Por Mohamed A. El-Erian, publicada originalmente el 7 de junio de 2016 en Project Syndicate.
LAGUNA BEACH – Por lo que muestran los cambios de gobierno en Argentina y Brasil, las correcciones políticas a mitad de mandato en Chile y otros acontecimientos de la región, la política latinoamericana está dando un giro a la derecha. Pero más que un caso de “atracción” hacia las políticas económicas de la derecha, este complejo fenómeno es ante todo reflejo de un “rechazo”, relacionado con el crecimiento anémico y la mala provisión de servicios públicos, especialmente servicios sociales.
Podemos ver en este cambio una variante del floreciente idilio de los países avanzados de Occidente con los movimientos antisistema. Esto implica que los gobiernos de la región están obligados a mostrar resultados a sus ciudadanos, ya que de lo contrario, este giro no será sino una estación en un camino incierto (políticamente más complicado y económicamente más inmanejable) hacia un destino de mayor inestabilidad.
El cambio político en desarrollo se presenta de muchas maneras. Tras años de gobierno populista fiscalmente irresponsable del matrimonio Kirchner, Argentina optó por Mauricio Macri, un exempresario con una plataforma de derecha. En Brasil, el Senado inició juicio político a la presidenta Dilma Rousseff y la apartó del cargo transitoriamente a la espera de tomar una decisión final sobre su situación; el reemplazante ha dado señales de un alejamiento de las políticas del izquierdista Partido de los Trabajadores.
Incluso se dan cambios de rumbo sin cambio de gobierno. En Chile, la presidenta Michelle Bachelet obtuvo la reelección, pero su gobierno también dio señales de un giro a la derecha en sus políticas económicas. Cuba bajo el presidente Raúl Castro está ampliando el margen legal para las empresas privadas.
Y en Venezuela, un país que coquetea trágicamente con la condición de “estado fallido”, el gobierno del presidente Nicolás Maduro se enfrenta a crecientes problemas económicos y financieros derivados de las políticas sin sustento fiscal de su predecesor, Hugo Chávez. Confrontado a amplios faltantes de bienes y a mercados disfuncionales (incluido el mercado cambiario), el gobierno de Maduro ya perdió el control de la Asamblea Nacional, y la oposición busca acortar su mandato por medios constitucionales.
La dinámica política de la región obedece a varios factores clave. La brusca caída de los precios internacionales de materias primas como el petróleo y el cobre, sumada a la desaceleración de la economía china, redujo el valor de las exportaciones de la región y acentuó los problemas económicos locales. Lo que se agrava por una mayor volatilidad de los flujos financieros a los países emergentes, la indefinición de la inversión extranjera directa y el temor a los efectos para el comercio internacional de la retórica antiglobalización manifestada durante la inédita competencia presidencial estadounidense.
El deterioro económico resultante (que incluye profundas recesiones en Brasil y Venezuela) acentuó la insatisfacción popular con los servicios públicos y una vieja inquietud por la desigualdad y la malversación de fondos públicos. Esto es evidente incluso en países con una larga tradición de buena gestión, como Chile, donde a los sectores de menores ingresos les fue relativamente bien estos últimos años y donde el nivel de corrupción (tanto probada como presunta) es mínimo en comparación con los países vecinos.
Por ahora, los principales beneficiarios de las desilusiones económicas y sociales de la región son los partidos y agendas políticas de derecha. Muchos en la región esperan que el cambio de orientación, mediante la reformulación de las políticas actuales y un combate más eficaz a la corrupción, ayude a revivir el crecimiento. Pero insisto, a menos que los ganadores políticos de hoy logren un crecimiento visiblemente mayor y considerablemente más inclusivo, es probable que sus electorados terminen abandonándolos.
Visto en una perspectiva global, el cambio en América latina es parte de un creciente descontento con el “establishment”, que no solo afecta a los gobiernos, sino que también alcanza a las élites del sector privado, en particular los bancos y las empresas multinacionales.
En Estados Unidos, esto llevó a un fuerte movimiento de rechazo a la política tradicional, que incluye la imprevista aparición de Donald Trump como candidato presidencial republicano y el éxito inesperado de Bernie Sanders en su desafío a Hillary Clinton por el lado de los demócratas. En Europa, hubo un avance de partidos antisistema en las elecciones de nivel local, regional y nacional, que complicó la formación de gobiernos (por ejemplo, en España) y repercutió en decisiones políticas importantes (como la del Partido Conservador británico de celebrar el inminente referendo por el “Brexit”).
Con la excepción de países como Filipinas, donde en la elección presidencial del mes pasado los votantes optaron por un candidato abiertamente antisistema en la persona de Rodrigo Duterte, la tendencia en el mundo emergente ha sido hacer adaptaciones dentro de los límites de las élites políticas establecidas. Tal vez sea la mejor manera de describir lo que sucede en gran parte de América latina.
