Entrevista a Guillermo Calvo, por Juan Carlos de Pablo

Calvo nació en la ciudad de Buenos Aires, el 13 de mayo de 1941. Desde setiembre de 1981 está casado con Sara Noemí Guerschanik, quien también es economista (doctorada en la universidad de Columbia). Comenzó sus estudios de economía en la Universidad de Buenos Aires, doctorándose en la de Yale en 1974. Enseñó en las universidades Nacional y de los Andes, de Colombia, Torcuato Di Tella y UCEMA de Argentina, y en las de Columbia, Pensilvania y Maryland, de Estados Unidos. Fue asesor principal del departamento de investigaciones del Fondo Monetario Internacional, y desde 2001 es economista jefe del Banco Interamericano de Desarrollo. Desde 2005 y durante 3 años, preside la Asociación Internacional de economía. Su curriculum completo se puede consultar en www.bsos.umd.edu/econ/calvocv.doc.

Dentro de la profesión, es internacionalmente conocido por sus trabajos sobre inconsistencia temporal, reformas increíbles, precios escalonados y frenazos de flujos de capitales; fuera de la profesión es principalmente conocido por haber anticipado la crisis mexicana que estalló a fines de 1994. A pesar de haber vivido 4 décadas fuera de Argentina, tanto su temática de investigación, como su estilo de conversación, son absolutamente porteños. Es increíble la frecuencia con la cual le hace decir a sus interlocutores “miren, muchachos”. Expresión particularmente notable cuando la pone en boca de Julio Hipólito Guillermo Olivera.

La conversación que sigue comenzó personalmente en Buenos Aires, el 21 de marzo de 2006, y continuó a través del correo electrónico.

¿Dónde naciste? Habla también de tus padres.

 Nací en Capital Federal, cerca del Once. Vivimos ahí 7 u 8 años. Después nos fuimos a Villa Ballester, y cuando tenía unos 15 años nos volvimos a mudar, esta vez a Caballito.

Mis padres eran argentinos. Mi padre desciende de Carlos Calvo (1824-1906), jurisconsulto argentino, autor de la Doctrina Calvo, así que somos argentinos “desde siempre”. Mi madre (ellos decían) desciende de vascos-franceses; seguramente que eran vascos, o tal vez catalanes (su apellido de soltera era Castel, una posible transformación de Castells, debida a los agentes de inmigración), pero sospecho que agregaban lo de francés porque quedaba bien. Primero llegaron a Uruguay. Creo que mi abuelo materno era uruguayo, yo no lo conocí.

Mi padre trabajaba en el Banco Central, era un empleado de rango medio, más administrativo que técnico. Aunque no tenía ningún grado universitario vivió dentro del banco muy rodeado por la gente que había quedado de la época de Raúl Prebisch. Cuando yo tenía 15/16 años algunos de sus amigos se enteraron que yo tenía cierta inclinación por la economía (no sé cómo se enteraron, porque entonces yo tampoco lo sabía), y comenzaron a regalarme libros de economía. Como Principios de economía, de Frank William Taussig.

¿Qué recordas de la escuela secundaria?

En Caballito fui a la que quedaba enfrente de mi casa, donde dictaba clases el profesor Julio Olivera [papá del economista Julio Hipólito Guillermo Olivera. En adelante, Olivera padre e hijo, respectivamente].

Con Olivera padre tuve la suerte de que en vez de que nos enseñara con un texto cualquiera de los que se utilizaban en el colegio secundario, que te contaban dónde nació fulano, dónde murió, si era de izquierda o de derecha, nos dijo: “miren muchachos, ustedes lo que tienen que aprender es [Marie Esprit León] Walras y equilibrio general”.

¿En el colegio secundario?

Sí, y no sólo eso sino que nos dio las ecuaciones. Y entonces de repente yo dije: “Ah, ¿esto se puede escribir así, y se puede entender así?”. Creo que eso me prendió la lamparita. La llama, más bien.

Perdoname que insista. ¿Vos dirías que a los 16 años entendías a Walras, o que meramente reproducías las ecuaciones? Equilibrio general en la escuela secundaria…

 Seguramente que me llevó mucho tiempo poner las cosas en contexto, pero había una relación intuitiva natural.

En mi segundo año del colegio secundario, en Villa Ballester, había tenido la suerte de tener un gran profesor de matemáticas, de apellido Matienzo, quien nos decía: “muchachos, hay que probar el teorema de Pitágoras. Acá tenemos el libro, pero no lo vamos a leer. A ver si lo prueban ustedes”. Y nos ponía a competir, dándonos pistas. Encontré que eso era tremendamente divertido. Y lo de Walras también lo encontré muy divertido, aunque al principio no tuviera mucha idea de para qué servía.

¿Cuánta de la “culpa” de que te dediques a la economía, entonces, tienen tu papá y Olivera padre?

 La curiosidad por la economía venía seguramente mucho por mi padre, por las discusiones que había en casa sobre estos temas. Pero yo no entendía nada, sentía que no podía penetrar los temas. Al final era muy aburrido, porque se entraba mucho en cuestiones de detalle. Por ejemplo, mi padre trabajó en el Instituto Movilizador de Inversiones Bancarias, y era uno de los encargados de la liquidación de entidades. Como yo no podía poner los detalles en contexto, me parecía tremendamente aburrido.

Así que vos naciste poniendo las cosas en contexto, porque en tu obra escrita es una de tus características más sobresalientes. Captar una historia y modelarla.

