la cual iba deslizando muy lentamente. Sólo tomábamos café, entre las 9 y las 19 horas. Me repetía cada rato, o que no entendía lo que yo había escrito, o que no tenía sentido. Cuando yo ya no escuchaba esta recriminación, me parecía que él ya estaba cansado, y que convenía seguir el sábado siguiente.

En tu carrera profesional se distingue una porción como profesor, otra como “gerenciador” de cursos, y una tercera, como autor. Comencemos por tu carrera como profesor.

Recién estaba comenzando la licenciatura en economía en Tucumán. Empecé con Comercio Internacional y Econometría, los 2 campos que había elegido en Chicago. En Comercio trataba de imitarlo a Harry Johnson, y econometría a lo que se enseñaba en Chicago. Pero con el tiempo fui integrando un montón de temas, que en Chicago los daban como conocidos, o no los mencionaban, porque ellos se concentran en lo que ellos hacen.

Más tarde dicté teoría de los precios, teoría monetaria, algunos cursos aplicados de economía para contadores que querían hacer lo que hoy se llama “Tesina”, y nosotros denominábamos “Seminario”.

Y luego, como quedó libre el curso de Desarrollo económico, empecé a dedicarme, a pesar de que había hecho poco en esta materia. Con el paso del tiempo me dediqué más a Desarrollo y menos a Econometría. En esta última no me interesan tanto los métodos, como la forma en que me ayuda a conseguir resultados. Veo más el final que el proceso.

¿Y fuera de Tucumán?

También tuve interesantes experiencias. En 1976, durante 2 meses, dicté clases de Comercio internacional en la Universidad Federal de Bahía, en Brasil. Los alumnos eran muy entusiastas. Uno de ellos, Isaías Coelho (luego doctorado en Rochester) tomó notas de mis clases en portugués, que luego utilicé en otros lugares. Con los alumnos nos reuníamos frecuentemente a beber cerveza, ya que era época de carnaval.

En 1977 ofrecí un curso similar para el programa del Centro Interamericano de Comercialización (CICOM) de la OEA,  en el edificio que la Fundación Getulio Vargas tenía en Río de Janeiro. Era una nueva experiencia ya que los alumnos eran funcionarios con licencias de varios países latinoamericanos y en general mayores de 30 años. Estaban muy nerviosos y pendientes de los resultados de los exámenes, ya que ello podría afectarles sus carreras si no aprobaban con buenas notas. A cada rato había planteos.

En 1995, en la Universidad de San Andrés ofrecí un curso de Econometría, a una camada que creo fue una de las mejores que tuvo dicha universidad. Las clases eran los lunes y yo viajaba el domingo anterior. A pesar de mi expectativa pude cumplir con este compromiso de viaje. Al finalizar el curso se hizo la tradicional encuesta a los alumnos sobre las cualidades de profesor, que para mí era y fue la única vez. Se aprende mucho de los comentarios de los alumnos y algunos puntos nos sorprenden. Creo que aprobé, pero no con 10.

Metiéndome en tu aula, y a la luz de Johnson versus Griliches, o de profes que hablan y de profes que hacen hablar. ¿Cómo sos?

Fui cambiando. Al comienzo era una máquina de hablar, al estilo de Johnson. Ahora me pregunto cómo hacía antes, porque hoy no cubro ni la quinta parte del programa (risas). Con mi experiencia, ahora puedo hablar de un tema muy chiquito, 3 clases seguidas. Espero que el alumno lo capte, y trate de incorporarlo. Algunos temas no me gusta darlos, sino que los lean. En Desarrollo, donde más trabajé, trato de explicar algunos temas “de la cosecha de uno”.

Uso mucho el humor. El humor académico, para hacer entretenidas las clases. También hago participar mucho a los alumnos, lo cual a muchos no les gusta. Si dejo hablar a quien desea hacerlo, muchas veces nadie quiere levantar la mano, y si llamo por el nombre a veces eso los atemoriza. Pero creo que la interacción es muy importante. Les hago escribir muchas monografías y los hago exponer.

