¿Fumigar para disminuir masacres?

Por María Alejandra Vélez (@MajaVelez) y Camilo Erasso[1]

El caso de la política de drogas en el mundo, y en particular en Colombia, es un ejemplo claro, y dramático, de cómo la evidencia científica y académica no han logrado permear el diseño y la implementación de la política pública. Salvo el caso del cannabis donde ya soplan vientos de reforma a nivel global, en términos generales, y para el caso de la cocaína, seguimos con el mismo mantra de criminalizar la producción y el consumo; en lugar de abordarlos como problemas de desarrollo rural y salud pública, respectivamente. La política de drogas, como ya lo decía en otros espacios, es como una bicicleta estática: pedaleamos y pedaleamos sin llegar a ningún lado, pues dentro del marco actual de la prohibición, mientras haya demanda, alguien en algún lugar se las arreglará para proveer la oferta. Ahora, dentro de este marco prohibicionista hay políticas con peores resultados que otras.

La reciente discusión en Colombia sobre la relación entre fumigaciones y masacres no puede ser más ilustradora de este divorcio entre política y evidencia científica. En el debate público en Colombia, en los últimos meses, no solo contamos los contagiados y muertos por el COVID-19. También contamos las víctimas de las recientes masacres. No es la primera vez que lo hacemos, pero en años recientes parecía que teníamos un respiro y, de repente, comenzó una sensación de que volvimos al pasado. Con el encierro, las noticias se concentran en número de muertos.

Es en este contexto donde el Ministro de Defensa del Gobierno Duque en Colombia hace múltiples declaraciones con la misma propuesta:

“En las condiciones de hoy, reiniciar la aspersión aérea es absolutamente indispensable porque su reiniciación tendrá además un resultado positivo en este asunto de los homicidios colectivos que tienen indignado al país”

Detrás de esta propuesta hay implícitas al menos dos ideas: 1. la Aspersión aérea disminuye los cultivos de coca y 2. Los cultivos de coca aumentan las masacres.  Para que la fumigación con glifosato tenga efectos positivos en la reducción de masacres, 1 y 2 se tienen que cumplir, pero francamente no encontramos evidencia alguna para sustentar estas ideas a nivel nacional ni regional.

El primer punto ya se ha discutido ampliamente, así que aquí resumo los principales argumentos. La fumigación aérea con glifosato, un herbicida utilizado en la agricultura en Colombia y otros países de la región, no parece ser costo efectivo en la lucha contra el narcotráfico. Se deben asperjar grandes áreas para erradicar 1 hectárea de coca, y se estima que para eliminar 1 hectárea es necesario asperjar al menos 33 hectáreas adicionales. El efecto dura unos cuantos meses, pero los campesinos pueden volver a cosechar; luego, los efectos a largo plazo son muy cuestionables. El costo de retomar la fumigación se calcula en aproximadamente 72 millones de pesos por hectárea, lo cual es casi el doble que otras alternativas como la sustitución voluntaria. El porcentaje de resiembra con erradicación forzada es de 35 %,  mientras que los resultados del aún incipiente plan nacional de sustitución (PNIS) muestran apenas un 0.2% de resiembra. Además, la fumigación aérea ataca al eslabón más débil de la cadena y no afecta las finanzas de los narcotraficantes, quienes rápidamente encuentran dónde conseguir este insumo para la producción de cocaína, pues la siembra se desplaza a otras regiones incluyendo zonas estratégicas en términos ambientales (lo que se conoce como el efecto globo).

Años de fumigación no lograron erradicar por completo los cultivos ilícitos y adicionalmente, según la evidencia disponible, los riegos en salud y para el medio ambiente no son bajos ni mitigables. De hecho, el glifosato está clasificado, como “probablemente cancerígeno” desde el 2015 por la Agencia Internacional para la Investigación del Cáncer de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y, por esto, varios países han prohibido su uso para agricultura. Algunos de los hallazgos destacan el aumento en la probabilidad de generarse Linfoma Non-Hodgkins y otros reportan incrementos en la mortalidad infantil en poblaciones que habitan cuenca abajo de zonas que utilizan glifosato en los cultivos de soya en Brasil. Un metaanálisis reciente, publicado por el Centro de Derechos Reproductivos y el Grupo de Epidemiología y Salud Poblacional de la Universidad del Valle advierte que la exposición al glifosato tiene efectos en la fertilidad humana y salud reproductiva. También se han documentado efectos nocivos para el medio ambiente como la reducción de los hábitats de reproducción y crianza de mariposas, y efectos en peces y anfibios.

En la erradicación aérea se utiliza una dosis de 10,4 litros/ha, la cual es 3 veces mayor al promedio utilizado en la agricultura (Resolución 0099 de 2003); con lo cual, aumentan las preocupaciones sobre sus eventuales efectos. Por ejemplo, Daniel Mejía y Adriana Camacho en una evaluación de impacto sobre los efectos en salud de la erradicación aérea concluyen que su exposición incrementa el número de consultas médicas sobre problemas respiratorios, dermatológicos y aumenta el número de abortos espontáneos.

Con toda esta evidencia, la verdad es que no se entiende cómo justificar su uso para erradicar cultivos ilícitos y cómo no acogerse al principio de precaución, si de lo que se trata es de construir la legitimidad del Estado en los territorios cocaleros, donde históricamente ha estado ausente.

Ahora, sobre el segundo punto: La correlación espacial entre presencia de cultivos de coca y masacres no es evidente. Nadie duda de que el narcotráfico ha sido un motor de la violencia en el país a lo largo de la historia, pero la presencia de los cultivos de uso ilícito no coincide espacialmente con todas las masacres ocurridas a lo largo de este año como lo muestra el mapa a continuación:

Mapa 1: Distribución espacial de masacres y cultivos de coca en municipios y subregiones PDET de Colombia para el 2020. Basado en datos de Indepaz, Agencia de renovación del Territorio y Ministerio de Justicia y del Derecho.

