La reseña biográfica dirá que Javier Finkman, fallecido a los 54 años, estudió economía en la Universidad de Buenos Aires (UBA), trabajó como investigador en el CEDES, fue profesor de Mercado de Capitales de grado, profesor de Finanzas de posgrado en la carrera de Economía de la UBA y profesor visitante en la Universidad Di Tella. Y que desde 1996 trabajaba en el banco HSBC, donde fue economista jefe para la Argentina y jefe de Estudios para Sudamérica. La reseña también dirá que fue un profesor admirado y querido y un economista financiero de referencia internacional, muchas veces reconocido por la industria financiera como el mejor en su área.
Quienes lo conocimos de cerca sabemos que este escueto currículum dista de hacerle justicia a la riqueza de sus ideas y a su contribución al debate económico en el país.
Antes de enseñar política monetaria y finanzas, campos que dominaba en la teoría y en la práctica como ninguno, Javier fue profesor de epistemología en la carrera de Economía de la UBA (¿hay indicio más claro de un pensamiento crítico que un macroeconomista que empieza por cuestionar sus propios axiomas y teorías?). Su pasión por confrontar los orígenes de lo que en la práctica cotidiana (o incluso en la academia) damos convenientemente por sentado, fue el motor de sus lecturas, así como el de algunas de las columnas que escribió para LA NACION .
Con el heterónimo Miguel Olivera (elegido en honor a dos economistas que admiraba) encontró la libertad de la imparcialidad para comentar y difundir el trabajo de otros, admirados o no, o para inaugurar la blogósfera económica argentina con el sitio Exabruptos, nombre con el que se convirtió en un referente respetado a ambos lados de la grieta de Twitter. Con esta segunda personalidad fue construyendo silenciosamente un personaje inusual en la profesión: el del polemista informado y objetivo, el estudiante crónico, el economista intelectual en el mejor sentido del término. Usó el humor, la pregunta retórica y la ironía no para la agresión o el libelo, sino para mover al otro al mismo plano de permanente interrogación en el que él había decidido ubicarse.
Javier padecía y ejercitaba su insomnio: fue un gran curioso y un lector obsesivo sin fronteras temáticas, a contrapelo de los desórdenes de atención que sufrimos algunos de sus colegas (afuera quedaba la ficción, salvo por las recomendaciones literarias de Tasas Chinas, que se esmeraba en seguir o en hacernos creer que lo hacía). En una entrevista de hace años al ficticio Miguel Olivera, Javier listaba algunos de sus autores preferidos, todos fuera del mainstream: Schelling, Fisher, McCloskey, Taylor, Díaz Alejandro. «Keynes es una revolución. Friedman, una restauración. El economista que no lee a ambos es un economista berreta,» decía en la misma entrevista. Alguna vez el diario Crítica publicó columnas firmadas por Olivera e ilustradas con la foto de un señor adusto y constipado, una foto que Javier había tomado prestada de internet para darle un rostro a su alter ego.
Javier no solo pensaba y dialogaba a través de la grieta tribal de escuelas y políticas; también unía generaciones, liderando encuentros con economistas jóvenes y manteniendo la mente abierta con humildad y genuino amor por el aprendizaje. Tal vez ayudó para este rol el hecho de que Javier haya sido un luchador incansable, un sobreviviente desde que un trasplante a temprana edad le dio una sobrevida que él abrazó con coraje. Y una persona íntegra, un socio indulgente siempre dispuesto a escuchar y asistir y un amigo entrañable para a quienes tuvimos la suerte de tenerlo cerca.
¿Puede un pensador sin opus dejar una marca indeleble entre quienes lo frecuentan? La influencia, sobre todo la duradera, tiene canales misteriosos. Pero me animo a afirmar que la memoria de Javier Finkman nos acompañará siempre a quienes tuvimos el privilegio de conocerlo. Y nos hará mejores.