Chile despilfarra talento. El hecho está en el centro de nuestra desigualdad. Las familias vulnerables lo viven a diario, pero las secuelas van más allá: cerca del 50% de los adultos es analfabeto funcional y 60% posee a lo más competencias numéricas básicas. ¿Desarrollo económico a partir del capital humano? Sin cambios, una fantasía local. ¿Qué hacer? Poner los recursos en educación donde mayor sea el retorno social. ¿La oportunidad? Bastan dos dedos de frente para saber dónde intervenir para aplacar el drama nacional.
¿Cuánto talento despilfarramos? Veamos un ejemplo. Cerca de 250 mil estudiantes cursaban 4° básico en 2007 (Simce). Ocho años después, solo el 44% rindió la PSU (diciembre 2015). Es decir, casi la mitad repitió cursos, desertó antes de 4° medio o simplemente no tuvo interés en la educación superior al egresar. Sea cual sea el caso, la conclusión es clara: miles se pierden antes de llegar a la universidad.
Y la educación pública contribuye a la desgracia. Entre quienes a los 9 o 10 años asistían a colegios municipales en 2007, el 53% no rindió la PSU en 2015. ¿Y si el ingreso de la familia estaba en los niveles más bajos? La cifra llega al 59%. ¿Y si además el niño o niña asistía a un establecimiento en una comuna pobre? Esta puede superar el 64%. Así, la suerte parece echada temprano: de cada 100 estudiantes vulnerables de 4° básico en colegios públicos de comunas pobres, cerca de 60 no entran en la competencia por la mejor educación superior.
Los números obligan a poner en perspectiva la efectividad y cuantía de los recursos fiscales en educación. Por ejemplo, la subvención que recibe un alumno prioritario en establecimientos autónomos durante toda su etapa escolar está en torno a los $15 millones (2016). Entonces, desde 1° básico a 4° medio, ese estudiante recibe en promedio $1,2 millones desde el Estado cada año. Insuficiente, dados sus retrasos. Si a esto se agregan las urgentes necesidades en preescolar, pocas dudas quedan respecto de dónde poner los esfuerzos públicos para frenar el derroche de talento local: mucho antes de la universidad.
Pero no todos son sensibles a esta realidad. En 2017 se destinaron más de $670.000.000.000 en subsidio a la gratuidad de educación superior, lo que implica que cada beneficiario recibió, en promedio, un aporte público equivalente a $2,5 millones anualmente. La suma es cuantiosa, pero ahora se demanda más. Se pide la extensión del beneficio a los talentosos universitarios que repiten ramos y atrasan sus estudios. No hacerlo, se argumenta, sería «cruel», pues perjudicaría a los «más vulnerables». ¿En serio? ¿Más subsidios para quienes, de aprovechar la oportunidad, ganarán más? Un despropósito total.
Los recursos son siempre escasos y hay que priorizar. Ante la realidad del país, para todo niño o niña de familia modesta en una escuela pública, una nueva extensión de la gratuidad solo sumaría a la crueldad nacional. Por favor, terminemos con el injusto despilfarro, no más gratuidad.