La dureza también es importante. Uno a veces va cambiando. Para un alumno promedio, es mucho mejor que el profesor sea duro, a que sea blando. Esto lo aprendí de Harberger. El venía a Tucumán, a discutir cómo manejábamos y organizábamos las cosas, de un lugar donde todo se hacía bien, siempre, mientras que acá comenzamos a hacer las cosas bien, y luego nos adaptamos a los baches, problemas, etc. Pero él venía fresquito. Cuando yo quería hacer algo que a él no le parecía bien, decía: “Ese es tu problema, no mi problema”. “Esa es mi plata: con tu plata hace lo que quieras, con mi plata no”.

Los economistas distinguimos entre corto y largo plazo. En materia de enseñanza es preferible a que tus alumnos hablen mal de tu mamá, y luego con el desarrollo profesional te lo agradezcan, y no al revés.

Eso pasó con Adolfo Critto, que es sociólogo. Integró la segunda camada del curso de Estadística Inferencial, que dictaba Diz, un curso muy duro. Diz trajo la idea de que si en el parcial te iba mal, tenías que dejar el curso. Es lo que le pasó a Critto, quien no tenía gran formación en estadística, pero sí gran intuición para plantear los problemas. Lo único que quizás le critico a Diz es que probablemente no le haya otorgado peso a eso. Critto se retiró criticando. Tiempo después lo visité en Columbia, y decía que le agradecía a Diz la dureza, y que él era el mejor en estadística para sociólogos, allá en Estados Unidos.

¿Qué surge de tu experiencia como gerenciador de cursos?

Fue un desafío bien interesante. Gané experiencia organizando el Congreso Econométrico Latinoamericano de 1993, en Tucumán. El sistema que se armó para el Grupo Latinoamericano es muy bueno, porque quien era chairman del programa tenía que conseguir toda la plata, y a su vez tenía que hacer todo el trabajo. Hay otros congresos donde estas 2 actividades se separan. Prefiero la unión, porque si uno hace el esfuerzo de conseguir la plata, se motiva más si también es uno quien decide en qué gastarla.

También aprendí que uno tiene que tener mucho poder de decisión. Hay que actuar rápido, y no se puede consultar mucho. Siempre tuve mala experiencia cuando uno derivaba algo y volvían con 10 preguntas más en vez de resolverme el problema.

No sé cómo hice, pero desde el día que me llamaron de México, para que organizara el congreso de 1993, me dediqué a tiempo completo. Fue mi única preocupación durante un año. Esto es muy importante: para que las cosas se hagan bien, uno tiene que ser dedicado y estar constantemente. Un profesor que yo invitaba y me decía que no, inmediatamente enviaba otras 10 invitaciones. Si alguien quería cambiar un pasaje en clase turista, por otro en clase ejecutiva, tenía que decidir en el acto. Tuve importantes enseñanzas de economía a través de las cartas del por qué no aceptaron la invitación algunos, como Friedman o Robert Merton Solow, que guardo como documentos importantes.

Otra cosa que aprendí es que si uno quiere conseguir la asistencia de los mejores, no hay que pedir la ayuda de nadie. Porque normalmente el buen economista sugiere a sus amigotes (risas). Nadie va a hacer un esfuerzo grande por conseguir a otro, cuando muchas veces a él mismo le resulta complicado conectarse. Los contactos que hice a raíz del congreso me permitieron manejar mejor el posgrado.

Cuando entre 1965 y 1968 dirigí el Instituto de Economía de la UNT, conseguí que en 1967 Jacob Mincer nos visitara durante un mes. Su nombre había sido sugerido por John Hunter, profesor de Michigan y asesor de la Fundación Ford. Lo conocía algo pero no tenía idea de su dimensión académica. Nos dio un curso de Economía laboral con los temas que durante el año anterior había estado trabajando en el National Bureau of Economic Research. Fue la primera vez que tuve oportunidad de discutir con un “colega”, ya que a los de Chicago los veía y los sigo viendo como profesores. Hasta hoy mantenemos contacto y fue quien le sugirió a Geoffrey Moore que nos ayudara para el proyecto del Ciclo económico. También nos dejó una frase que no olvido: “si el salario no se ajusta a la productividad, la productividad se ajusta al salario”.