Ahora compete a esas élites encarar eficazmente las causas del descontento popular, o correrán el riesgo de enfrentarse a una eventual aparición de movimientos antisistema como los que vemos en Estados Unidos y Europa. Eso complicaría seriamente el panorama político de la región y reduciría aun más el margen con que cuentan los gobiernos para una adaptación a tiempo de las políticas económicas.
Leo recién esta columna de Moisés Naím reproducida por El País
http://internacional.elpais.com/internacional/2016/06/11/actualidad/1465660621_860064.html
donde intenta rebatir tres mitos sobre lo que está sucediendo en AL. El primer mito es que AL repudió a la izquierda y giró a la derecha (los otros dos se refieren a que se acabó el populismo en AL y a que en AL se está luchando contra la corrupción). Tanto en la columna reproducida por FE sobre un supuesto ascenso de la derecha en AL como en el análisis de Naím sobre el giro a la derecha se pretenden destacar similitudes entre algunos países de AL para sacar una conclusión que no pasa de lo que aprendimos sobre Perón ya en 1950 –guiño para girar a la izquierda, giro a la derecha– y que nada agrega a entender lo que está ocurriendo. La pretensión de simplificar las estrategias electorales de los políticos a una única dimensión –la ideología, una dimensión imposible de definir con claridad, de resumir en un indicador razonable y continuo, y de medir con alguna métrica objetiva– puede entretener pero no ayuda a entender qué está ocurriendo. En toda competencia electoral, cada competidor sabe que para ganar una mayoría absoluta (o relativa si fuera suficiente) del electorado minimizando el costo efectivamente asumido (no el costo total que generalmente es más alto que el costo asumido por el competidor) debe centrarse en ganar la confianza de una parte del electorado y entonces uno debe explorar la función de producción de confianza, algo sobre lo que todavía seguimos sabiendo muy poco pero que deberíamos intentar saber más porque la cooperación supone la confianza como condición necesaria (no importa si el propósito último de la cooperación es el beneficio mutuo de los cooperantes, el beneficio de un tercero, o el daño a un tercero). Algo hemos avanzado en estudiar la producción de confianza en grupos pequeños donde la identidad cuenta, pero poco, muy poco, en grupos grandes donde la identidad cuenta poco o nada y esto último nos impide entender muchos fenómenos sociales, incluyendo la política y el gobierno (quizás un buen ejemplo es el recurso a la Sra. Juanita en la política y los medios chilenos; ver http://www.elmercurio.com/blogs/2016/06/12/42522/El-Cristo-roto-y-la-senora-Juanita.aspx ).
En cualquier momento, como legado de la historia política de cada país, el electorado está dividido en por lo menos tres facciones –dos con preferencias definidas y una tercera con preferencias variables. Un nuevo competidor intentará captar una nueva mayoría, y si tuviera éxito, rompería la división heredada. Cuando ese competidor no lo podemos ubicar dentro del rango de una de las dos preferencias definidas, entonces los políticos viejos lo denuncian como populista (o algo peor) pero en realidad equivale a la entrada de un innovador en un mercado ya activo (en Argentina, casos famosos de ruptura exitosa fueron Perón en 1946, Frondizi en 1958, Menem en 1989, Kirchner en 2003). En otras palabras, la acusación de populista sólo expresa el lamento de quienes se ven forzados a defender sus posiciones dominantes en el mercado de la política para no perder la competencia. Ojalá no se hable más de derecha-izquierda y de populismo y el esfuerzo se centre en entender la competencia por acceder al poder coactivo del Estado.
Por el contrario, ojalá se siga hablando de corrupción en la política y el gobierno como problema grave en todas las democracias constitucionales. A pesar de grandes diferencias de grado, la corrupción –entendida como abuso de poder legítimo para beneficio personal, donde poder es la capacidad de imponer costos a otros— se puede relacionar directamente a los incentivos de la institucionalidad de la política y el gobierno (o a los incentivos de las relaciones contractuales porque la corrupción también se puede dar en toda relación contractual en la medida que implica el reconocimiento de un poder legítimo a una de las partes sobre la otra, idea básica que fundamenta el análisis económico de los contratos, algo reconocido en abril pasado cuando AEA concedió el premio John Bates Clark a Yuliy Sannikov). El diseño de incentivos eficaces está condicionado por nuestras creencias sobre la naturaleza humana, pero más allá de las creencias de millones de personas adultas que constituyen los electorados de las democracias constitucionales, nuestro conocimiento científico sobre la naturaleza humana (y por lo tanto sobre las creencias populares respecto a la naturaleza humana) sigue siendo pobre y requiere por lo menos explicar claramente los supuestos que se hacen sobre la naturaleza humana en el diseño de incentivos. Recién recibo copia del nuevo libro de Sam Bowles, The Moral Economy, cuyo subtítulo es “Why good incentivos are no substitutes for good citizens”, y aunque no puedo adelantar un juicio sobre su análisis y conclusiones, sí estoy de acuerdo con esa idea pero reconozco que no sirve para diseñar incentivos porque la producción de buenos ciudadanos no es una alternativa posible, como muchos predicadores y genocidas lo probaron, y seguramente nunca lo será.
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