Cortés Conde nació en Buenos Aires, el 5 de febrero de 1932. Desde 1955 está casado con Sara Jorge, tiene 4 hijos y 6 nietos. Se recibió de abogado en la Universidad de Buenos Aires (UBA) en 1956, realizando estudios de posgrado en sociología, también en la UBA, entre 1960 y 1962. En nuestro país enseñó economía política en la facultad de derecho de la UBA, entre 1984 y 1990, e historia económica en la Universidad Nacional del Litoral, entre 1963 y 1966, en la Universidad Católica Argentina, entre 1981 y 1990, y en la Universidad de San Andrés desde 1991 (emérito desde 2002). En el extranjero dictó cursos en las universidades de Chicago, Harvard, Hebrea de Jerusalén, Texas, y Yale. Es académico de número de la Academia Nacional de la Historia y de la Academia Nacional de Ciencias Económicas, y entre 1998 y 2002 presidió la Asociación Internacional de Historia Económica. Su curriculum completo se puede consultar en www.udesa.edu.ar.
“Dos son los rasgos principales que separan sus investigaciones históricas, de los típicos trabajos de los años ’70 y ’80: primero, una obstinada búsqueda de evidencia empírica cuantitativa para apoyar sus hipótesis; y segundo, un sólido marco teórico, provisto por la teoría económica, para analizar esa evidencia”, afirmó Osvaldo H. Schenone cuando el 31 de marzo de 2004 le dio la bienvenida a Cortés Conde, en su incorporación a la Academia Nacional de Ciencias Económicas. Síntesis inmejorable.
La conversación que sigue comenzó personalmente en Buenos Aires, el 31 de mayo de 2007, y continuó a través del correo electrónico.
¿Dónde naciste?¿A qué se dedicaban tus padres?
Nací en Buenos Aires, pero siendo chico con mi familia fui a vivir a la ciudad de Paraná.
Mi padre era profesor de lengua y literatura. Enseñó en el Instituto Nacional del Profesorado, en Paraná. En esa época los egresados jóvenes de la Facultad de Filosofía y Letras que no conseguían las cátedras que ya estaban ocupadas en la Universidad de Buenos Aires, las obtenían en los recientemente creados institutos del profesorado como el Joaquín V. González, en Buenos Aires, y el de Paraná. Cuando en 1932 el gobierno de [Agustín P.] Justo, para rectificar el que la intervención a la Universidad le había quitado la facultad de Humanidades y de Educación a la ciudad de Paraná, crearon este instituto En su organización participaron Francisco Romero –filósofo, hermano mayor de José Luis- y un grupo de lingüística y literatura con Amado Alonso y Pedro Henríquez Ureña con quienes había estudiado mi padre. Y llevaron varios profesores de Buenos Aires entre otros Vicente Fatone, Carlos María Onetti, y mi padre aparte de los profesores locales como el historiador Filiberto Reula, y Oscar Reula que enseñaba filosofía entre varios otros.
Desde Buenos Aires además fueron Marcos Morínigo, más tarde decano de Filosofía de la UBA, e Ireneo Cruz, quien después sería rector de la Universidad Nacional de Cuyo Mi padre tuvo a su cargo el departamento de Lenguas y Literatura, dictando latín y literatura latina. Gracias a ellos, en la historia de la educación de Entre Ríos las décadas de 1930 y 1940 se recuerdan como las de su edad de oro.
Toda mi vocación hacia el conocimiento deriva de la enorme biblioteca que él tenía, y los diálogos que mantuvimos. Aunque no me dediqué a lo mismo que él, impactó mucho en mi personalidad y en mi vocación por aprender y por conocer. No es una herencia genética, sino derivada de haber participado en la mesa familiar de conversaciones largísimas, sobre muchos temas, que me señalaron bastante el camino.
Lamentablemente murió muy joven –a los 44 años-. Fue un gran docente. Estuve en Paraná, en 1994, 50 años después de su fallecimiento, y todavía lo recordaban sus alumnos.
¿Cuántos años tenías cuando murió tu papá?
12 años.
Entonces te crió tu mamá…
Poco tiempo más, porque ella falleció cuando tenía 16 años. Junto con mis 2 hermanos vivimos en casas de tíos, de manera que para nosotros 3 esa época de nuestras vidas fue bastante complicada.
¿Por qué estudiaste derecho?
Cuando ingresé a la universidad, en 1949-1950, había pocas alternativas: las de abogado, médico, ingeniero o contador. Médico no iba a ser, ingeniero lo pensé pero…, contador no me interesaba, no me despertaba una vocación de conocimientos, y derecho tenía no sólo la enseñanza de los códigos que era muy árida sino también la del derecho político, constitucional, la economía política y una serie de materias que iban más en dirección de las ciencias sociales, en una época previa a la creación de carreras en esas disciplinas.
