Trayectorias, sueños y expectativas de los jóvenes colombianos en zonas en conflicto

Los retos a los que se enfrentan los jóvenes entre los 15 y 24 años son inmensos. Esta etapa crítica, de transición y toma de decisiones, determinará sus trayectorias de vida. Si a estos retos se le suman las restricciones económicas y sociales que enfrentan una proporción importante de jóvenes en América Latina y que explican sus altas tasas de deserción, desempleo, informalidad, embarazo adolescente y la probabilidad de ser catalogado como nini (ni estudia, ni trabaja), se convierte en realidad en una etapa abrumadora. No sorprende por tanto que los jóvenes hayan sido un tema recurrente en entradas anteriores en este blog (Argentina, Chile, Colombia) sino que además sean el foco de investigaciones regionales recientes como la del Banco Mundial o la de Millennials de EspacioPúblico-IDRC-BID.

El conflicto armado que hemos sufrido en Colombia por cerca de 55 años, ha impuesto en los jóvenes colombianos dificultades adicionales desconocidas para investigadores y hacedores de política en el país. En un esfuerzo por llenar este vacío y aportar a la discusión informada acerca del tipo de políticas sociales que deberían implementarse alrededor de este grupo etario, un equipo multidisciplinar financiado por la Fundación Ford y el IDRC – en donde participamos, entre otros, Juan Guillermo Bedoya, Sandra García, Fabio Sánchez y Lina María Sánchez – llevamos a cabo una caracterización de las trayectorias de desarrollo de jóvenes residentes en las zonas de conflicto. Para ello, nos basamos inicialmente en datos administrativos censales relacionados con educación y trabajo, que nos permitieron actualizar y complementar bases de datos ya existentes en el país como la del proyecto de Movilidad Social a través de la Educación (García et al, 2015) y entender cómo se diferencian los jóvenes en estos dos aspectos de acuerdo a su exposición a la violencia. A pesar de la riqueza de estos datos administrativos, información relacionada con el acceso a educación superior, el tipo de trabajo que realizan estos jóvenes incluyendo el sector y la actividad en la que trabajan, sus sueños y expectativas educativas y laborales, información respecto a sus decisiones de estado civil y fecundidad e información detallada acerca de sus habilidades socioemocionales y de salud mental no existían en el país. Para subsanar este vacío la investigación diseñó, implementó y analizó una encuesta representativa de 2.300 jóvenes entre los 15 y 24 años residentes en los municipios más violentos del país. Adicionalmente, esta información se complementó con un trabajo cualitativo extenso que incluyó entrevistas y grupos focales aplicados a un total de 65 jóvenes residentes en estos mismos municipios.

Aunque no es posible resumir en este espacio todos lo resultados encontrados en la investigación, concentraré la atención en cinco puntos. El primero es el alto nivel de violencia al que han tenido que enfrentarse estos jóvenes. La encuesta revela que el 61% de los jóvenes que viven en los municipios históricamente más violentos en Colombia se han visto afectados, directa o indirectamente, por algún evento como amenazas, asesinatos, secuestros, extorsiones o desplazamiento. Si restringimos la afectación de los hechos violentos al círculo cercano de los jóvenes (ellos mismos, padres biológicos, padrastro, madrastra, hermanos, hermanastras, hijos o pareja), encontramos que 43% reportan al menos un hecho violento entre alguien de su círculo cercano. Esta afectación es significativamente mayor entre los jóvenes hombres que pertenecen a algún grupo étnico o que viven en el sector rural de los municipios.

Los siguientes cuatro puntos tienen que ver con cómo esta victimización está negativamente correlacionada con las trayectorias de vida que están forjando los jóvenes desde esta corta edad.  Los resultados revelaron que, congruente con evidencia causal previa a nivel nacional e internacional, las tasas de deserción de jóvenes residentes en municipios históricamente afectados por el conflicto son mayores que las del resto de jóvenes del país. Sin embargo, dos resultados alentadores fueron encontrados alrededor de este tema. Primero, la brecha en deserción entre estos dos grupos ha disminuido en los últimos años, particularmente luego del año 2012, año que coincide con el inicio del proceso del acuerdo de paz con las FARC. Esta reducción se ha dado, para los niveles de educación básica primaria y secundaria, mas no en educación media. Segundo, la gran mayoría de los jóvenes residentes en estas zonas quisieran continuar estudiando y de hecho sueñan con alcanzar la educación superior: 67.5% aspiran alcanzar educación universitaria y 22.7% educación técnica o tecnológica.  Además, son relativamente optimistas frente a sus sueños al reportar que con un 80% de probabilidad creen que efectivamente la alcanzarán. Teniendo en cuenta que la tasa de graduación de la media en Colombia apenas supera el 50%, sus sueños educativos resaltan que la mayor deserción que presentan estos jóvenes no es por falta de interés o por considerar que la educación no es importante. De hecho, de acuerdo con lo reportado por ellos mismos, la razón principal por la cual no están estudiando es por no contar con los recursos financieros para hacerlo.

