En el pasado plebiscito, el país decidió darle sepultura a la Constitución de 1980 e ilusionarse con el nacimiento de una nueva criatura aún no fecundada, la que —se espera— debiera traer paz y armonía a nuestras casas y a nuestra sociedad. La criatura tiene dos órganos delicados: una nueva distribución del poder del Estado y el ensanchamiento de los derechos sociales.
Ambos temas exigen analizar —algo que ha escaseado— la salud del actual Estado chileno y su posible destreza para enfrentar las expectativas del futuro.
Ideológicamente, se escuchan todavía las dos posturas extremas frente al rol del Estado, incompatibles entre sí, aunque coincidentes en la nostalgia. Los que quisieran reducir los múltiples tentáculos del Estado a su mínima expresión, propio de una visión decimonónica, y los que propugnan un Estado omnipresente, proveedor de bienes y servicios, cercano al fallido dirigismo del siglo pasado. Intuyo, sin embargo, que la mayoría quiere algo que equilibre el poder del Estado con el poder privado y contrapese las fallas que pueden provenir de uno u otro lado. Ese Estado debiera tener la capacidad para desplegarse con eficacia y eficiencia, y servir a las personas y no al revés, evitando capturas de facciones políticas, sindicatos o grupos económicos.
La distribución de poder es un asunto complejo, y el actual desorden del Estado se constata con un vistazo a cualquier periódico o noticiario. El ejecutivo se ha ido mostrando desorientado y poco empoderado, incapaz de anticipar y ajustar las instituciones a los requerimientos de los tiempos. Los políticos, asilados en el Congreso y carcomidos por la ansiedad, olieron hace rato esta debilidad, y han ido ocupando espacios, como lo demuestra la iniciativa del retiro del 10% de las AFP, cuya segunda parte debilita una solución de largo plazo. Por su parte, el poder judicial ha estado activo, motivado por leyes con vacíos e inconexiones y ante la ausencia de políticas públicas declaradas y efectivas. Amparados en principios jurídicos constitucionales, proclaman derechos, sin contar necesariamente con una visión general y económica de lo que está en juego.
El actual Estado chileno se podría visualizar como una camioneta con chasis de carretón. Cumple y es fiel, pero se estropea de tanto en tanto y no soporta mucho peso.
Es evidente la lógica de silos y de falta de coordinación que aqueja al Estado, así como su rudimentaria digitalización y su precaria política de recursos humanos, la que le ha impedido generar un cuerpo burocrático estable y políticamente neutral, como lo he anotado en columnas anteriores.
Como botón de muestra de evidentes señales de averías, se puede mencionar el reciente bochorno del bono de la clase media, los hackeos al BancoEstado y a la clave única y la impericia del aparato público para sancionar el vandalismo y controlar el orden público.
El bono de la clase media fue aprobado por ley y buscaba traspasar hasta $500.000 a quienes hubiesen disminuido sus ingresos drásticamente, en base a información provista por el propio solicitante, que incluía una declaración jurada de cumplimiento de requisitos. Luego de la revisión de rigor, pero una vez transferidos más de US$ 200 millones en exceso, la autoridad detectó que alrededor de 400.000 personas —un 10% de ellos, empleados públicos—, no cumplían los requisitos legales. La ANEF responsabilizó al gobierno de turno, mientras que un diputado pedía un perdonazo y otros, una amnistía. El jefe del órgano persecutor amenazaba con balas penales —como si fuesen invencibles—, y distinguía entre solicitantes de alto nivel o recursos y quienes carecían de ellos, algo que no aparece en la ley. El contralor, por su parte, se esforzaba en formular alambicadas interpretaciones para salvarle el pellejo a quienes tiene que fiscalizar.
Me temo que lo más delicado está por venir. Esa camioneta no va a resistir el peso de la carga que se le quiere hacer transportar. La nueva Constitución no va a convertir la camioneta en camión por arte de magia, aunque sea redactada por mentes preclaras y bienintencionadas. La tinta, por desgracia, no tiene ese poder.
Así las cosas, sería razonable partir analizando el camión que podríamos aspirar a construir, para después seleccionar la carga que debiera poder transportar. En esa línea, hay que rediseñar el Estado —pega de ingeniería mayor y no de gasfitería— y ver cuáles son las reformas estructurales que se requieren.
Quizás de esta manera podríamos volver a aspirar al desarrollo y a vivir en una sociedad más justa, evitando que esta oportunidad que tenemos —que surge gracias a la riqueza acumulada por las políticas responsables seguidas en los últimos 40 años— acabe en una gran borrachera de un par de años de duración, al final de la cual despertemos pobres, divididos, fracasados, endeudados y, por cierto, arrepentidos.