En el posgrado, a diferencia del grado, tomé la tarea con estilo dictatorial. Tuve muchas críticas, yo escuchaba a los alumnos, a los colegas (si alguien me daba un argumento bueno yo lo “compro”), pero luego decía: “Yo quiero decidir”. Para eso uno tiene la responsabilidad. Es la forma en que se tienen que manejar los programas. Si la cuestión es muy grande uno necesita consejos, pero el posgrado es una cosa chica. Pero los consejos dan más dolores de cabeza que soluciones.

No hay separación entre las tareas de investigación y de gerenciamiento. Los investigadores que a la larga han triunfado en su tarea, son grandes gerenciadores. Porque la investigación requiere formar gente, coordinarla, y conseguir fondos. Relaciones. Todo eso es gerenciamiento.

Cuando Sherwin Rosen visitó Tucumán, le pregunté cómo hacía como decano para elegir profesores [en el Departamento de economía de Chicago], dado que era su tarea principal. Muy simple, me contestó. Uno no dice “queremos un profesor de comercio internacional”. Uno busca a los mejores, porque a veces el área de estudio va cambiando. Si el mejor nos dice que no, buscamos al segundo; y si el segundo nos dice que no, nos olvidamos de dicha área.

También se le preguntó quién había sido el mejor rector de la universidad. Enseguida tiró el nombre. Y cuando le pregunté por qué, respondió: “Porque mejor estaban los sueldos”. Me parece un buen indicador de si una institución es buena o no.

En Chicago la Escuela de Negocios construyó un nuevo edificio, y le cedió el edificio viejo a la de Economía. Se planteó una discusión, sobre si se mudaban o no. Porque la comunicación entre los profesores era considerada muy importante, y no se quería perder el contacto. Un día, en un ascensor, escuché una conversación entre Friedman y Harry Johnson, referida a por qué el departamento de Economía de Chicago se había desarrollado tanto. Friedman dijo: “Porque Chicago está lejos de Nueva York”, de modo que la gente se dispersa menos.

En Tucumán siempre tuvimos mucho contacto, compartiendo el café de las 10 de la mañana y el de las 5 de la tarde.

Desde 1994 hasta 2001, con Rodrigo Fuentes, de Chile organizamos las conferencias anuales de Crecimiento económico, alternando la sede entre Tucumán y Santiago de Chile. Fue un importante taller de trabajo, que reunió a destacados economistas de Estados Unidos, Chile y Argentina.

A través del Instituto de economía aplicada de la Fundación Banco Empresario de Tucumán, desde 1994 pude generar una actividad muy instructiva en contacto con empresarios y periodistas. Estos últimos nos ponen a prueba si sabemos bien el tema y si lo sabemos explicar. Desde su creación y hasta ahora tuve una muy fructífera interaccion con la Fundación de Investigaciones Económicas Latinoamericanas (FIEL). En la Fundación del Tucumán desarrollé varias actividades, como almuerzos mensuales para empresarios y la edicion en 1996 de La economía de Tucumán, en el cual contribuyeron además Harberger, Dagnino Pastore, Zapata, Ricardo Arriazu y Daniel Artana.

Pasemos a tu obra escrita. Hay economistas “de todos los temas” y hay otros “de un solo tema”. Vos sos un típico ejemplo de los segundos. Tu tema fue la contabilidad del crecimiento, como uno asocia a Jorge Katz con cambio tecnológico. ¿Por qué un tema, por qué ese tema?

Cuando comencé la tesis Harberger me entusiasmó con la idea de hacer un nuevo estudio sobre la demanda de bienes durables. El había hecho uno referido a tractores, casas, heladeras, etc., y quería nuevos bienes. Yo iba a dedicarme a televisores. Pero no me entusiasmó un tema referido a Estados Unidos. Me salió la veta nacionalista. Dije que yo era de Argentina, que no me veía estudiando una cuestión sobre Estados Unidos.

Entonces me pasé a estudiar productividad en la industria manufacturera argentina. Ellos me hicieron ver que yo necesitaba generar datos, por lo cual tendría que volver a Argentina. No tomé toda la dimensión del problema y me dediqué a eso. Ahora le recomiendo a los alumnos que hagan las cosas al revés: que terminen la tesis lo más rápido posible, y después que hagan lo que quieran.