Consecuente con lo anterior, los análisis demostraron que los jóvenes residentes en zonas de conflicto, además de entrar a participar a los mercados laborales desde más temprana edad, lo hacen con tasas de formalidad entre 3 y 4 veces menores a la de jóvenes habitando en otros lugares del país. Aunque no es posible entender cuál es el mecanismo detrás de esta participación laboral, los datos de la encuesta sugieren que es posible que al haber sido víctimas del conflicto, hayan sufrido pérdidas humanas y materiales que hayan forzado a que estos jóvenes deban entrar al mercado laboral para apoyar a sus familias económicamente. En efecto, los jóvenes encuestados que fueron víctimas reportan con mayor probabilidad la necesidad de dinero en su casa como una de las razones para trabajar y explica también porque los jóvenes víctimas de cualquier tipo de violencia directa que no trabajan, tienen mayor probabilidad de estar buscando trabajo.

Estos impactos en participación laboral se concentran, sin embargo, desproporcionadamente en los hombres. Para las mujeres, en cambio, tener que estar a cargo del cuidado de un niño o adulto mayor son mencionados como una de los principales motivos detrás de sus decisiones de ni estudiar ni trabajar, y explican a su vez por qué mientras el 20% de los hombres en la muestra son ninis, este porcentaje sube al 35% cuando se analizan a las mujeres. Estas diferencias son notorias al analizar los datos de fecundidad que muestran que casi una de cada dos jóvenes entre los 15 y 24 años ya son madres, comparados con uno de cada diez hombres (41% vs 12%). Además, muchos de ellos son embarazos que ocurren en la adolescencias (30% de las mujeres reportaron ser madres antes de los 19 comparado con el 5% de los hombres).

Finalmente, es importante resaltar también los resultados relacionados con la salud mental de estos jóvenes. La información de la encuesta nos permite estimar que, de acuerdo con la escala DASS-21, el 43% de los jóvenes encuestados en estos municipios históricamente violentos sufren al menos depresión leve, 27% sufre depresión moderada o más y 10% sufre de depresión severa o más.  Por otra parte, más de la mitad de los jóvenes encuestados (52%) tienen ansiedad leve o más y uno de cada 5 (22%) tienen ansiedad severa o extremadamente severa.  En cuanto a los síntomas de estrés, cerca de la tercera parte de los jóvenes encuestados (32%) tienen estrés leve o más, 19% estrés moderado o más. Encontramos además que las mujeres y los jóvenes que se declaran pertenecer a alguna etnia presentan niveles significativamente más altos de depresión, ansiedad y estrés en comparación con los hombres. Estudios anteriores para el país han demostrado los impactos negativos que tienen los problemas de salud mental en las decisiones de los adultos (Moya, 2018; Moya y Carter, 2019). No sorprende, por tanto, que los análisis de los datos de la encuesta demuestran que el estado de salud mental está altamente correlacionado con las propias aspiraciones y expectativas de nuestros jóvenes. Preocupa que, incluso a nivel nacional, la salud mental es una enfermedad huérfana dentro del sistema (Editorial El Espectador) y que no existan estrategias claras en torno a programas específicos para este grupo etario y los jóvenes residentes en estas zonas.

Este panorama descriptivo pone en evidencia la necesidad inminente de desplegar recursos y acciones dirigidas de manera específica a los jóvenes que habitan estos territorios.  La construcción de paz en Colombia, en particular en estos municipios de alto riesgo, implica la puesta en marcha de acciones que garanticen que los jóvenes colombianos puedan realizar plenamente su proyecto de vida. Acciones que estén relacionadas con evitar que deserten por cuestiones económicas, programas que les den la oportunidad de acceder a la educación superior de sus sueños, programas de educación y de salud sexual y reproductiva, fortalecimiento de programas y servicios de atención a la primera infancia, así como la puesta en marcha de programas específicos para la atención a la salud mental deberían ser prioridad dentro de las políticas sociales centradas en estas zonas. Curiosamente, es posible alcanzar muchos de estos objetivos a través de los propios jóvenes. De acuerdo a lo reportado en la encuesta, muchos de ellos sueñan con convertirse en ingenieros, docentes o profesionales de la salud. Invertir en formación académica y en formación para el trabajo en ocupaciones asociadas al cuidado infantil, a la docencia, y al área de la salud, podría ser el comienzo de la solución integral que estos jóvenes y sus comunidades necesitan. Esto, además de permitirles alcanzar sus sueños educativos y laborales, los convertiría en los propios agentes de cambio en sus regiones en el futuro.