¿Por qué vemos menos mujeres que hombres progresando en el mundo laboral?

 

(Agradezco los valiosos comentarios de Luciana De La Flor, Ana María Muñoz y Jostin Kitmang)

En las Ciencias Sociales en el Perú, las mujeres son una de cada dos estudiantes. Sin embargo, conforme se avanza en el ciclo profesional de las personas ocurre un lento y silencioso proceso de invisibilización de la mujer. Entre los profesionales trabajando, ellas son una de cada tres. Luego, entre los autores de trabajos de investigación hay una de cada cuatro. Más allá, dentro de los expertos temáticos con presencia mediática (periódicos, revistas, radio y televisión) hay solo una mujer dentro de cada cinco personas.

Adicionalmente, dentro del mundo empresarial, hay sólo una mujer por cada diez miembros de directorios. En las 19 carteras del gabinete ministerial hay cuatro mujeres. Aunque no contamos con estadísticas precisas, en otras carreras vinculadas a las ciencias duras, tecnología, ingeniería y matemáticas, la presencia femenina parece ser aún menor. Es como si las mujeres se enfrentaran a un invisible techo de cristal que les impide ascender. Otra imagen que se utiliza para esto es la de las tuberías con huecos que impiden que todas las mujeres progresen hasta el final de sus carreras.

¿Por qué vemos menos mujeres que hombres progresando en el mundo laboral? La literatura internacional, que se nutre tanto de la economía como de la psicología y otras disciplinas, da algunas pistas que pueden ayudarnos a entender algunas razones (y descartar otras). Revisemos primero los factores de demanda para pasar luego a los de oferta.

 Factores de Demanda:

Un sospechoso usual es la discriminación. Tendemos a pensar que, en un mundo laboral dominado por hombres, la presencia femenina no es bien recibida. Tanto internacionalmente como en el Perú la evidencia al respecto es mixta. Galarza y Yamada enviaron cerca de 4000 CVs ficticios a empleadores potenciales en Lima Metropolitana y encontraron que los CVs de hombres recibían 34% más llamadas a entrevistas de trabajo que los de mujeres. Sin embargo, esto contrasta con el trabajo de Moreno y coautores donde analizamos el funcionamiento del centro de intermediación laboral del Ministerio de Trabajo. Dentro de un estudio de auditoria, seguimos a 2650 postulantes a empleos y no detectamos comportamientos discriminatorios por parte de los futuros empleadores.

Cada vez que hago mención a estos resultados de la literatura nacional (que es amplia, aquí solo he mostrado dos piezas comparables que contrastan) recibo gestos de asombro, especialmente entre las mujeres. Les cuesta creer que no sea obvio que el mercado de trabajo funciona discriminatoriamente en el Perú. Una forma de entender este asombro es que a veces se utiliza cierta información sobre las personas como señal aproximada de productividad. Castillo y coautores utilizando herramientas experimentales muestran que la apariencia y el sexo a veces cumplen tal rol. La buena noticia que trae este estudio es que cuando la información en los mercados fluye, la discriminación desaparece. Goldin y Rouse, en un ya famoso estudio, documentan también que a veces esa señal aproximada de productividad es simplemente incorrecta.

Antes de pasar a los factores de oferta, hay otra percepción errada que valdría la pena aclarar. Cuando converso sobre la discriminación laboral, tarde o temprano entra a la discusión el tema de las grandes corporaciones. Existe una concepción generalizada que en las grandes empresas se da mayor discriminación. Los datos de la realidad contradicen esta percepción. En un estudio para 18 países de América Latina encontramos que las mayores disparidades salariales se dan en el autoempleo y en los centros laborales con cinco o menos trabajadores, no en las grandes corporaciones. A igualdad de condiciones (horas trabajadas, edad, educación, sector económico, categoría ocupacional, y formalidad), entre quienes trabajan por cuenta propia, los hombres reciben salarios más altos que las mujeres. Así, ¿Quién sería entonces el discriminador? ¿O será que las mujeres e auto-adjudican salarios más bajos que sus pares hombres? Algo de esto es posible explorar dentro de los factores de oferta.

 Factores de Oferta

Recientemente la literatura internacional ha avanzado bastante en la comprensión de los factores de oferta. Desde hace algún tiempo se ha documentado que las mujeres muestran mayor aversión al riesgo que los hombres. Y puesto que “quien no arriesga no gana”, aquí podría haber una explicación para el menor progreso laboral de las mujeres. En esta línea, uno de los resultados más recientes es el de Sapienza, Zingales y Maestripietri quienes, analizando una muestra de estudiantes de negocios, encontraron vínculos entre la aversión al riesgo, la elección de carrera y los niveles de testosterona. Las personas con altos niveles de testosterona y baja aversión al riesgo tienden a elegir carreras más arriesgadas en finanzas.

Por su parte, Reuben y sus coautores documentan que a las mujeres les gusta menos desenvolverse en entornos competitivos que a los hombres, aunque con el tiempo ellas llegan a aprender a vivir con ello. Esto se explica, al menos parcialmente, por el hallazgo de Niederle y sus coautores: el desempeño de las mujeres puede empeorar en ambientes competitivos, el de los hombres no tanto.