Pero al final esto resultó en una buena experiencia. No tenía dimensión de lo que tenía entre manos. Mi idea era que lo que tenía que hacer era cumplir con un trabajo, no la motivación de entender lo que había pasado con la manufactura en Argentina. Discutir la idea de la industrialización, la protección, etc., todo eso vino después.

Luego, como nuestros sueldos no eran muy altos, comencé a buscar complementos. Y también pensé que sería interesante volver a Estados Unidos. En 1972, en Canadá, tuve la suerte de hablar en un congreso con Richard Mallon, quien sugirió que fuera un año a Harvard: “Yo te consigo el lugar, vos te conseguís la plata”. Que pícaro este Mallon, pensé (risas). Pero después me di cuenta que estar en Harvard es como estar en el Cielo, la plata aparece sola. Pero esto lo aprendí de a poco. Pedí y obtuve dinero, y como tenía que hacer un proyecto elegí el de fuentes de crecimiento.

En Harvard estaba Simon Kuznets, y también estaban interesados Griliches y Dale Weldeau Jorgenson. Hablé con Griliches, a quien conocía de Chicago. Aquí hay otra enseñanza, porque me dijo “Yo ya no estoy en esta cuestión”. Pero sabía muchísimo. Pero muestra cómo ellos se van desplazando de temas. Y entonces me mandó a Jorgenson, quien dirigía un seminario para gente que estaba haciendo su tesis sobre estas cuestiones. A raíz de lo cual me hice un nombre entre quienes se dedican a fuentes del crecimiento. Jorgenson me consiguió un lugar en Stanford, fuí con él un tiempo, y después ya se mezcló entre fuentes de financiamiento y el tema. Porque para seguir consiguiendo apoyo la cuestión del tema era importante.

Pero todavía la idea era medir, poner las cuentas. Dedicaba 18 horas por día a medir, y luego alguien, pícaramente, me preguntaba “¿qué dicen los datos?”. Y yo decía: que lo digan los demás, yo ya llegué hasta aquí. En Estados Unidos hay mediciones desde hace muchos años, de modo que hay trasmisión de los datos y de la interpretación. De manera que uno se incorpora con alguna idea fija, de lo que quiere demostrar. En cambio a mí esto me llegó un poco tarde. Poder capturar los cambios de calidad en trabajo y capital significa un esfuerzo enorme, por lo que recién en los últimos 5 o 10 años me dediqué más a la interpretación.

Hay tesis que sobresalen porque le pegan con el tema en el momento justo. Le pasó a Diz sobre moneda, a Lucio Reca sobre crecimiento agropecuario, y a Juan Antonio Zapata con las externalidades de los pozos de agua. En cambio a mí no. Parecía como si yo estuviera estudiando cosas del año 1930.

Entre 1978 y 1985 interactué mucho con el International Food Policy Research Institute (IFPRI), investigando el rol de los gastos del gobierno dedicados al sector agropecuario, sobre el comportamiento de este sector. Su director, John Mellor, fue un gran interlocutor para mi trabajo. Allí también conocí a Edward F. Denison, inventor de la contabilidad del crecimiento, quien trabajaba en la Brookings Institution. A raíz de esta actividad, en 1987 la Asociación Asiática de Productividad me invitó a dictar una conferencia en Tokio, porque estaban muy interesados en aplicar mi enfoque en los países de su área. También publicaron en japonés el primer Informe de investigación que preparé para el IFPRI. Estando en Tokio me di cuenta lo que significa ser «sapo de otro pozo». Aunque luce redundante, todos los que caminaban en las calles del centro eran japoneses. Pasó un ómnibus escolar con chicos de la primaria, todos los cuales se iban riendo al ver este “ejemplar” de América Latina.

