Impotencia, bronca y cansancio; compromiso, esperanza y convicción: una heterogénea y contradictoria combinación de sentimientos y sensaciones irrumpió el jueves pasado en el turbulento devenir de esta Argentina convulsionada y crujiente. Tronaron otra vez las cacerolas, esa expresión de la vitalidad de una sociedad civil que a menudo parece ensimismada, entretenida en el consumo o en los vericuetos de la vida privada. Pero que de repente se adueña de las calles y de las plazas, expresa su insatisfacción y sus deseos, quiere ser protagonista de un destino diferente aunque todavía no sepa muy bien ni cómo ni con quién.
Las cacerolas son, al mismo tiempo, un reflejo contundente de la crisis de representatividad de un sistema político anémico y fragmentado pero que, paradójicamente, alberga también al aparato estatal más ingente, caro e infructuoso de la historia argentina.
Son también el resultado de un liderazgo presidencial abrumador y abrasivo, que margina e ignora a las fuerzas de oposición y asfixia al sistema republicano: tenemos una presidenta todavía bastante popular y absolutamente legítima, pero que ha decidido aislarse y desplegar una agenda personalísima y transformacional que no debate ni con sus más íntimos asesores y que, sobre todo, prefirió ocultarles a los votantes en las elecciones del 2011.
Hay una posible trampa en creer que la catarsis de las cacerolas es en sí misma una solución. Pero la protesta igualmente pone de manifiesto que tenemos un serio problema institucional. Considerando que estamos a punto de cumplir treinta años de democracia, es importante preguntarse cómo es posible que decenas de miles de argentinos deban salir a la calle para expresar su malestar y desazón. ¿Por qué el sistema de partidos políticos fracasa en seleccionar, ordenar y canalizar las demandas de los ciudadanos? ¿Por qué el Gobierno ignora esos reclamos? ¿Impactará esta protesta en la dinámica electoral? ¿Qué podemos aprender de estos comportamientos colectivos? ¿Pueden de algún modo servir estas manifestaciones masivas para mejorar la calidad de la democracia?
Las respuestas a estos interrogantes encierran algunas de las claves centrales del devenir de un país cada vez más ignorado por un mundo que tiene demasiados problemas como para distraerse con las extravagancias de una Argentina que yace perdida en su propio laberinto.
EL FRACASO DE LA POLÍTICA
Las protestas sociales inorgánicas pueden entenderse como una expresión particularmente palmaria y grave del tradicional disfuncionamiento del sistema político argentino. En efecto, la política en la Argentina es una enorme y perversa maquinaria que ignora oportunidades y destruye valor, promueve el subdesarrollo y la pobreza, excluye a los mejores y premia a los mediocres y corruptos. Nunca diseñamos un sistema político para generar una democracia plena, moderna y participativa, con dinámicos mecanismos de movilidad social ascendentes que promuevan el desarrollo humano y la equidad. Es la gran asignatura pendiente que tiene nuestro país: construir un sistema político-institucional que encuentre equilibrio entre la libertad y la igualdad. No lo tenemos, pero tampoco hasta ahora lo intentamos conformar.
Por el contrario, nuestra política se caracteriza por una exagerada y peligrosa concentración de poder en manos del titular del Poder Ejecutivo Nacional. Esto refuerza la tradición del caudillismo y alienta sus excesos que, si bien tienen múltiples antecedentes históricos, en la última década ha promovido un deterioro institucional sin precedente.
En efecto, la desmedida e indisimulada ambición de poder y dinero de la familia Kirchner ha desvirtuado el espíritu de la Constitución, convirtiendo al hiperpresidencialismo en un verdadero enclave autoritario que vulnera el equilibrio entre los poderes del Estado y los mecanismos de frenos y contrapesos.
