Lecciones de Hillary para Ricardo Lagos

Para nuestro horror y preocupación, Donald Trump es el Presidente electo de los Estados Unidos. Para casi todo el mundo -incluso para el propio Trump, dicen- su elección fue una enorme sorpresa.
Pero lo realmente asombroso, lo insólito e inesperado es que Hillary haya perdido una elección en las que tenía todas las de ganar, una elección en la que según todos los expertos su probabilidad de triunfo pasaba el 70%.

No es tanto que Trump haya ganado, como que Clinton perdió. Y Hillary perdió por muchas razones.
La principal es que era una pésima candidata.

Una candidata que representaba el pasado, la burocracia partidista, el mundo de los funcionarios; ese mundo de políticos que repiten como papagayos frases cocinadas en centros de estudios -“think tank” les dicen los siúticos-; una candidata que no entusiasmó a casi nadie, que fue incapaz de conseguir el mismo número de votos que Obama, que se confió en lo que le decían sus asesores y que no pudo convencer a sus propios partidarios de salir a votar. Es decir, para repetir lo ya dicho, una pobrísima candidata.
Bernie Sanders era un candidato mucho más atractivo, mucho más inspirador. Si él hubiera sido el representante demócrata, hoy no estaríamos lamentándonos por tener un presidente electo racista y vulgar, un hombre que inspira miedo y vergüenza.

Las lecciones que deja esta debacle no pueden ignorarse. Deben ser interpretadas con claridad y sin alharaca por todos los políticos progresistas chilenos. Son lecciones particularmente importantes para Ricardo Lagos.

Algunos datos
En un sistema con voto voluntario -como en EE.UU. y Chile-, un aspecto esencial de una campaña es convencer a la gente de que salga de sus casas y vaya a votar. Hay que encantar a los votantes, seducirlos, darles alguna razón para que se dirijan a las urnas y esperen durante horas parados a pleno sol. Hay que entusiasmarlos con un proyecto que capture su imaginación. Es archisabido que el candidato que logra convencer a un mayor porcentaje de sus propios seguidores de que voten es el candidato que tiene una mayor probabilidad de ganar.

Y en esto Hillary fracasó estruendosamente. A pesar de tener la campaña mejor financiada en la historia de la humanidad, a pesar de contar con el apoyo de todo el establishment -incluyendo de varios jerarcas del Partido Republicano-, y de prácticamente toda la prensa convencional, Hillary no persuadió a sus partidarios para que fueran a sufragar. Tristemente patético.

En Michigan, un estado tradicionalmente demócrata, Hillary sacó 13% menos votos que Obama en el 2012; en Pensilvania obtuvo 5% menos que Obama, y en Wisconsin estuvo 15% por debajo de Obama hace cuatro años. Un desempeño horrible. Los demócratas perdieron todos estos estados, los que, en su conjunto, suman nada menos que 46 votos electorales, simplemente porque la gente se quedó en casa. Si los hubieran ganado, Trump no sería hoy el Presidente electo.

Todo lo anterior sugiere que la razón principal del triunfo de Trump no es, como se ha repetido hasta el cansancio, la enorme rabia del hombre blanco y pobre, del hombre con escasa educación, del individuo que se quedó atrás con la globalización y la revolución tecnológica.

Desde luego que esa rabia existe, que es palpable y que jugó un rol importante. Pero no parece haber sido la causa principal del resultado electoral. Esta fue el rechazo que produjo Clinton, su incapacidad por encantar y generar entusiasmo, por encender los ánimos de sus propios partidarios.

La ausencia de entusiasmo
Pensemos en tres grupos de votantes que tradicionalmente apoyan al mundo progresista, y que en los Estados Unidos votan, cuando deciden hacerlo, por el Partido Demócrata. Los jóvenes, las personas de escasos ingresos que se sienten dejadas atrás por el sistema -ese grupo que alguna vez se llamó de los “pobres y desvalidos”-, y las personas de clase media que son progresistas por razones doctrinarias y “valóricas”.