La redacción de Sources of growth tuvo varias etapas. Comenzó en 1980, durante mi estadía de un mes en la Villa Serbelloni, en Bellagio, Italia. Este programa es financiado por la Fundación Rockefeller y reúne en forma simultánea a 8 académicos de todo el mundo, rotando de a 2 por semana. El lugar puede catalogarse como un verdadero «Paraíso material», porque lo atienden a uno como si fuera un personaje importante. Se dice que en los grandes parques montañosos de la villa caminaba Plinio el Grande, inspirándose para escribir muchas de sus grandes poesías; lamentablemente esta externalidad no pude absorberla. Te asignaban una pieza monacal, con una puerta que se abría con una llave muy antigua y de mucho peso. Llegué a una versión casi final en 1988, durante una visita de 2 meses que hice al Food Research Institute en la Universidad de Stanford en 1988 (era mi segunda visita, la primera había sido en 1975). Como complemento de mi trabajo hice varias entrevistas largas, a Moses Abramovitz, Víctor Robert Fuchs, Theodore Wilbur Anderson, y Friedman. La tercera y última etapa fue su edición, para lo cual en 1990 Rolf Luders me organizó una vista de un mes a la Pontificia Universidad Católica de Chile, y me acorraló con dos norteamericanos especialistas en redacción que me martirizaron, pero con un gran éxito… creo.

De acuerdo al uso que se hicieron de mis trabajos, señalo como aportes: 1) una metodología para medir el capital humano basada en la simple división de la nómina total de salarios, por el salario unitario de un trabajador con categoría “cero o casi cero educación”; 2) la medición de la contribución del sector externo al crecimiento económico identificando las ganancias del comercio a través del adicional de inversión que puede realizarse, y también a través de la división del capital fijo entre componentes domésticos e importados; y 3) el estudio de los determinantes del crecimiento a través de los determinantes de sus fuentes: trabajo, capital y productividad.

Mis resultados también sirvieron para ampliar sustancialmente la cobertura y el detalle del estudio comparativo de países, a nivel mundial. Una porción fue utilizada como monografía de base, en la elaboración de la edición 1991 del World development report del Banco Mundial. Además empujé la necesidad de identificar los determinantes del aumento en productividad a través de la baja de los precios de sus fuentes, lo cual puede llevar a desarrollar una teoría del crecimiento más apropiada, tanto para países poco como muy avanzados. El análisis comparativo de la convergencia me permitió identificar fuertes diferencias entre las conductas de los países avanzados y menos desarrollados, lo cual puede permitir avanzar hacia una teoría más general. Estimaciones del stock de capital humano permitieron ampliar el concepto de capital, para incluir tanto el humano como el físico.

¿Cuáles fueron tus principales hallazgos empíricos, en tu esfuerzo sobre contabilidad del crecimiento?

Generando bien las cuentas de una economía se puede llegar lejos en entender su marcha. Hoy ello se concentra en la explicación de la evolución de la productividad, clave del crecimiento económico. Mi aporte se centró en explicitar en forma detallada la metodología y el manejo de la información, lo cual hizo que mi trabajo atrajera a muchos estudiosos del crecimiento económico.

Cualquiera sea el tema, uno tiene mucho instrumental. No es sólo álgebra, datos empíricos. Uno llega a las grandes ideas a través de varios mecanismos. A veces falta cerrar. Lo que aprendí mucho es a través del empirismo, a llegar a entender los problemas. Creo que uno puede hacer mucho, no cierra del todo porque se necesita solidificarlo con modelos.

Ese enfoque hoy tiene mucho peso. Hay un líder en esto, [Steven D.] Levitt, en Chicago. En mi época lo era H. Gregg Lewis. La idea es encontrar casos donde uno en forma clara entienda el problema. Por supuesto que el resto de lo que uno estudia ayuda a iluminar, porque nadie mira algo porque sí. Uno aprende a mirar.

La discusión acá era con [Julio Hipólito Guillermo] Olivera, quien opinaba que los argentinos teníamos que hacer teoría, porque –utilizando el argumento del comercio internacional- tenemos ventaja comparativa en matemáticas pero no en datos. Pero yo le decía que no, que él hace teoría. El empirismo no necesita tener buenos datos porque parte de la tarea consiste en generar datos. Cuando alguien habla, uno quiere saber concretamente dónde estamos, cuáles son los resultados, etc. Lástima que yo lo voy aprendiendo más de viejo. Conozco gente que tiene madurez empírica a los 30 años, no sé como lo lograron; yo lo conseguí después de los 50.