Estas masacres pueden estar también relacionadas con regiones o corredores estratégicos para el tráfico de cocaína (pero donde no hay cultivos) o pueden ser áreas de disputa de diferentes grupos armados ilegales. También es posible que las mascares respondan a dinámicas de grupos criminales que se lucran de otros mercados ilegales, incluyendo minería de oro, tráfico de armas, acaparamiento de tierras, etc. La desmovilización de las FARC dejó vacíos de poder y control territorial que, en ausencia de la presencia estatal, otros grupos y bandas entraron a ocupar, incluyendo las disidencias.

En la gráfica 1 se compara la evolución del área de cultivos de coca, erradicación manual y aspersión aérea, así como de las víctimas por homicidios totales y homicidios múltiples, para algunas subregiones PDET durante el periodo 2010 hasta lo corrido del 2020. Esta gráfica resalta la intensidad de cada una de estas variables, independiente del área de cada región o de su número de habitantes, y por eso considera las cifras en valores absolutos. Cabe resaltar que los valores de homicidios no incluyen las personas muertas en procedimientos de seguridad del estado. Asimismo, los homicidios múltiples son aquellos en los que fueron asesinadas 3 o más personas, que ocurrieron en un mismo lugar y a la misma hora, y que tienen en cuenta servidores de la Fuerza Pública. Estos valores pueden llegar a sobrevalorar las cifras oficiales de homicidios colectivos, pues en la base pública de SIEDCO no es posible diferenciar si las víctimas estaban en estado de indefensión o si el homicidio fue cometido por los mismos autores, entre otros.

Gráfica 1: Evolución de cultivos de coca, erradicación manual, aspersión aérea, víctimas por homicidios totales y homicidios múltiples de las subregiones PDET desde el 2010 hasta el 5/09/2020. Realizado con datos del SIDCO – Observatorio de Drogas de Colombia, SIEDCO – Policía Nacional y Agencia de Renovación del Territorio.

 

De esta gráfica se observa por ejemplo que la subregión Catatumbo, si bien es la que tiene más hectáreas sembradas con coca al 2019, producto de un aumento reciente en los últimos años, su número de víctimas en homicidios u homicidios colectivos se han mantenido estables y no son los más altos comparadas al resto de las subregiones. Lo contrario sucede con Alto Patía y Norte del Cauca, y Bajo Cauca y Nordeste Antioqueño, quienes, a pesar de tener la mayor cantidad de víctimas por homicidios u homicidios colectivos en los últimos años de este periodo, estos no coinciden necesariamente con un aumento en los cultivos de coca y de hecho no son las regiones con más coca. En el Bajo Cauca y Nordeste Antioqueño llama la atención que es una de las regiones con más hectáreas erradicadas de forma manual en los últimos años. Por otra parte, la subregión de Arauca como el caso contrario a todos los anteriores, presenta niveles casi nulos de siembra de coca durante todo el periodo observado, con un pico de víctimas de homicidios múltiples alrededor del 2013 que tiene que ser explicado por otros factores a la coca.

Pacífico y Frontera Nariñense es la subregión que reúne todas las problemáticas: niveles altos de violencia y cultivos de coca, sobre todo hacia el final del periodo. Además, esta subregión también reúne las aparentes soluciones: fuerte erradicación aérea alrededor del 2011 y erradicación manual a partir del 2016, ninguna de las dos, con un efecto claro en la reducción de homicidios múltiples o reducción de cultivos de coca.

Por lo tanto y como lo resumen estas gráficas, no coinciden necesariamente, ni el aumento de homicidios con el aumento de cultivos de coca, ni las zonas más violentas con la presencia de cultivos de coca como también lo discute Juan Carlos Garzón de  Fundación Ideas para la Paz (FIP) en análisis previos. Esta relación varía a nivel regional e influye si es un territorio en disputa por diferentes grupos armados o criminales (donde seguramente aumenta la violencia) o si es un territorio dominado por un grupo, donde no necesariamente aumenta la violencia.

Reducir entonces las masacres a la presencia o no de cultivos ilícitos es simplista y desconoce las dinámicas históricas y la vasta heterogeneidad regional. No hay un patrón claro entre “homicidios colectivos”, como los denomina el gobierno, cultivos de uso ilícito y erradicación forzada como lo muestran las gráficas para diferentes regiones del país, tampoco es claro el patrón a nivel nacional. De hecho, en ciertas regiones, la instalación de la mesa de diálogo con las FARC y el cese al fuego, puede explicar parte de la disminución de los homicidios colectivos y el aumento de las hectáreas cultivadas de coca.

La intervención de política pública entonces tiene que ser más compleja que fumigar los cultivos de cientos de familias campesinas que no cometieron las masacres, sino que de hecho pueden haber sido víctimas de algunas de estas.  La situación de las regiones PDET demanda una respuesta integral por parte del Estado, que involucra la provisión de bienes públicos básicos para sus ciudadanos incluyendo seguridad.

En este evento sobre “Masacres, narcotráfico y ordenes locales”, organizando por el Centro de Estudios sobre Seguridad y Drogas (CESED) de la Universidad de los Andes, discutiremos con más profundidad las posibles hipótesis alrededor del reciente aumento de masacres en el país y las posibles intervenciones de política pública en estas regiones afectadas históricamente por la violencia y el olvido estatal.

[1] Vélez es profesora de la Facultad de Economia y directora del Centro de Estudios de Sobre Seguridad y Drogas (CESED), Erasso es asistente de investigación del CESED.