14 de mayo de 2016. Por Sergio Berensztein para La Gaceta. Si no estuviera en juego su status de potencia emergente, y su credibilidad internacional, los brasileños podrían desdramatizar esta profunda crisis como si se trata de su telenovela más famosa. Este complejo proceso tiene realmente todos los condimentos de una popular serie de TV: traiciones, emociones extremas, suspenso, protagonistas que sobreactúan, incertidumbre respecto del final… Más allá del interés y la curiosidad que despierta estos acontecimientos, donde se destaca una generalizada aceptación por parte de la comunidad internacional del nuevo gobierno liderado por Michel Temer (duramente criticado por no incluir mujeres en su gabinete, lo que no ocurría en Brasil desde 1979, en plena dictadura), y a pesar de que todavía es demasiado temprano para saber si el principal socio estratégica de la Argentina podrá finalmente avanzar hacia una transición relativamente ordenada, quedan importantes lecciones de esta crisis que vale la pena analizar.
En primer lugar, este impeachment de la ahora suspendida presidenta Dilma Rousseff ratifica la inestabilidad intrínseca de lo que técnicamente se denomina “presidencialismo de coalición”: un acuerdo entre un presidente con minoría relativa en el parlamento y un conjunto de partidos relativamente afines en materia ideológica. En efecto, estos arreglos pueden sobrevivir por un tiempo, pero el régimen presidencialista requiere mayorías parlamentarias para que avance la agenda legislativa, de lo contrario se despliegan tácticas obstruccionistas para debilitar al partido de gobierno y favorecer las chances de los líderes de oposición de llegar al poder. Si esas mayorías no existen, o si se fragmenta el sistema de partidos, éstos entran en ciclos de inestabilidad que a menudo derivan en crisis de gobernabilidad. En contextos de crecimiento económico y posibilidad de aumentar el gasto público, esos arreglos pueden sobrevivir por algún tiempo (las dos presidencias de Lula y la primera de Dilma). Pero en contextos económicamente adversos, se incrementan los incentivos para confrontar con el Presidente y eventualmente romper los acuerdos para capitalizar su pérdida de popularidad. Por eso, los sistemas parlamentarios se adaptan mucho mejor a contextos donde no hay fuerzas hegemónicas (en general, dos partidos predominantes que garantizan estabilidad, como ocurre en EEUU o en Chile desde inicios de los ’90).
En estos presidencialismos de coalición, el gabinete suele reflejar la naturaleza de los acuerdos, con un “sistema de reparto de cuotas de poder” (spoiled system): ministros de diferentes partidos forman parte de un equipo muy plural donde el Presidente convive con líderes de extracción muy diversa. Cada ministro controla un conjunto de recursos políticos, simbólicos, institucionales y financieros que justifican su pertenencia y permanencia en el gobierno. Puede puntualmente existir alguna afinidad personal o ideológica con el primer mandatario, pero se trata de acuerdos contingentes donde predomina un cálculo egoísta.
La crisis de Brasil pone de manifiesto la fragilidad de esta clase de esquemas. Y es sumamente relevante teniendo en cuenta que la experiencia de Cambiemos en la Argentina tomó de alguna manera el caso brasileño como referencia para organizar el poder. En efecto, se trata de un gobierno en minoría en ambas cámaras y con 18 gobernaciones en manos de líderes pertenecientes al principal partido de oposición. El gobierno de Mauricio Macri tiene un puñado de dirigentes pertenecientes a la UCR, algunos independientes y cuenta con el apoyo de Elisa Carrió, socia fundadora de la coalición que ganó las últimas elecciones. Sin embargo, Carrió prefirió no sumar dirigentes de su fuerza, la Coalición Cívica, al gobierno. Es decir que el esquema de presidencialismo de coalición vigente en Argentina no parece contar con fundamentos sustentables en la medida en que sólo cuenta con acuerdos parciales y no demasiado firmes con otros líderes, como Sergio Massa. Si en Brasil este sistema colapsó, precipitando el juicio político de Dilma, ¿qué expectativas de estabilidad tiene el esquema aplicado en Argentina que, en principio, luce menos sólido? En el gobierno afirman que el vínculo entre el Presidente y la sociedad es muy sólido y no requiere de los mecanismos tradicionales de la política (como los partidos y los acuerdos de cúpulas), sino que se mantiene, e incluso profundiza, gracias a las nuevas tecnologías de la información y su impacto comunicacional, en especial las redes sociales.
El interrogante central es si estas nuevas formas reemplazan totalmente a las más tradicionales, sobre todo teniendo en cuenta la ambiciosa agenda que pretende desarrollar el Presidente, y las obvias complicaciones que presenta a diario el esfuerzo por estabilizar la economía y volver a crecer.
El segundo aspecto a considerar remite a las consecuencias de mantener desequilibrios macroeconómicos por mucho tiempo, y a la renuencia/incapacidad para revertirlos. En efecto, Brasil entró en 2014 en una profunda recesión (la peor de los últimos 80 años), producto de un déficit fiscal del 10% del PBI. La causa de la suspensión de Dilma es precisamente la manipulación de la información oficial al respecto para incrementar sus chances electorales. Mientras la deuda pública alcanza el 70% del PBI, la inflación supero el 10% anual en 2015, un nivel inaceptablemente alto para un país civilizado (en Argentina convivimos con el doble en los últimos 8 años). El año pasado la contracción fue brutal, del 3,8%, y este año también parece perdido. Así, aparece agotarse la política económica del PT, que tanto rédito electoral le dio en el corto plazo. También, es el fin de la ilusión del progreso económico para la nueva clase media, apalancada por un gasto público que creció a un ritmo desaforado (lo mismo que en otros países de la región, incluyendo Venezuela y la Argentina).
¿Qué quedó del “milagro brasileño? ¿Podrá nuestro principal socio estratégico revertir la “primarización” de su economía? En efecto, esta crisis está vinculada al fracaso del proceso de sustitución de importaciones que históricamente impulsó Brasil y que, en la última década, estuvo apalancado en los extraordinarios términos del intercambio del que gozaron todos los países emergentes. Brasil no aprovechó este contexto para modernizar su industria, impulsar una mejora de la infraestructura o incrementar la productividad. Por el contrario, el complejo industrial se volvió más dependiente del proteccionismo y de los subsidios del Estado. Ni siquiera el atraso cambiario fue aprovechado para impulsar un salto tecnológico que le otorgara sustentabilidad a las grandes industrias brasileñas.
Al margen de la vocación reformista que expresa tener este gobierno y que apunta sobre todo a recuperar el confianza de los mercados y corregir los desequilibrios macroeconómicos, sigue faltando un debate serio y desapasionado sobre las políticas de desarrollo de mediano y largo plazo, incluyendo la cuestión industrial, la apertura comercial y la integración de Brasil al mundo. Este último aspecto es particularmente relevante para la Argentina, donde tampoco estamos debatiendo estas cuestiones estratégicas. Más aún, debido a las características del Mercosur, sería apropiado que ambos países coordinaran sus políticas industriales. Lo mismo aplica a la política macroeconómica, la infraestructura, la estabilidad regional, etc.
Los problemas que explica esta profunda crisis brasileña no nos son para nada ajenos. Nuestros países son muy diferentes; sin embargo, la naturaleza de nuestra economías políticas y nuestras instituciones son muy similares. Nótese que excluí, por falta de espacio, la cuestión de la corrupción.
Fuente: http://berensztein.com/lecciones-de-la-crisis-brasilena-por-sergio-berensztein/
Imagen: infobae.com