En rigor de verdad, el país se encuentra en una coyuntura crítica: corremos, en efecto, el riesgo de derrapar, como ocurrió en Venezuela, Bolivia, Ecuador, Nicaragua o Rusia, en lo que se denomina una democracia no liberal. Se trata de sistemas políticos en los que líderes excluyentes votados por mayorías sólidas pero circunstanciales desconocen los derechos de las minorías, limitando las libertades individuales, violando derechos de propiedad y modificando las reglas fundamentales de acceso y ejercicio del poder. La participación autónoma de los ciudadanos debe ser evitada o al menos firmemente controlada para impedir que la deliberación genuinamente abierta y democrática altere el virtual monopolio de la iniciativa política que se reservan para sí mismos estos liderazgos hegemónicos, demagógicos y populistas.
Por eso, estos gobiernos prefieren que los Parlamentos se sometan a sus deseos y aprueben cualquier proyecto sin contemplar debates o modificaciones. Se obsesionan con los medios de comunicación independientes, a los que deben doblegar, censurar o destruir. A la vez, pretenden cooptar a las más diversas expresiones de la sociedad civil y someter a su liderazgo, ya sea con dinero, regulaciones a medida o amenazas a su supervivencia.
En las democracias no liberales, el aparato del Estado está al servicio del líder e ignora las demandas de la sociedad. Carece de la organización, los recursos humanos y los estándares mínimos de transparencia y calidad de la gestión como para satisfacer las necesidades básicas de los ciudadanos. Por eso, por diseño, es un Estado incapaz de brindar los bienes públicos esenciales que requiere cualquier sociedad moderna para promover el desarrollo humano: seguridad, justicia, educación, salud, infraestructura básica y cuidado del medio ambiente. Esto termina impactando en la opinión pública, como lo consigna el Índice de Confianza en el Gobierno que elabora la UTDT: sólo una minoría de argentinos considera que el Gobierno ya está resolviendo los principales problemas de la ciudadanía.
Pero son Estados que gastan de forma ineficiente y opaca enormes cantidades de dinero: el gasto público consolidado en la Argentina es de casi 50 por ciento del PBI, casi 20 por ciento más que hace apenas una década. Cabe recordar que la Argentina no enfrentó en estos años ningún desafío de seguridad internacional que explicara tamaño incremento del gasto. Más aún, prácticamente desarticuló a las Fuerzas Armadas convirtiéndolas en organizaciones casi testimoniales, con escasísima capacidad logística y operativa para defender el interés nacional. Todo el extraordinario aumento del gasto sólo sirvió para sostener el proyecto político K.
Esto explica la fabulosa asimetría de recursos que existe entre el oficialismo y las fragmentadas fuerzas de la oposición; la utilización de un inmenso presupuesto y de agencias fundamentales del Estado para servir a los intereses específicos del elenco gobernante, en detrimento de la calidad y cantidad de los bienes públicos esenciales que deberían proveer para el beneficio del conjunto de la ciudadanía; la virtual anulación del federalismo y las autonomías provinciales dada la concentración de poder y recursos en manos de la administración central; la colonización de expresiones genuinas de la cultura popular, como lo es el deporte, la música, el cine o el teatro, para enfatizar el discurso oficial y evitar la propagación de voces disonantes, y la consolidación de un pequeño grupo de empresarios amigos, protegidos por el Gobierno, que han expandido enorme y sospechosamente su riqueza en los últimos años, incluyendo la compra de activos estratégicos.
De aquí el pésimo clima de negocios que impera en la Argentina, que se traduce en fuga de capitales, reducción de las inversiones, destrucción de puestos de trabajo y un singular atraso en relación con otros países de la región con menos recursos humanos y naturales pero que siguen experimentando una notable expansión, como Colombia, Perú, México o incluso Paraguay. Más aún, un estudio de opinión reciente de Poliarquía Consultores sobre el liderazgo argentino pone de manifiesto la enorme desconfianza que despiertan las instituciones públicas, con la parcial excepción de la Corte Suprema de Justicia. No debe entonces sorprender que el gobierno nacional intente ahora someterla y debilitarla.