La otra cosa que no pensaba hacer era meterme en la facultad de Filosofía y Letras, por la experiencia de mi padre, que en el fondo era un empleado público. Cuando [Juan Domingo] Perón llegó al poder todos sus colegas fueron echados (él se “salvó” porque había fallecido, de lo contrario también lo hubieran echado). Por lo cual yo quería tener una profesión que no me obligara a depender del gobierno de turno.
¿Qué significó estudiar en la Universidad de Buenos Aires, durante la primera mitad de la década de 1950?
Se tenía la idea de que los profesores peronistas, que habían sido nombrados después de la intervención a la universidad, eran profesores “flor de ceibo” [como también se designaban a las mercaderías producidas localmente, que sustituían importaciones]. Lo cual nos generaba gran desprecio intelectual, particularmente en comparación con los profesores que había antes, a muchos de los cuales conocía por su vinculación con mi padre. Esto tenía que ver particularmente con las materias menos estrictamente jurídicas.
Había algunos profesores buenos en derecho civil. A mí Obligaciones me gustó mucho porque en la carrera de derecho esta materia es la más lógica. En otras materias simplemente hay que acordarse de los casos.
Otra cosa que me resultó muy útil, hasta el día de hoy, es el derecho romano, que entiendo que ahora no se enseña. Cada vez creo más que en los países latinos, toda nuestra tradición jurídica y política tiene mucho que ver con el derecho romano. El derecho anglosajón (que viene del derecho germánico) está basado en los casos, en los precedentes (yo tengo tal derecho porque mi abuelo tenía esta fuente y podía sacar agua, etc.). El derecho romano tiene una pretensión intelectual enorme: hay principios generales, de los cuales se deducen todas las normas. Esto, por otro lado, produce una situación bastante difícil para quienes se reciben de abogados, porque la realidad resulta bastante distinta a las normas. Este es el problema que tiene la educación en derecho, muy normativa y poco positiva.
Luego de pasar por la facultad aprendí lo que eran las ciencias positivas. Uno sale de la facultad de derecho con un desconocimiento total de lo que es la realidad, tan es así que cuando en 1984 volví a la universidad como profesor de economía política le dije al decano que había que modificar el programa de estudios, para que los estudiantes recibieran una formación de otro tipo, más cercana a las ciencias positivas.
¿De qué profesores en particular te acordás?
De Marcelo Sánchez Sorondo, que dictaba derecho constitucional. Hace poco tiempo, en un homenaje a José Luis Romero dije que yo había leído a Romero, que era socialista, porque estaba en la lista de lecturas de Sánchez Sorondo, que era nacionalista y había sido nombrado por el régimen peronista.
Faustino Legón, que dictaba derecho político. También tuve buenos profesores en derecho civil y obligaciones. Juan Atilio Bramuglia fue profesor de derecho del trabajo, un buen profesor. Y en economía política lo tuve a Carlos María Moyano Llerena. Filosofía del Derecho -otra de las materias que me apasionó- la dictaba Carlos Cossio, un excelente profesor. Al final de mi carrera fueron reincorporados muchos de los profesores que habían sido separados de sus cargos por razones políticas. De estos sólo pude aprovechar a 2 excelentes: Díaz de Guijarro en Derechos de Familia y Margarita Argúas, la primera mujer que integró la Corte Suprema de Justicia, en Derecho Internacional Privado.
Te recibís de abogado en 1956, y recién comenzás un posgrado en sociología en 1960. En el interín; ¿qué haces?
Trabajé como abogado. Dejé la abogacía, no porque el derecho no me gustara, sino porque no me gustaba nada la práctica de la profesión. Siendo un abogado joven no tenía la posibilidad de estudiar casos en que se aplicara el derecho que había estudiado, que era lo que me interesaba, sino que tenía que hacer trámites. El trabajo de un abogado joven es ir a Tribunales, ver los expedientes, presentar escritos, y ver que en vez de ponerlos en la cola lo pongan arriba, etc. Pero estaba casado, ya tenía un hijo, tenía que trabajar y lo hice-
En algún momento pensé en estudiar historia, pero la carrera era larguísima. También me interesaba economía, pero tampoco tenía tiempo para encarar una licenciatura de 5 años. Dentro de la modernización de los programas de estudios de la UBA apareció una carrera nueva, la de sociología, que dirigía Gino Germani. Dentro de la cual se había creado un Curso de especialización para graduados, que duraba 2 años, al cual podían acceder quienes ya tuvieran un título de grado. Además tenía la ventaja de que se podían seleccionar los cursos que uno quería tomar, salvo algunas materias básicas que eran obligatorias. Eramos pocos, teníamos distinta formación (había abogados, arquitectos –bastantes-, un juez, etc.), algunos cursos los tomábamos junto a los alumnos de la licenciatura, y otros eran seminarios especializados.