Los jóvenes quieren un candidato auténtico, con una visión idealista del mundo, con un proyecto amable, tolerante, inclusivo y solidario. Alguien que genuinamente quiera proteger al medioambiente. Una persona transparente, no autoritaria, con una visión horizontal del mundo. No quieren, necesariamente, un líder joven, pero sí alguien honesto y sincero, alguien creíble y serio.
Estos jóvenes apoyaron sin vacilar a Bernie Sanders, casi un octogenario, tal como en Uruguay apoyaron a otro viejito: Pepe Mujica. Tanto Bernie como Pepe son personas sencillas, completamente distintas a Hillary. No se pasean por el mundo en jets privados, ni son amigos de celebridades -aunque si lo quisieran, podrían serlo-, ni manejan fundaciones multimillonarias, ni les dan discursos a los bancos de inversión, por los que cobran 250 mil dólares. Sí, eso es lo que cobraba Hillary. Reflexionemos un minuto sobre esa cifra: es el ingreso de casi cinco familias típicas en los Estados Unidos durante un año. ¿Qué les habrá dicho a los banqueros para obtener, en 30 minutos, lo que cinco familias obtienen en 52 semanas? Un gran misterio que la candidata nunca quiso aclarar.

Las personas que se han quedado atrás, que se sienten abandonadas, y que han perdido con la globalización, quieren dos cosas: primero, que los dirigentes políticos les digan que los entienden, que comparten su dolor, que saben que es duro y que hay aspectos del sistema enormemente crueles. Pero de nuevo, no basta decirlo como papagayo, repitiendo frases hechas en centros de estudios de dudosa calidad. Quieren que quien se los diga lo haga en forma sincera, con empatía y respeto. En segundo término, quieren un líder que pueda hacer algo al respecto. Porque no basta con reconocer el dolor del otro, también hay que proponer políticas que lo mitiguen, que mejoren las condiciones humanas. Pero no pueden ser fuegos de artificio, o voladores de luces o propuestas claramente populistas, o repetidas una y mil veces. Ese líder tiene que darles la esperanza de que hará algo productivo, y que será eficiente. Aquí Hillary nuevamente falló. La gente se preguntó (en parte aguijoneada por Trump): ¿Cómo vamos a creerle que hará algo por nosotros? Ha sido el poder mismo -como primera dama de Arkansas y de la nación, como senadora, como secretaria de Estado- y tiene poco que mostrar. No lo hizo antes, durante 30 años, y dudo que lo vaya a hacer ahora.

Finalmente, hablemos de los progresistas de corazón, de aquellos que tienen el alma en la izquierda, que creen en la solidaridad y la cooperación, en las comunidades y los derechos sociales. Esos votantes quieren líderes reflexivos y humanos, personas inteligentes que razonan con ellos, que dudan y entienden que los problemas contemporáneos son complejos y multifacéticos, personas transparentes. En esto tampoco le fue bien a Hillary. Su temperamento es más bien robótico, poco empático, no parece tener dudas o vacilar. Cuando responde una pregunta parece estar leyendo el trabajo de alguna fundación, o peor aún, un informe del PNUD. Pareciera que carece de sentimientos. De hecho, su mejor discurso, por lejos, fue cuando concedió su derrota. Por primera vez vimos una Hillary con rasgos humanos, con sentimientos, una mujer auténtica. Si hubiera hablado a lo largo de la campaña con esa voz, hoy sería presidenta electa.

Hillary no pudo encantar a ninguno de esos grupos. No es que esas personas hayan votado por Trump. No, simplemente arrastraron los pies, dejaron pasar las horas y no se presentaron a las urnas. A Hillary la derrotó el ausentismo, tal como a Obama lo eligió el entusiasmo.

El gran desafío de Ricardo Lagos es entusiasmar a su propia gente, hacerlos soñar nuevamente, darles una visión seria y coherente, participativa y horizontal, transparente y moderna. Tiene que ser un candidato del futuro -como Bernie y Pepe-, y no un funcionario del pasado.