La lucha contra la desigualdad en la era de la COVID-19

Después del África Subsahariana, América Latina y el Caribe es la región más desigual del mundo, y la desigualdad del ingreso está empeorando como resultado de la pandemia de la COVID-19. Debido a los efectos a largo plazo que se prevé tendrá esta pandemia, es probable que la desigualdad siga empeorando durante muchos años si no se adoptan las políticas adecuadas.

Esto sería una tragedia para una región donde, entre 2000 y 2018, como resultado del auge en los precios de las materias primas, la pobreza disminuyó sustancialmente y la clase media creció del 23% al 38% de la población. Marcaría un fuerte retroceso en países donde muchos creían que sus vidas estaban mejorando pero donde nueve de cada diez personas todavía opinan que la distribución del ingreso es injusta.

La pandemia de la COVID-19 se ha cobrado más de 260.000 vidas y ha sumido a la región en una profunda recesión. Actualmente, el agravamiento de la desigualdad como resultado de la pandemia representa una amenaza para la estructura de las sociedades de la región, para las perspectivas de los pobres y la clase media y para las posibilidades educativas y profesionales de decenas de millones de jóvenes. Amenaza con erosionar la confianza entre los ciudadanos y el sentido de propósito común necesario para el progreso, aspectos de la sociedad que ya eran débiles antes de que golpeara la crisis.

El nuevo informe del BID “La crisis de la desigualdad” analiza la desigualdad de la región desde diferentes ángulos y las reformas necesarias para que disminuya. Pone el acento en la necesidad de que los gobiernos gasten mejor, mejorando la focalización de los programas sociales para ayudar a los que más lo necesitan. Deben embarcarse en reformas del mercado laboral para ampliar las redes de seguridad a todos los trabajadores. Y tienen que proteger a los jóvenes, implementando políticas que impidan la deserción escolar durante e inmediatamente después de que la pandemia se atenúe. Las medidas a medias no servirán. La región necesita un contrato social nuevo y más incluyente.

Actualmente en América Latina y el Caribe, el 10% más rico de la población gana 22 veces más que el 10% más pobre y el 1% más rico posee más del 20% del ingreso nacional, es decir, el doble del promedio en el mundo industrializado. Las mujeres ganan considerablemente menos que los hombres y los afrodescendientes y población de origen indígena ganan mucho menos que el resto de la población. Además, los impactos de la desigualdad comienzan temprano en el ciclo de vida de los latinoamericanos y caribeños. La educación privada y otras oportunidades de las que disfrutan los ricos generan una gran brecha de habilidades, de modo que los niños de la quinta parte más rica de la población a los 15 años tienen el equivalente en habilidades de dos años más de educación que la quinta parte más pobre. Esto les brinda posibilidades mucho mayores de tener un empleo de calidad en el mercado laboral formal, y perpetúa la desigualdad y la pobreza a lo largo de las generaciones.

Los gobiernos han adoptado medidas de confinamiento y distanciamiento social estrictas durante la pandemia, que se han traducido en golpes más duros para los trabajadores de baja cualificación que no han podido teletrabajar desde casa, entre ellos, los que trabajan en el comercio minorista, la construcción y el sector de la restauración. Una encuesta reciente del BID y la Cornell University muestra que una persona en un hogar pobre tiene tres veces más probabilidades de haber perdido su empleo como resultado de la pandemia que una persona en un hogar de ingresos altos. Puesto que la mayoría trabaja en el sector informal, los trabajadores de baja cualificación también suelen carecer de un seguro de salud y desempleo que mitigaría el golpe de una pérdida del empleo.

Los niños pobres son los que han sido golpeados con más dureza. Los estudios sobre el cierre prolongado de las escuelas debido a las huelgas de los docentes muestran que es probable que los alumnos afectados acaben con menos años de escolaridad, una graduación más tardía de la escuela secundaria y una mayor probabilidad de ganar salarios bajos o no tener un empleo en la edad adulta. Los niños de antecedentes socioeconómicos más bajos sufren las pérdidas de aprendizaje más grandes.

Durante las últimas dos décadas la cobertura de salud y educación entre los pobres se amplió mediante transferencias monetarias condicionadas. Y la pobreza entre las personas de edad avanzada se redujo mediante la ampliación de las pensiones no contributivas. Sin embargo, el tejido social de la región sigue fracturado. Dado que las clases medias y altas renuncian a los servicios públicos, se observa una fuerte segmentación de clase. En la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económico (OCDE), para citar un ejemplo, un alumno del 20% superior de la distribución del ingreso tiene 2,8 veces más probabilidades de interactuar en la escuela con un alumno del mismo nivel de ingreso que un alumno del 20% inferior de interactuar con alumnos del nivel superior. Esta ratio en América Latina es de 6,5, y en países como Chile y Perú ronda el 10. Esto tiene que ser rectificado. La calidad de la escuela tiene que mejorar para llevar nuevamente a las clases medias y altas de vuelta a la educación pública y a otros servicios públicos a los que han renunciado.

Hay otras reformas que son esenciales. América Latina y el Caribe tiene un registro notablemente malo cuando se trata de corregir la desigualdad mediante los impuestos y el gasto público. El sistema tributario está sesgado a favor de los impuestos indirectos, como los impuestos al valor agregado, y es regresivo debido a la evasión tributaria. El sistema de pensiones cubre a numerosas personas que contribuyen a sistemas de reparto pero que entran y salen del empleo formal durante sus vidas y no son elegibles cuando llegan a la edad de jubilación para una pensión. Y la región gasta la mitad en políticas sociales en relación con su PIB con respecto a los países de la OCDE.  Por consiguiente, los países de la OCDE son casi ocho veces más eficientes que los países de la región en lo que se refiere a la reducción de la desigualdad a través de la política fiscal.

Es necesario abordar estos problemas, como es necesario abordar la situación de casi uno de cada dos trabajadores que trabajan en el sector informal y que en su gran mayoría carecen de seguro de salud y desempleo. Es necesario crear redes de seguridad que protejan a todos los trabajadores, independientemente del tipo de empleo que tengan.

Nada de esto será fácil. El espacio fiscal es extremadamente reducido. Los gobiernos tendrán que priorizar programas y reformas dependiendo de su capacidad de gasto y su capacidad de luchar contra la evasión fiscal e implementar subidas de impuestos en la parte alta de la distribución del ingreso. También se requerirán reformas en profundidad en el mercado de productos y el mercado laboral para generar un contexto de negocios más dinámico. La región debe iniciar una fuerte reactivación que recupere los empleos productivos del sector formal destruidos por la pandemia.

Pero es urgente pasar a la acción. Las pandemias son pruebas de estrés que revelan debilidades de las sociedades y sus economías. Como se ha visto por las protestas que estallaron el año pasado en América del Sur debido a problemas sociales, las frustraciones por la desigualdad difícilmente se deben sólo a la crisis de la COVID-19. Sin embargo, la pandemia ha puesto de relieve la tremenda desigualdad de la región y ha contribuido a un empeoramiento del problema. Las reformas deben abordar estos aspectos. La región debe trabajar para forjar sociedades cohesionadas donde las oportunidades para progresar y para una vida mejor estén al alcance de todos los ciudadanos y para que todos se sientan parte de un proyecto común digno de su esfuerzo.

Publicado originalmente en Ideas que Cuentan, el blog del Departamento de Investigación del BID.