La energía participativa que se expresó en forma de cacerolazos revela una genuina vocación democrática de un sector muy importante de nuestra sociedad. Pero ¿puede haber democracia sin institucionalidad democrática? ¿Tenemos acaso una masa crítica de políticos genuinamente democráticos para construir esa institucionalidad? ¿Está lo suficientemente madura la sociedad argentina para debatir, someterse y respetar un sistema institucional sin el cual deberá resignarse a continuar en la senda del subdesarrollo y la inequidad?
APRENDER LA LECCIÓN
Las próximas elecciones legislativas despejarán algunos de esos interrogantes. Veremos si las fuerzas de oposición han aprendido de los errores de 2011 y conforman una oferta coordinada que, como en 2009, limite su fragmentación y convierta la frustración de la sociedad, mediante el voto, en un instrumento útil para limitar la voracidad autoritaria presidencial. Un resultado adverso para la Presidenta archivaría cualquier posibilidad de reforma constitucional para habilitar un nuevo mandato, disparando entonces una puja por la sucesión dentro y fuera del peronismo. Tal vez Cristina evite convertirse súbitamente en un «pato rengo», pero difícilmente pueda influir en una dinámica política dominada por gobernadores, sindicalistas e intendentes.
Si, por el contrario, predominan los egos, los vedetismos y la tendencia a la autodestrucción, las expresiones de la oposición pasarán a la historia como partícipes necesarios y cómplices de una reversión autoritaria sin precedente y de impredecibles consecuencias. ¿Terminará también la Argentina sospechada de fraude y sufriendo otra vez la violencia política, como ocurre ahora en Venezuela? ¿Estará obligada la ciudadanía argentina a seguir recurriendo a las cacerolas frente a la ausencia de un liderazgo responsable que advierta la gravedad y los riesgos de la situación actual?
Ojalá podamos evitar el peor escenario y preservar el frágil marco democrático que aún tenemos. Pero si ése es el caso, será fundamental de una vez por todas debatir y construir, con más razón que pasión, con generosidad, altruismo y verdadera vocación plural, una nueva institucionalidad que reafirme los principios republicanos y democráticos; garantice los bienes públicos y la igualdad de oportunidades y desarrollo para todos nuestros ciudadanos, y vuelva a hacer de la Argentina un faro de progreso y libertad.
Lo hicimos una vez a mediados del siglo XIX y convertimos a la Argentina en una de las gemas de aquella modernidad. Podemos volver a hacerlo si le ponemos, otra vez, fin al aislamiento y las tentaciones personalistas, autoritarias y tiránicas del caudillismo vernáculo.
TRES CACEROLAZOS EN SIETE MESES
El 13-S, el 8-N y el 18-A, tres fechas clave y un mismo reclamo de cambio
18A- Por justicia y contra la corrupción
Una nueva protesta multitudinaria, con fuertes concentraciones en Plaza de Mayo, los alrededores del Congreso, el Obelisco y en el interior del país, volvió a manifestarse portando consignas que aludían a la defensa de la Justicia o el rechazo a la corrupción. La participación de miembros de los partidos opositores, como Elisa Carrió, Pino Solanas y Patricia Bullrich, marcaron una diferencia.
- 13-S, de las redes a las calles
Miles de personas se manifestaron contra el Gobierno con marchas y cacerolazos, inaugurando un novedoso canal de convocatoria: las redes sociales
- 8-N, una multitud en el obelisco
Menos de dos meses más tarde, una multitud volvió a protestar en numerosos puntos del país. Miembros de la oposición apoyaron la iniciativa, pero no participaron.
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«Todo el extraordinario aumento del gasto sólo sirvió para sostener el proyecto político K»
Faltó decir que una parte importante del gasto público se destina a gasto social.
Saludos
Manuel
Sí, pero ese dinero se malgastó. En vez de invertir en mejorar la educación, la salud y la infraestructura, se dio pan y circo.
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