Dispararse en el pie

El caso del refichaje de los partidos políticos es una interesante lección sobre la forma de legislar. Las leyes se dictan tras un proceso cuyo objeto es dotar de racionalidad a la decisión. Para esto tiene distintas etapas que conforman un ritual.

Por su parte, los actores principales del proceso legislativo, es decir, los parlamentarios y los representantes del Ejecutivo, suelen pertenecer a partidos. De los partidos también se espera una disposición a la racionalidad legislativa, mediante el discernimiento colectivo de las posturas y el filtro de un sinnúmero de intereses particulares e inmediatos, a fin de producir intereses más generales y estables.

La ley debe cocinarse en el frío de la racionalidad. En materia de refichaje de militantes, sin embargo, la reforma de la ley de partidos el año pasado fue la negación de esto, el contraejemplo perfecto.

Frente a una opinión pública exageradamente escandalizada (por falta de una mirada histórica, básicamente), los colegisladores abdicaron de la racionalidad y se abandonaron al hervor de las redes opinantes. Así transformaron una necesidad: tener padrones de militantes confiables, en un despropósito: ponerse bajo la espada de Damocles de su disolución, en un año electoral, más encima.

Contar con padrones fidedignos es fundamental. No solo por el interés público en el correcto funcionamiento de instituciones que, como los partidos, reciben plata fiscal, sino que, también, porque los padrones son un elemento indispensable para la competencia al interior de los partidos. Sin un padrón real, quien va a la elección por algún cargo partidario está perdido, en especial si es un candidato desafiante. Quien maneja la lista de militantes maneja el partido. Por esto el padrón debe ser uno y confiable, a disposición de todos los militantes.

Era un hecho que había problemas con los padrones. Inflados, desactualizados, manejados privadamente por algunos militantes, distintos según la ocasión, etc. Por esto, desde hacía tiempo se venía pidiendo una mejora al sistema.

La Comisión Engel, en la que participé, recogió el punto: «Proponemos que dentro de un plazo razonable se realice una reinscripción de todos los militantes de los partidos políticos existentes, a fin de asegurar padrones confiables. Esta será una condición básica para acceder al nuevo financiamiento público y el Servel deberá colaborar para que este proceso se lleve a cabo.»

El Informe Engel condicionó el refichaje al financiamiento fiscal. Durante el trámite legislativo, sin embargo, se les dio a los partidos este financiamiento, pero en caso de no cumplirse con el refichaje se impuso livianamente una consecuencia muy gravosa no solo para cada partido, sino, también, para el funcionamiento de todo el sistema democrático-representativo: la disolución.

Además, parece haber faltado otra vez la mirada sistémica al conjunto de la regulación de la política, porque los plazos fueron fijados muy encima del calendario electoral que se activa luego.

Y aquí estamos, apretando los dientes mientras el plazo fatal se acerca y, también, las elecciones. Con el Servel, parlamentarios, el gobierno y los partidos enfrascados en una disputa confusa, acusándose recíprocamente y buscando chivos expiatorios. Ahora resulta que la culpa la tendría el Informe Engel, por la «presión» que puso sobre el proceso legislativo.

De no creerlo. Porque, al menos en este punto, la propuesta del informe fue más prudente que el resultado legislativo. Y porque sin importar el contenido de la propuesta y la eventual presión que respecto de ella se ejerza, la culpa es de los colegisladores.

Por dejarse presionar, por legislar en caliente, por dispararse en el pie.

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