El curso me permitió volver a las lecturas sobre economía, que había comenzado cuando estudiaba derecho, fue el de Introducción a Keynes de Raúl Prebisch. No leí El capital de Karl Marx, pero sí Un ensayo sobre economía marxista, de Joan Robinson.
¿Fue Germani tan importante como dicen?
Germani fue en sociología, lo que [Julio Hipólito Guillermo] Olivera fue en economía, el modernizador de la carrera. Trajo la experiencia de la sociología norteamericana, que contrastaba con la que habíamos estudiado hasta entonces, que era más una historia de las ideas sociológicas, para fomentar la investigación empírica.
Esto es lo que me atrajo. Ahí aprendí algo muy importante y definitoria para mi vida: lo que es una ciencia positiva. Dejar de pensar tanto en las cosas como deberían ser, y por otro lado realizar investigaciones empíricas. Mucha gente maneja bibliografías enormes, pero no sabe cómo organizar el planteo y la prueba de una hipótesis.
Ejemplo de este tipo de investigación empírica podría ser Los que mandan, de José Luis de Imaz.
Exacto.
La idea era que había que ir midiendo las cosas que uno decía, más sociometría, por donde después llegué a la historia económica. Una de las primeras investigaciones que hice se refirió a los salarios reales. En Argentina se había hablado mucho sobre que los sectores populares estaban desprotegidos y que habían quedado relegados frente a los grupos dominantes, la oligarquía, etc., y yo quería saber si realmente eso había sido cierto. Entonces busqué salarios nominales por un lado, y precios al consumidor por el otro.
Si tuvieras que ponerle una fecha a tu “llegada” a la historia económica; ¿hablarías de un momento preciso o de algo bien difuso?
Ni tan preciso, ni tan difuso. En sociología tomé un seminario sobre el impacto de la inmigración masiva, dictado por un profesor uruguayo Gustavo Beyhaut. Como presenté una monografía que le gustó mucho, me invitó a participar en una investigación sobre el impacto de la inmigración masiva en el Río de la Plata, financiada por la Fundación Rockefeller, que realizaban en forma conjunta el departamento de sociología y la cátedra de historia social que dirigía José Luis Romero. Allí conocí a Tulio Halperín Donghi, quien reemplazó a Beyhaut en la dirección de la investigación. No nos conocíamos, aunque su padre había sido amigo del mío. Me mereció un enorme respeto su amplio conocimiento histórico, la profundidad de sus análisis y una lucidez acompañada de un dejo de ironía. Colaboramos en varios proyectos, como la fundación de la Asociación Argentina de Historia Social y Económica y las colecciones de América latina e Historia, de la Editorial Paidós. Nos hicimos grandes amigos. Es, en mi oponión, el historiador más importante de la Argentina.
Preparé un trabajo que en 1960 presenté en unas Jornadas de sociología organizadas a propósito del Sesquicentenario de la Revolución de Mayo, junto con Beyahut, Susana Torrado y Haydeé Gorostegui, sobre Imigración y desarrollo económico. Dentro del proyecto me concentré en los aspectos económicos. Arranqué analizando la estructura ocupacional, en base al primer y tercer censos de población [1869 y 1914, respectivamente]. Realicé la desagregación típica entre ocupación en los sectores primario, secundario y terciario, pero dentro de este último –ésta fue una innovación- desagregué entre un terciario moderno (ejemplo: empleados de bancos) y otro antiguo (ejemplo: servicio doméstico), lo cual implica que no todo el sector terciario era moderno.
Luego de lo cual me contrataron para estudiar la relación que existía entre inmigración e industrialización, de lo cual surgió “Problemas del crecimiento industrial de la Argentina, 1870-1914” (Desarrollo económico, abril-setiembre de 1963), mi primer trabajo referido a historia económica, reproducido en el libro que editaron Torcuato Di Tella, Germani y Jorge Graciarena [Argentina sociedad de masas, Eudeba, 1965].
Con motivo de las Jornadas de Sociología me reuní con Ezequiel Gallo (a quien conocía de antes, a través de amigos comunes), Arturo O’ Connell, Oscar Cornblilt y alguna gente vinculada al Instituto de Desarrollo Económico y Social (IDES), quienes a comienzos de la década de 1960 me invitaron a participar en el Comité Editorial de su revista, Desarrollo Económico. En el IDES también conocí a Aldo Ferrer, Torcuato y Guido Di Tella.