Vinculado al menor gusto por la competitividad esta la menor disposición a negociar. Babcock y Laschever abrieron el camino de una serie de investigaciones en las que “Women don’t ask.” En uno de sus primeros estudios encontraron que 57% de los hombres que se graduaban de un programa de maestría negociaban el salario que les ofrecían en sus primeros empleos. En contraste, solo el 7% de las mujeres lo hacía. Posteriormente ellas diseñaron unos experimentos en los que repetidamente encontraron una menor disposición de las mujeres para negociar en contextos en los que los hombres mayoritariamente lo hacían. El estudio más reciente en esta línea es el de Artz y sus coautores en el que documentan que aun cuando intentan negociar mejores condiciones, las mujeres tienden a tener menos éxito que sus pares hombres.

Otro elemento en el que se ha documentado una importante brecha de género es en el conocimiento de sí mismo y los estándares necesarios para considerarse “un experto.” Las mujeres se ponen a sí mismas barras mucho más altas que los hombres. O, visto inversamente, tal como Dunning y sus coautores documentan, los hombres son menos conscientes de su incompetencia que las mujeres.

Es interesante también notar la mirada al interior de los hogares que hacen Bertrand y sus coautoras. Ellas documentan que en la distribución de la proporción de ingresos generados por las esposas hay una caída abrupta en la densidad justo a la derecha del valor ½, ahí donde la mujer gana más que el hombre. Después de probar varias hipótesis alternativas ellas concluyen que la identidad de género juega un rol explicando este salto. Según parece, existe una masa importante de mujeres que se sienten a gusto ganando tanto o menos que sus maridos, pero no más. Esto cobra especial relevancia para América Latina también en la medida que hoy en día las mujeres adquieren más escolaridad que los hombres y, como encuentran Ganguli y sus coautores, esto tiene implicaciones en los mercados de matrimonio: las más educadas tiene menores probabilidades de estar casadas.

En resumen, los factores de oferta reseñados en los párrafos previos apuntan a un problema de identidad de género y una brecha de género en confianza que limita el accionar de mujeres en el día a día. Pero, además, hay un factor biológico que impone barreras importantes a la igualdad de género y que no puede ser dejado de lado: la maternidad. Waldfogel ha documentado las penalidades que esto implica para las mujeres en las economías desarrolladas y aboga por un mundo del trabajo más flexible y con mayor balance trabajo-familia (o trabajo-vida). Claudia Goldin recoge esto y hace referencia al “capítulo final” en la convergencia de género. Ella es optimista al pensar que lo que hace falta es restructurar la manera en que los empleos se remuneran de forma tal que permitan mayor flexibilidad temporal.

En ese punto se encuentra el mundo desarrollado. En América Latina, y especialmente en el Perú, tengo la impresión que estamos aún en un estado previo. En nuestra región las responsabilidades domésticas siguen siendo mayoritariamente femeninas.

Utilizando encuestas de uso de tiempo, hemos podido documentar que un hogar promedio necesita 30 horas de trabajo no remunerado para su normal funcionamiento: hacer las compras, preparar la comida, mantener la casa limpia, cuidar de los niños y los adultos mayores, organizar las finanzas, hacer reparaciones menores, etc. De estas, las mujeres asumen el 80% (24 horas) mientras que los hombres sólo el 20% restante (6 horas). Así, las mujeres salen a trabajar con más restricciones que los hombres. No solo las mujeres disponen de menos horas para trabajar, es de esperarse también que, dadas estas responsabilidades, su capacidad de concentración en el empleo sea menor. Esto puede explicar que el gran aumento de participación laboral femenina de las décadas recientes haya sido en empleos flexibles, en empresas pequeñas o en el autoempleo, y a tiempo parcial.

 ¿Qué podemos hacer?

La mayoría de analistas propone soluciones en los mercados de trabajo para mejorar la participación de las mujeres en la economía: empleos flexibles, empoderamiento femenino en posiciones de liderazgo y promoción a los emprendimientos. Aquí es interesante anotar lo que Bohnet propone utilizando algunas herramientas de diseño de comportamientos para fomentar entornos más libres de sesgos (“nudges”). Otros, un poco más ilusos, proponen legislación para resolver el problema: leyes antidiscriminación, cuotas y políticas de acción afirmativa.

Yo opino que el problema más urgente e importante está en otro lado, en nuestros hogares. Si en nuestras propias casas permitimos tamaña disparidad en el uso del tiempo y las responsabilidades domésticas, ¿Por qué esperamos mayor equidad en los mercados de trabajo? Aquí es donde tenemos más margen para la acción. Parte de la solución está al alcance de todos. Para esto bastaría con que todos asumamos mayor responsabilidad en las labores domésticas. No necesitamos de leyes que nos dicten hacer esto, lo que se requiere es un cambio de conciencia que lleve a cambios en las normas sociales. Suena sencillo, aunque en realidad es un poco más difícil. Se trata de un problema de acción colectiva.

 

 

 

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