¿Qué otras actividades que creas importante destacar?

Durante varios años fui miembro del consejo asesor del Instituto de Economía de la Universidad Argentina de la Empresa (UADE). Omar Chisari logró conformar un buen grupo, que también integraban Vittorio Corbo de Chile, Aloisio Araujo de Brasil, y Juan Vital Sourrouille, Rodolfo Manuelli, Carlos Miguel Tacchi y el rector. Nos reuníamos 3 veces al año, con asistencia perfecta. Discutíamos las actividades del Instituto, la generación de nuevos emprendimientos y la forma de encararlos. Las reuniones, que se desarrollaban a lo largo de una larga mañana, finalizaban con un almuerzo digno del mejor restaurant de Buenos Aires. Fue una etapa muy fructífera,  tanto para la UADE como para nosotros.

Desde 1970 integré diversas comisiones asesoras en el Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CONICET). El primer caso que me tocó analizar fue el ingreso a la carrera de investigador, de Rolf Ricardo Mantel y Ana Maria Martirena-Mantel. Yo ya conocía la gran potencialidad de ambos. Su ingreso se dificultaba porque ellos habían elegido como lugar de trabajo una institución privada [el Instituto Di Tella], cuando la tradición era elegir una institución pública. Si bien este tema fue superado posteriormente, en esos momentos no lo era. Por suerte los miembros de la Comisión aceptaron mis argumentos, que lo que importaba más era la calidad del investigador. Fue mi primera prueba de fuego como actuación en comisiones asesoras. Luego este entrenamiento me iba a ser útil cuando integré otras comisiones y jurados de premios y concursos.

En 1965, con José Maria Dagnino Pastore y Guillermo Edelberg, integré la comisión que estudiaría si se creaba una nueva asociación de economistas argentinos, o si aceptábamos la oferta de Julio Hipólito Guillermo Olivera de incorporarnos a la ya existente asociación Argentina de Economía Política (AAEP), de la cual era su presidente. Aconsejamos incorporarnos a la AAEP, sugiriendo que la presidencia debía ser rotativa y algunos otros cambios en los estatutos. Nuestra propuesta fue aceptada en la reunión de Centros que se realizó en Mendoza ese mismo año y dio comienzo a la «masiva» afiliación de la ya nutrida familia de economistas argentinos.

Cuando –en economía- se piensa en la universidad pública en Argentina, se destacan  2 casos claros: Tucumán y La Plata. Y de Tucumán vos sos la personificación del “milagro”, dadas las circunstancias. ¿Es así?

Uno ha hecho un esfuerzo grande. Tuve gran interacción con Raúl Pedro Mentz en estadística, y con Manuel Luis Cordomí, Héctor Fernando Ávila, Valeriano Francisco García, Carlos Alberto Pucci, entre otros, en economía. Como secretario primero, y luego como decano, Ernesto Ramón Cerro jugó un rol fundamental. Lo que luego de mucho tiempo hemos logrado es apuntar a varias áreas, y la forma de ver las cosas.

Los contactos internacionales también fueron muy importantes. Ayuda a comparar lo que uno está haciendo. Los mejores colegas de Estados Unidos (Harvard, MIT, Chicago, Yale), han brindado generosamente su tiempo para hablar con nosotros. Los buenos en Argentina muchas veces se aislaron. El caso muy particular fue el aprecio que le tenemos a Mantel, muy dado, siempre dispuesto a dar todo el tiempo necesario para discutir cuestiones.

Con Carlos Federico Díaz Alejandro nos encontramos en diversas oportunidades, y se interesó mucho en nuestra pequeña “escuela de economía” de Tucumán. Me invitó a exponer en la universidad de Yale, y su gentileza era tan grande que hasta me contrató una baby sitter para cuidar a mis hijos, y así poder ir a cenar con mi señora y un grupo de profesores de Yale.

Junto a contabilidad del crecimiento, hemos insistido mucho en los ciclos. En Argentina no siempre es fácil enseñar, porque no siempre existe la base empírica para decir qué problemas hay. Si pregunto en Argentina qué le ocurrió al diferencial de ingreso entre gente preparada y no preparada, nadie sabe. En cambio, en los países avanzados, donde hay muchos estudios empíricos, cuando discuten un tema de distribución del ingreso, tienen bien detectada la causa.