Con Ezequiel Gallo editamos un número especial referido a América Latina para Desarollo Económico y luego para el Anuario de Historia del Litoral preparamos un artículo sobre “Problemas del crecimiento argentino”, que con el tiempo se transformó en nuestro primer libro La formación de la Argentina moderna (Paidós, 1967). Con Ezequiel colaboramos en el curso de los años en diversos proyectos y nos une una gran amistad basada en el respeto personal e intelectual. Es otro de los historiadores más importantes del país. Más adelante, en el Instituto Di Tella, me hice muy amigo de Natalia Botana, un excelente politólogo y otro de nuestros mejores historiadores.
Perdón por la ofensa, pero como soy economista te puedo preguntar: ¿cómo te atrevés a hablar de historia económica, vos que no estudiaste economía? Y supongo que si en esta entrevista me acompañara un historiador, te preguntaría: ¿cómo te atrevés a hablar de historia económica, vos que no estudiaste historia?
No estudié economía formalmente, la estudié en buena medida como un autodidacta. Alguna vez me hice esa reflexión, pero a diferencia de otros historiadores que no se preocuparon mucho en saber economía, traté de leer mucho, probablemente no siempre bien dirigido. En sociología aprendí estadística, después estudié cálculo. También los textos elementales como el Richard George Lipsey, y más adelante la macroeconomía de Dormbusch y su macro para economías abiertas, la obra de Alfred Marshall, la teoría de los precios con George Joseph Stigler, leí a Adam Smith y a David Ricardo entre otros muchos. Y a propósito de los temas en los que trabajé, hice muchas lecturas específicas como las de economía monetaria. En mis trabajos uso la teoría económica, para ir más allá de la mera descripción.
En cuanto a historia, es bastante más simple porque uno lo que en realidad necesitar es leer mucho, y yo soy un gran lector y había leído mucho, no solo de historia argentina.
En definitiva mi formación no tan estrechamente orientada me sirvió más que la que recibieron otros historiadores.
Hablá de tu experiencia como profesor de historia económica.
El primer curso que dicté fue en la Universidad Nacional del Litoral, entre 1963 y 1966. Fui propuesto por el director del Instituto de Historia, Nicolás Sánchez Albornoz, uno de los pioneros en la historia económica cuantitativa y uno de los más importantes de España. Nicolás se había fugado de una prisión en España y terminó en la Argentina, donde vivió casi dos décadas. También nos hicimos grandes amigos y con Halperín dirigimos las mencionadas colecciones de Paidós.
En 1967 y 1968 enseñé historia económica de América Latina en Yale, precediendo a Carlos Federico Díaz Alejandro.
A comienzos de 1970 regresé a Argentina, pero al Centro de Investigaciones Económicas del Instituto Torcuato Di Tella (ITDT), que en ese momento era dirigido por Rolf Mantel. No para enseñar, sino para investigar. Poco tiempo después me nombraron director del Instituto, en medio de una situación muy conflictiva y complicada, porque el ITDT debía una enorme cantidad de dinero, y ahí tuve mi primera experiencia de gestión. Ejercí la dirección durante 4 años, postergando mis investigaciones.
Contra lo que dicen algunos, yo no cerré centros de arte del ITDT. Fueron cerrados al final de la gestión anterior, que estaba en manos de Enrique Oteiza. Pero me tocó ejecutar algunas de las medidas adoptadas, y reducir el presupuesto de u$s 1,5 M. a u$s 700.000, y luego a medio millón.
¿Cómo puede ser que pocos meses después de ingresar al CIE te nombraran director, y que encima hayas aceptado para enfrentar una situación conflictiva y complicada?
Como te dije, antes de mi estada en los Estados Unidos había conocido a Torcuato y Guido Di Tella, con quienes nos habíamos reunido varias veces. Torcuato tenía un grupo de trabajo en el Centro de Sociología, con Gallo y Cornblit, así que bastante gente me conocía allí.
Oteiza me vio varias veces en Estados Unidos y se enteró que me habían designado para coordinar en el Social Science Research Council (SSRC) un proyecto latinoamericano sobre Historia Económica. Muy interesado en esto, propuso mi incorporación al Centro de Investigaciones Económicas del ITDT. Seis meses más tarde y en medio de una crisis de proporciones Torcuato y Guido creyeron que yo sería el candidato adecuado para la nueva etapa. Me lo propuso Guido y a los dos días yo acepté. Los problemas serían aún mucho más difíciles de lo que se veía.
¿Qué “jugo” le sacaste a esta experiencia?
Esta experiencia de gestión me cambió totalmente la cabeza, porque comprendí que con gran frecuencia los intelectuales somos muy voluntaristas. Mi preocupación por las cuestiones fiscales, cuando volví a investigar, nació ahí. Aprendí que no se puede gastar más de lo que se tiene. También nació mi preocupación por las cuentas.
