Publicado en La Nación, 29 de julio de 2012
De algún modo, la Presidenta tiene razón: la política no está «tensa», simplemente porque el país carece de sistema político. En su lugar aparecen expresiones personalistas de poder, cuya importancia efectiva varía en función del ciclo económico, los escándalos de corrupción, los rotundos fracasos del Estado para brindar los bienes públicos esenciales y los desatinos discursivos o conceptuales de los funcionarios de turno.En este marco, el poder resulta volátil, la vida política se encuentra plagada de incertidumbre, la popularidad de los políticos fluctúa en consonancia y el país vive en una vorágine de desgaste y escándalos permanentes. Este panorama ilustra la política local mucho antes del advenimiento del ciclo protagonizado por la familia Kirchner, que, sin embargo, reprodujo y acentuó la disfunción histórica que padecen las instituciones políticas en la Argentina. Se trata de la causa que explica la lamentable decadencia cultural, social y económica que caracteriza al país desde hace décadas.
En la Argentina -aún empeñada en parecerse sólo a sí misma o a lo sumo copiar los ejemplos más autoritarios y retrógrados de la región y del mundo- sigue sin debatirse cómo construir un sistema político-institucional basado en el respeto irrestricto a la Constitución, con una plena división de poderes y efectivos mecanismos de frenos y contrapesos que eviten los excesos imperiales en los que suele derivar el hiperpresidencialismo. Tampoco tenemos partidos políticos fuertes y representativos que seleccionen, jerarquicen y canalicen las demandas de la sociedad, constituyéndose en verdaderas escuelas de ciudadanía y liderazgo. Carecemos, también, de mecanismos de transparencia y control de la corrupción y, para peor, en los últimos nueve años hemos construido un aparato estatal tan gigantesco y oneroso como impotente para resolver las cuestiones básicas que reclama la sociedad, como la seguridad y la infraestructura.
Superamos con esfuerzo y dolor la etapa del terrorismo de Estado, pero entramos en otra de nepotismo e ineptocracia. El Estado sigue siendo, por acción u omisión, responsable del miedo y la muerte de muchos ciudadanos, víctimas del crimen o de las trampas mortales en las que a diario se convierten los caminos y las escasas vías férreas del país. Se trata de un Estado puesto al servicio de un proyecto personal de poder y no del interés general, que avanza amenazando los derechos individuales. La sociedad asiste impávida y no reacciona de forma coordinada. ¿Habrá de hacerlo en el futuro?
Los principales actores de la política argentina están a la espera de la profundización del desgaste que ha venido experimentando la Presidenta. Sólo entonces sopesarán vías de acción que busquen alterar el actual equilibrio: hoy los costos de confrontar se perciben mayores a los eventuales beneficios que pueden obtenerse en materia de posicionamiento o reputación. Esto no quita que en muchos casos, incluso los que aún públicamente apoyan a Cristina, están en desacuerdo total o parcialmente con la forma y los objetivos desplegados en su segunda presidencia. Cualquier alternativa real es interpretada como un desplante al alicaído «modelo». De ahí la ferocidad en el ataque a Daniel Scioli y la asfixia financiera al resto de las provincias.
Como consecuencia de un conjunto inesperado de errores no forzados, el Gobierno y la propia Presidenta han experimentado un debilitamiento muy significativo. De hecho, el » Vamos por todo » inicial fue diluyéndose paulatinamente en un contexto en el que la administración nacional fue perdiendo la iniciativa y el control de la agenda. Aparece el fantasma que amenaza con desplazar al legado kirchnerista al variopinto arcón de los fracasos políticos argentinos. ¿Qué ha quedado del menemismo o del alfonsinismo? ¿Qué del frondizismo? ¿Por qué el destino de la experiencia K habría de ser diferente?
Puede argumentarse que las principales causas de este desgaste son la fuerte desaceleración de la economía, que ya está generando problemas de empleo en un contexto de alta inflación y durísimos controles cambiarios; los graves escándalos de corrupción, que involucran a protagonistas o asuntos instalados en los medios de comunicación (como Amado Boudou y la tarjeta SUBE); la multiplicación de casos dramáticos de inseguridad en todo el país, menospreciados por los principales voceros del oficialismo; y la sobreexposición mediática de la Presidenta, quien pretende establecer un contacto directo con los ciudadanos mediante los medios de comunicación, evitando así no sólo las incómodas preguntas de la prensa, sino el proceso de debate sobre políticas públicas que necesariamente debería darse en el Congreso mediante la coordinación con los estados provinciales.
El daño autoinfligido ha producido un claro impacto en la opinión pública. En efecto, la última medición del Indice de Confianza en el Gobierno que elabora la Universidad Torcuato Di Tella advierte que sólo el 10 por ciento cree que el Gobierno está resolviendo los principales problemas de la sociedad. Un 51% opina que no sabe cómo hacerlo. Y un expectante 36% considera que el Gobierno tiene capacidad, pero necesita tiempo para demostrarlo. Este último constituye un segmento clave para entender el futuro del cristinismo: si continúa la tendencia de los últimos meses, llegaremos a las próximas elecciones legislativas con un clima aún más adverso para la actual administración. Si, por el contrario, Cristina lograra revertir de algún modo la erosión que viene padeciendo, podría retomar la iniciativa y encarar el decisivo 2013 con más chances de consolidar su hegemonía.
Si bien las distintas expresiones de la oposición continúan sin poder capitalizar el debilitamiento del oficialismo -como si no lograran aún recomponerse de la contundente derrota de octubre pasado-, dentro del amplio y heterogéneo mundo que siempre ha sido y sigue siendo el peronismo se advierten un conjunto de actitudes y realineamientos hasta hace poco impensables.
Así, al franco desafío protagonizado por Hugo Moyano y sus aliados se le ha sumado ahora el del propio Antonio Caló, principal candidato a liderar la «CGT Balcarce», quien expresó sin matices que nunca le creyó al Indec. Vale decir, considera (él también) que el gobierno nacional manipula los datos oficiales. Más allá de que a esta altura de las circunstancias se trate de una verdad de Perogrullo, el mensaje es contundente: la CGT podrá dividirse, pero de ningún modo se moderará la puja salarial. ¿Será Caló también demandado por Guillermo Moreno, como lo fueron los economistas que se atrevieron a calcular la inflación?
Daniel Scioli resultó inesperadamente favorecido luego de la inusitada asfixia financiera a la que lo sometió el oficialismo. Y José Manuel De la Sota irrumpió en la escena nacional para defender los intereses económicos de Córdoba, en un nuevo capitulo de un viejo pleito que llegó incluso a la Corte Suprema. El resto de los gobernadores han optado por la solidaridad pública (o privada) con sus pares, o por un sugestivo silencio.
La incertidumbre predomina en el terreno político y contagia a una economía convertida en una fuente de problemas complejos y cada vez más costosos para toda la sociedad. Los que deben tomar decisiones de consumo o inversión están temerosos y prefieren extremar la cautela. El Gobierno responde con los instrumentos de siempre: más estatismo, más intervencionismo, más controles.
Nadie sabe cuál será el desenlace del actual proceso político, ni sus tiempos. Lo que sí está claro es que la conformación de instituciones sólidas y la instauración de una cultura genuinamente democrática continúan siendo objetivos que la Argentina se niega a debatir, y de ese modo nunca habrá de alcanzar.