Lo mismo en el caso de los ciclos, cuando se habla de etapas de recuperación y de recesión. En Estados Unidos están bien identificadas, y se insiste en que durante el ciclo no todas las variables se comportan de igual forma. Por eso un día me pregunté cómo se miden los ciclos.

Dos «hobbies» que tuve fueron atraer a Tucumán a grandes economistas y lograr que  nuestros graduados accedieran a las mejores universidades para hacer sus doctorados. Barro presentó en 1992 el borrador de su futuro libro de Crecimiento económico publicado en 1995 y luego abrió las puertas de la universidad de Harvard a nuestros mejores graduados. Me comentaba con pena que los alumnos de hoy no sabían quién era Harry Johnson. Cuando le pregunté por qué  no había obtenido la medalla John Bates Clark [otorgada por la American Economic Association, cada 2 años, al economista más brillante que todavía no cumplió 40 años], me dijo que no lo hiciera acordar de este triste tema, pero que George Stigler le había comentado que para llegar al Nobel no hacía falta dicha medalla.

Marc Nerlove en 1996 nos ofreció un curso de Economía Agrícola, que era en realidad más de Desarrollo. Empezábamos a ver por qué la sociedad pasó de la caza (algo entretenido) a la agricultura (algo aburrido). Nos dijo que el libro de Thomas Robert Malthus sobre dinámica poblacional era lo más importante escrito en nuestra profesión. Me hizo preparar visitas a las explotaciones agropecuarias, que nos llevaban 10 horas por día; era el pago no pecuniario que requería.

James Heckman en 1998 nos ofreció un curso de métodos econométricos de evaluación social de proyectos, y me pidió que le hiciera filminas de más de 1.000 paginas. Era un espectáculo ver su velocidad en exponer las filminas y cómo encontraba en un segundo las que ya había pasado para volver sobre ellas. Quiso que cambiara mi enfoque de medir los cambios en calidad de la fuerza laboral, pero no lo logró. Se interesó mucho sobre la relación histórica Tucumán – Chicago y quería tener fuertes argumentos para revitalizarla hoy. Sus argumentos en Chicago parece que fueron muy efectivos.

Guillermo Calvo vino varias veces a ofrecer Finanzas Internacionales y logró generar mucho interés en nuestro grupo. También me quería apartar del enfoque monetario chicagense y se quejaba porque al área internacional en Chicago ya no se le prestaba tanta atención, como había ocurrido en la década de los sesenta. Siguiendo la idea por la cual Theodore Wilhain Schultz lo convenció a  Harberger a dictar un curso de Finanzas Públicas en Chicago (algo que nunca había hecho), convencí a Manuelli que dictara el curso de Economía Pública en Tucumán, lo cual fue creo muy exitoso.

Entre las satisfacciones que tengo en este largo caminar, menciono las invitaciones que recibí para participar en los homenajes que se hicieron en Estados Unidos, a los profesores Robert L. Basmann (mi profesor de econometría en Chicago), Mincer, Jorgenson, Friedman (cuando cumplió 90 años), Harberger (50 años de excelencia en economía) y Larry A. Sjaastad.

Alguien como vos, que trabajó toda su vida, quizás cobre la jubilación, pero nunca se jubila. ¿En qué proyectos estás trabajando ahora, y cuáles tenés en carpeta?

Actualmente estoy trabajando en un artículo conjunto con Jorgenson y Khoung Vu, ambos de Harvard, tratando de identificar el rol que el capital informático tuvo en el crecimiento de América Latina durante el período reciente (1989-2002). En carpeta tengo un libro sobre la economía de Argentina, tratando de integrar la enseñanza de la economía (micro y macro) con el caso argentino. Creo que nuestro país presenta ricas evidencias para entender la utilidad del análisis económico y servir como texto de economía.

Víctor, o Jorge, gracias.

A vos.

 

Esta nota fue publicada originalmente en Revista de Economía y Estadística, Vol 43 (Nº 2) 2005 y  se reproduce en Foco Ecoónimo con autorización de los Editores en Jefe.