Recuerdo que Mario Marzana, secretario general del ITDT, me decía: “¿querés que me haga cargo de la parte mala de la gestión?”. De ninguna manera fue mi respuesta, porque yo había elaborado dos principios: primero uno que se deriva de la experiencia de montar a caballo. Si uno tiene miedo cuando lo va a montar, el caballo se da cuenta y es muy probable que lo tire. Yo soy el director,- le dije- tengo que ocuparme de todo; de lo malo, de lo bueno, etc. El otro era el del bote salvavidas. Si uno está a cargo de un bote salvavidas y le dan un revólver para mantener el orden y salvar la vida de los que están en él y uno sabe que la capacidad es limitada y que está lleno, uno no los puede dejar subir a los que se acercan porque el bote se hunde y mueren todos. Entonces tiene que utilizar el arma. Es horrible, pero esa es la responsabilidad. Si no estás en condiciones de hacerlo, no asumas la responsabilidad.
En el Instituto se reunió un conjunto excepcional de economistas, historiadores y sociólogos. Mantel, Ana María Martirena-Mantel, Gallo, Botana, Francis Korn, Javier Villanueva, Julio Berlinski, Juan Carlos Torre y más adelante Alfredo Canavese, Juan José Llach y Pablo Gerchunoff.
Desde comienzos de la década de 1980 empecé a enseñar, primero medio circunstancialmente y luego en forma definitiva, en la Universidad Católica Argentina. La cátedra de historia económica estaba entonces a cargo de Carlos Carballo. En un seminario que se dictaba en el quinto año del grado, me ocupaba de temas monetarios. Tuve excelentes alumnos, como Gerardo Della Paolera, Javier Ortiz, Carlos Newland, Luisa Zorraquín, Mariano Filippini, Sole Olcese, Patricia Saporiti, Fabiana Titó, etc.
Por otro lado, con Severo Cáceres Cano, Carlos Segretti, Carballo, Samuel Amaral y Eduardo Miguez, fundamos la Asociación Argentina de Historia Económica, ya que la primera se había disuelto. Fui su primer presidente y la Asociación continúa hoy realizando sus jornadas.
Por ese tiempo también durante 8 años fui miembro del Board de la Comisión Fullbright.
Volvamos a la enseñanza de la historia económica…
Hacia 1980 organicé y dirigí en el ITDT un postgrado en Historia Económica, que aparte de las materias y seminarios específicos, a los historiadores les exigía que cursaran materias de micro y macroeconomía, cálculo y estadística. Fue la única experiencia en la argentina de esta naturaleza. De allí surgieron Alejandra Irigoi, quien luego se doctoró en Historia Económica en la London School of Economics (LSE) y Mónica Gómez, quien se doctoró en Historia en el Colegio de México.
Pero quizás la experiencia más importante en la enseñanza en la disciplina la hice en la Universidad de San Andrés, adonde llegué invitado en 1990 por Rolf Mantel, quien en ese entonces dirigía el departamento de Economía y que estaba interesado en mi enfoque. Sostenía que la historia económica es una ayuda indispensable para la intuición económica. Al comienzo en el departamento de economía éramos un grupo chico pero muy representativo, formado por el propio Mantel, Víctor Yohai, Schenone, Ignacio Zalduendo, vos y yo.
Enseño allí desde hace 17 años, durante 3 fui director del departamento de Economía y también aquí tuve alumnos brillantes. Me voy a olvidar de muchos nombres pero obtuvieron brillantes doctorados Tomás Serebrisky, Mauricio Drelichman que enseña Historia Económica en Canadá, Carola Frydman que se doctoró en economía en Harvard y enseña en MIT, etc. De mis cursos de Historia Económica Mundial surgió el libro que en 2003 publicó Ariel y ya está en su tercera edición.
¿Cómo se hace para ser profesor de Chicago, Harvard, etc.?
Los 2 o 3 años que enseñé en Yale lo hice gracias a una invitación del profesor Richard Morse. Fue entonces cuando el Comité Conjunto sobre estudios latinoamericanos del SSRC de los Estados Unidos, que presidía Joe Grunwald (quien durante años había coordinado los estudios de ECIEL) me propuso como coordinador del proyecto de Historia Económica, junto a un profesor de Princenton llamado Stanley Stein. De ese proyecto surgieron un par de libros en inglés: A Guide to Latin American Economic History, coeditado con Stein y publicado por la University of California Press, y The Export Economies of Latin America, coeditado con Shane Hunt, profesor de la Boston University y publicado por Homes and Meier.
En 1970 gané la beca Guggeheim y la aproveché para ir al St Anthony’s, en Oxford, como miembro asociado senior, donde comencé una investigación que culminó con la publicacion de El Progreso Argentino (Sudamericana, 1979).
En 1974, aprovechando mi año sabático, fui a Wisconsin invitado por Peter Smith y allí, en el seminario de historia económica que dirigían Jeffrey Williamson y Peter Lindert, presente trabajos que formaban parte de una investigación que continué en Cambridge (Inglaterra), como miembro del Latin American Centre, donde presenté una monografía sobre mercado de trabajo.
