Los fondos que administran las AFP serán materia en el futuro de más retiros, frente a la presión de las contingencias que afectan los ingresos de las familias. Ya está en trámite el segundo retiro Covid y aquel por enfermedad terminal, lo que consagra la pérdida de gobernanza del actual sistema de pensiones. Éste debía solo acumular ahorros y rendimientos para financiar pensiones, lo que quedó cuestionado, paradojalmente, por su carácter individual y porque el primer retiro (aprobado por más de dos tercios del Parlamento contra la voluntad del gobierno) no provocó ninguno de los problemas anunciados por los economistas que han hecho del sistema de AFP un dogma en vez de asumirlo como lo que es: una anomalía en las sociedades modernas.
No habiéndose cumplido ni de lejos la promesa de una tasa de reemplazo de un 70% del salario previo (por el alto costo de administración que esconde utilidades sobrenormales y la inestabilidad del empleo que provoca lagunas previsionales), el sistema de AFP perdió legitimidad. No será incluido para administrar nada del 6% de cotizaciones adicionales que prevé la reforma previsional debatida en el Parlamento. Con los retiros que disminuyen los fondos y sin cotizaciones adicionales, el sistema de pensiones basado exclusivamente en capitalización individual ya no es viable. Deberá resignarse a salir del corazón del sistema de pensiones y constituirse, como en muchas otras partes del mundo, en un sistema de ahorros complementarios y voluntarios.
Pero persistirá un grave problema en la sociedad chilena: ya dos millones de cotizantes quedaron sin recursos para la pensión autofinanciada y más quedarán en el futuro con nada o muy poco. Esto obligará a millones de personas adicionales a acudir a la pensión básica o a los aportes solidarios, financiados con impuestos. Lo sensato es que esos impuestos los paguen las personas del promedio hacia arriba de la distribución de ingresos y no los más pobres. Por ello, exceptuar de pagar impuestos a las personas de mayores ingresos que retiran fondos no tiene ningún sentido desde el punto de vista de la equidad. Y tampoco si se considera el mayor esfuerzo que deberá realizar la sociedad chilena para financiar las pensiones solidarias. En efecto, habrá que extenderlas desde el actual 60% de las familias a una cifra lo más próxima posible al 100% de la población mayor de 65 años, como en Nueva Zelandia, además de aumentar su monto. Esa deberá ser una prioridad de cualquier gobierno futuro.
Permitir a las personas cesantes o endeudadas que salgan de la desesperación económica usando sus ahorros de las AFP es un recurso de última instancia, aunque hubiera sido mucho mejor que se recurriera a los ahorros y endeudamiento del Estado para financiar un Ingreso Familiar de Emergencia más prolongado y al menos en la línea de pobreza. Y un más amplio seguro de cesantía. Pero en julio se permitió que para las personas que no necesitan el retiro, éste se transformara en una posibilidad de inversión en ahorro previsional voluntario, con un premio tributario. Regalarles dinero público a las personas de más altos ingresos no parece ser exactamente la mejor política. Fue un error, que es de esperar se corrija en el segundo retiro.
El futuro sistema deberá sostenerse mediante cotizaciones obligatorias para pagar pensiones según la historia laboral, con un monto base que corrija la discriminación de género y lagunas y con un fondo de capitalización colectivo como reserva frente al cambio demográfico y factor de ahorro doméstico. Pero una parte importante de ellas será de cargo fiscal. Esto obliga a fortalecer el impuesto progresivo a los ingresos en vez de debilitarlo.