De esta manera ingresé a un “circuito” internacional que mantuve durante todo el tiempo. Esto es muy importante para Argentina porque en esta “sociedad del conocimiento”, o estás cerca de los lugares donde se genera conocimiento, o te quedás afuera. Me preocupé en estar permanentemente en contacto con el exterior, y una cosa lleva a la otra. Concité interés porque tenía una visión distinta y novedosa, y como en esa época era joven… prometía, cosa que ahora… menos.
Chicago y Harvard fueron experiencias mucho más recientes, pertenecen a la década de 1990. A Chicago fui a ocupar una cátedra Tinker, invitado por John Coastworth, director del Centro de Estudios Latinoamericanos. Como los estudiantes de historia tenían que dar un “examen general”, entre los requisitos del doctorado, mi curso tuvo gran éxito y me volvieron a invitar.
En Harvard estuve un semestre en 1998, también invitado por Coastworth en la cátedra Robert Kennedy de estudios latinoamericanos
Además presidiste la Asociación Internacional de Historia Económica.
Así es. En 1968, mientras era profesor en Yale, asistí a un congreso de historia económica en Blumington, Indiana. No pude asistir a ningún otro más hasta comienzos de la década de 1980, cuando concurrí a una reunión que tuvo lugar en Berna, Suiza debido a que estuve inmerso en mis actividades como director del ITDT. Como consecuencia de lo cual me invitaron a participar en una sesión sobre deuda latinoamericana que tuvo lugar en Lovaina, en 1990, donde estaba Albert Fishlow, de quien era amigo.
Había conocido varios años antes en Buenos Aires a Rondo Cameron, lamentablemente fallecido, quien se dedicaba a historia económica mundial, era miembro del comité ejecutivo de la Asociación, conocía mis trabajos y me propuso para integrar dicho comité. A partir de dicha reunión de Lovaina, y hasta la última que se celebró, fui miembro del comité ejecutivo, para terminar presidiendo la asociación internacional. Fui el primer no europeo que llegó al cargo.
La Asociación Internacional fue fundada en algún momento de la década de 1960 por Fernand Braudel y Michael Posnan, este último profesor de historia económica en Oxford. Fui miembro de su comité ejecutivo desde comienzos de la década de 1980 y ahora soy presidente honorario. La institución tiene miles de miembros.
Tu posición frente a la “cliometría”
Hay que tomarla en serio, pero su utilidad depende del grado de sofisticación utilizado en el análisis.
¿Ves en el Primer Mundo que esté aumentando la importancia de la enseñanza de la historia económica, dentro de la formación de los economistas?
No. Inclusive en las universidades donde la historia económica era más importante, como la de Chicago con Robert William Fogel y David Galenson, es cada vez menor la cantidad de graduados buenos, especializados en historia económica. Lo cual es importante porque los departamentos tienen fuerza cuando hay graduados buenos. Esto tiene mucho que ver con la demanda de las profesiones, y con las cátedras que aparecen en las universidades. De manera que no lo veo.
Siempre hay grupos, como el seminario semanal que actualmente desarrollan de manera conjunta Harvard y MIT, dirigido por Jeffrey Williamson con Claudia Goldin y Meter Temin.
¿Qué claves hay en la manera en que abordás tus análisis de historia económica?
Comencé leyendo la literatura, y trate de introducirle cierta razonabilidad económica. La literatura sobre desarrollo económico entonces existente, que leímos en sociología, integrada por los trabajos de Ragnar Nurkse, Gunnar Myrdal, Paul Narcyz Rosenstein Rodan, la CEPAL [Comisión Económica para la América Latina], estaba inspirada en la Escuela Histórica Alemana. Como en El burgués gentilhombre de Moliere, que hablaba en prosa sin saberlo, lo mismo pasa con el uso de los enfoques de la escuela histórica alemana.
¿Qué era la Escuela Histórica Alemana, en la interpretación de aquel momento en Argentina? Era la idea de las etapas: había que pasar de la agricultura a la industria, de las economías locales a las regionales, de ahí a las nacionales y luego a la economía internacional. Y además –y esto era muy atractivo para los historiadores- que no había leyes generales sino “casos históricos”. La escuela alemana, como la francesa, era muy “anti-teórica”, por oposición a la escuela anglosajona.
A la luz de todo esto “había que industrializarse”, el enfoque de Walt Whitman Rostow. En Pioneers of development, que el Banco Mundial publicó en 1984, Celso Furtado reconoció las influencias de Friedrich List, Prebisch, la CEPAL, etc., todas las cuales sugerían que si no nos habíamos industrializado en algún momento, es porque algo había fallado.
¿Por qué todo el mundo dice esto?, me pregunté. Me puse a estudiar 2 mercados: el laboral y el de la tierra. Se pensaba que por razones institucionales los mercados no funcionaban. En el caso del mercado de trabajo se creía que había una segmentación, donde dado el fuerte poder político que tenían los sectores tradicionales agropecuarios –congruente con la tesis marxista del “ejército industrial de reserva”- autores como James Scobie y Ricardo M. Ortiz pensaban que los inmigrantes llegaban a Argentina, y como no tenían posibilidad de acceso a la tierra quedaban expulsados, vegetando en el sector urbano de la economía, deprimiendo los salarios urbanos. Esta era la verdad generalmente aceptada.
Contra eso conjeturé: “si los inmigrantes siguieron llegando, a lo largo de 3 décadas, algo tuvo que estar pasando. Tiene que haber una relación entre lo que los inmigrantes ganan y el hecho de que vengan; millones de inmigrantes no puede haber hecho mal los cálculos”.
Junto a la cual dije: “vamos ver”. Conseguí datos de salarios públicos y privados (estos últimos, a partir de los libros de contabilidad de la empresa Bagley), y construí una serie de salarios que cubrió 30 años. La cual por supuesto no es representativa de todos los trabajadores en relación de dependencia, y donde las variaciones anuales hay que utilizarlas con prudencia, porque de repente tienen más que ver con la empresa que con la economía. Pero la cotejé con los salarios públicos, y encontré algo muy parecido.
Concretamente, hallé que durante 3 décadas el salario real había aumentdao 1% por año. Hallazgo que cuestionaba todo lo que hasta entonces se había dicho sobre la explotación de los inmigrantes. El mercado de trabajo era muy fluído en aquella época. La inmigración respondía muy rápidamente a los cambios en la demanda de trabajo.
Las remesas que los trabajadores envían a sus países de origen es el indicador más claro de que les va bien. Si uno puede ahorrar, es porque puede vivir bien, y le financia al pariente que quedó en Europa, para que viva o para que viaje, y además le consigue trabajo. Los pasajes eran muy baratos, porque los barcos viajaban de aquí para allá cargados con granos, pero regresaban con lugar libre porque las manufacturas ocupan menos lugar. Había gran sensibilidad a los cambios en la coyuntura: en la crisis de 1890 la inmigración cesó, de manera que el mercado de trabajo era tremendamente elástico.
Publiqué todo esto en “Tendencias de los salarios reales en Argentina, 1880-1910”, documento de trabajo del Instituto Torcuato Di Tella, 1974, y después lo presenté en Cambridge, Inglaterra.
Posteriormente, en un viaje que realicé a Italia, conseguí datos de salarios italianos. Fui el primero que hizo análisis salarial comparativo, luego lo siguió Jeffrey Williamson, en parte utilizando mis datos. Encontré que la diferencia salarial entre Argentina e Italia era enorme, lo cual justifica la inmigración.
Una cosa importante del investigador es su “olfato”. Antes de hacer los cálculos detallados encontré que el tipo de cambio era de 25 liras/$ 1, que el salario en Argentina era de $ 30 y en Italia era de 100 liras, por lo cual ningún ajuste vía tipo de cambio de equilibrio o de paridad podía modificar la conclusión que surgía de manera tan clara.
La relación trabajo urbano y rural también mostraba flexibilidad. En la época de cosecha la gente iba al campo, mientras que durante el invierno trabajaba en la construcción. Como ambas son actividades no especializadas desde el punto de vista laboral, había mucho desplazamiento de un sector a otro.
Lo mismo me pasó con el mercado de tierras. ¿Cómo puede ser que en un país abundante en tierras y escaso de población, los terratenientes se quedaran quietos y monopolizaran toda la tierra? Sería irracional, porque lo que les convendría sería que la gente poblara los campos, que la tierra se valorizara, etc., porque si quedaba inexplotada no valdría nada. La valorización de la tierra pasa porque los inmigrantes lleguen a los campos y trabajen, todo lo contrario de lo que se decía.
En Dinero, deuda y crisis (Sudamericana, 1989) descubrí que en los trabajos anteriores, incluyendo los de John Williams, se había malinterpretado las notas metálicas que aparecen en los balances del Banco de la Provincia de Buenos Aires y del Banco Nacional, alrededor de 1870. Se pensó que las notas metálicas eran metálico. No, así como luego hubo depósitos en dólares (los “argendolares”) en aquel entonces era lo mismo. Como el peso corriente estaba muy desacreditado como moneda de cuenta, había depósitos y circulante denominados en una moneda distinta, el peso fuerte, que se cotizaba 25 a 1 con respecto al peso corriente. Williams, en su libro que por lo demás es excelente, cuando afirma que no hubo expansión del circulante durante la década de 1880, se restringe a pesos corrientes, pero no incluye los depósitos y circulante denominados en pesos fuertes. El libro ganó el primer premio nacional de Historia.
De ahí mi énfasis en todos estos años en el sentido de que toda investigación en historia económica tiene que estar orientada por la teoría económica, no en el sentido econométrico estricto pero sí en base a los principios generales, y además tiene que estar probada empíricamente en base a ciertas técnicas estadísticas básicas. Héctor Luis Diéguez, a quien le interesaron mucho mis trabajos, me dijo que a veces en historia económica, cuando los datos son poco confiables, no vale la pena hacer ejercicios econométricos sofisticados pero sí un gráfico simple, para tener una idea general de lo que está pasando.
Las primera etapas de la modernización de la América Hispana (The first stages of modernization in Spanish América (Harper & Row, 1974) recoge la influencia que recibí de Estados Unidos. El enfoque que en dicho país se le da a la historia económica es muy distinto del de Francia (por mis estudios sociales yo tenía la influencia de la escuela francesa). Esto implicó acercarme a Douglass C. North, a la aplicación de la teoría del crecimiento basada en el bien primario exportador (staple theory of economic growth), es decir, la teoría que se basa en el hecho de que en los “países nuevos” no se dan las etapas que sugería la explicación del proceso de desarrollo que reinaba en la década de 1950, y también que un país puede ser exportador de productos primarios y tener crecimiento económico, por lo cual esto no necesariamente es un obstáculo al proceso de crecimiento.
Idea que a su vez se conecta con la economía de la localización, que ahora se denomina la “nueva geografía económica”, principalmente de la mano de Paul Krugman. North comenzó como especialista en economía de la localización. Hay países que tienen una relación muy especial entre recursos naturales y población, y en dichos países resulta conveniente dedicarse a la explotación de los recursos naturales, para la exportación, dada la limitación de los mercados internos. De manera que ser exportador no es una cosa negativa para su desarrollo.
A North lo invitamos a la Argentina antes de que recibiera el premio Nobel y habló en una de las reuniones de la Asociación en Córdoba. Luego estuve en su casa en St. Louis, Missouri, y también terminamos siendo amigos. Fui consultado por el Comité Nobel respecto a su candidatura, que por supuesto apoyé.
La idea de la literatura anterior era la de los “enclaves”, que en los países subdesarrollados había ciertas áreas que estaban más vinculadas con los países centrales, que con el resto de sus economías. La nueva literatura enfatiza los efectos difusores, que hacen que la ganancia del sector exportador se extienda al conjunto de la economía, efecto que principalmente tiene que ver con la intensidad con la cual se usan los recursos.
Esto sirve para explicar Argentina, con su agricultura y el poblamiento de toda el área pampeana, independientemente de si hubo o no oligarquía. La cuestión está en poblar los territorios vacíos, se crean pueblos, llega el ferrocarril, y todo eso fomenta la economía en su conjunto. La economía argentina no era petrolera, minera, inclusive de “plantación”, como Cuba o el sur de Estados Unidos con el azúcar. Si hay algún caso parecido al del resto de Estados Unidos, o a Canadá, es precisamente el de Argentina. Donde las características institucionales son menos importantes, porque la riqueza no tiene tanto que ver con la propiedad sino con el uso que se hace de dicha propiedad. El valor del activo tierra no lo da la propiedad de los terratenientes, sino los inmigrantes cuando la cultivan. Antes de esto la tierra no tenía ninguna importancia, ningún valor.
Cuando presentaste los trabajos sobre salarios y tierra, tus colegas dijeron “Roberto, menos mal que nos hiciste ver la verdad”, o “esto es políticamente incorrecto”.
En aquel momento fue absolutamente políticamente incorrecto. Hasta que fue aceptado, fue considerada una visión conservadora, pro sectores poderosos. Cuando yo lo único que hacía era mostrar lo que daban los datos, que a su vez era lo que cabría esperar si se tenía en cuenta la racionalidad de quienes tomaban las decisiones.
Después cambió la cosa, y hoy –aunque a veces sin reconocerlo-, tanto en la investigación del mercado de trabajo como en el de la tierras se terminó reconociendo que la cosa era así. Pero muy poca gente se tomó el trabajo de hacer la investigación empírica. Todavía no apareció alguien que haya rectificado mis estimaciones, a pesar de que en mis trabajos dije que dichas series debían ser complementadas con otras. No creo que la tendencia pueda ser modificada por completo, pero las estimaciones pueden ser mejoradas.
Roberto, gracias.
A vos.
Esta nota fue publicada originalmente en Revista de Economía y Estadística, Vol 44 (Nº 2) 2007 y se reproduce en Foco Ecoónimo con autorización de los Editores en Jefe.