Ahora que me estás haciendo reflexionar, yo necesito eso. Si no, no entiendo. Hay gente que puede entender realidades de manera más intuitiva, y opinar sin modelo. Todos tenemos un modelo, claro. Pero hay gente que lo tiene más espontáneamente, yo necesito elaborarlo.

 Luego del secundario; ¿te tiraste de cabeza a la Facultad de Ciencias Económicas, dudaste…?

 Cuando terminé el secundario tenía 16 años. Siempre estuve adelantado en la escuela.

Durante un año trabajé en la Facultad de Medicina (sic), cuando Florencio Escardó era decano.

Como mi padre había empezado la carrera de contador, y nunca la había terminado, había esa cosa en la familia de que “naturalmente” yo tenía que estudiar para contador. Además, yo había ido al comercial, de manera que fui a Económicas, en la Universidad de Buenos Aires (UBA).

Ingresé en 1958. Había un problema: la licenciatura en economía todavía no se había creado. Tuve que estudiar contabilidad, y a mí contabilidad me aburría.

Al poco tiempo, por concurso, ingresé al Banco Central [donde Olivera hijo era gerente de investigaciones económicas. De aquí en adelante Olivera a secas, porque es obvio que sólo se puede tratar del hijo]. Olivera fue “el santo de la espada”, pero quien allí me ayudó enormemente fue Elías Salama.

Me parece que hice “clic” en ese momento. Olivera me dijo: “lea Análisis económico, de Kenneth Ewart Boulding, Matemática para economistas de Roy George Douglas Allen, etc.”. Empecé a leer y dije: “Ah, esto se entiende todo”. Hacía poco que Don Patinkin había publicado Dinero, interés y precios, que Olivera enseñaba en la universidad. Y de golpe Patinkin ponía todo junto.

Recuerdo que el Banco Central tenía que confeccionar su memoria anual [dejó de hacerlo en 1987] y a un grupo muy interesante que también integraban Adolfo Edgardo Buscaglia, Arturo O’ Connell, etc., Olivera nos pidió que le ayudáramos a escribirla. Yo escribí algo, de lo cual lamentablemente no conservo copia, siguiendo a Patinkin, a partir de lo que había pasado en el año anterior en el mercado de bonos y el resto de los mercados financieros. Me imagino que debe haber sido un pastiche.

Esto implica que llegas a la economía, a raíz de tu “entrenamiento laboral”.

 Efectivamente. Como te dije, la carrera de contador no me interesaba. Me incorporé a los seminarios de Olivera. Entre paréntesis, para ser admitido había previamente que tomar su curso de “Dinero, crédito y bancos”. Yo nunca lo tomé, pero igual me dejó entrar porque me conocía del Banco Central. Y estábamos a un nivel tal que lo que yo iba a estudiar era muy aburrido. Situación muy peligrosa.

Olivera dijo “miren, muchachos, ustedes tienen que leer 3 o 4 libros en economía. Y ya está. Eso es economía”. Valor y capital, de John Richard Hicks; Fundamentos del análisis económico, de Paul Anthony Samuelson. Más Patinkin, que se leía en sus clases. Nosotros, aparte, nos pusimos a leer Teoría del valor, de Gerard Debreu. Leímos topología general, ese tipo de cosas, para poder entender. No llegamos muy lejos.

No había un sólo “grupo de Olivera”, sino diferentes seminarios. En el primero estaba Rolf Ricardo Mantel, en el segundo Miguel Sidrauski, en el tercero estaba yo y en el grupo también estaba Juan Vital Sourrouille.

¿Cómo eran “la atmósfera” y el funcionamiento de los seminarios de Olivera hijo?

 Había un eje central, que era el de la economía matemática; en ese momento una novedad, hoy constituye la corriente principal dentro del análisis económico.

Ayer, circunstancialmente pasé por delante de la facultad [Córdoba 2122] y recordaba: ¡qué entusiasmo teníamos! Entusiasmo provocado por un hombre que –vos también lo conoces bien- nadie diría que es una tromba. El nunca llegaba y decía: “muchachos, vamos por acá o por allá”. Se sentaba en la parte de atrás del salón, no decía una palabra, y nosotros nos sentíamos como si estuviéramos en presencia de… Dios. Olivera nos inspiraba con el silencio. Además, debíamos ser todos medio loquitos.

Durante las décadas de 1950 y 1960, aquí en Buenos Aires, con Olivera ocurrió una cosa maravillosa, una especie de milagro. Olivera a veces hablaba del mundo de los gigantes antes del Diluvio, creo que el exageraba con lo del Diluvio. Pero cómo se dio todo eso… yo a Mantel o a Sidrauski no los conocía, no éramos de la misma escuelita. Los descubrió no sé cómo, aparecieron ahí no sé cómo. Fue extraordinario. Yo competía con Sidrauski, era lindo. Después Miguel hizo una carrera espectacular, era para quedarse diciendo: “ganó, qué le vamos a hacer”. Fue penosísimo cuando falleció. Competíamos, pero luego decíamos: “estoy compitiendo, pero con Maradona”. De golpe me metía goles, pero no era que yo era un zonzo sino que él era muy bueno. Y La habilidad analítica que tenía Mantel… Todo con muy buena onda. Había sueños, que colectivamente no pudimos realizar, aunque individualmente sí. A uno le encantaría decir “ahora, acá están los muchachos, dale para adelante, pensando, habiendo puesto esta escuela en el mundo”. Pero por alguna razón no se dio.

¿Terminaste la licenciatura en la UBA?

No. En la mitad de la carrera apareció Javier Villanueva, que estaba en el Instituto Torcuato Di Tella, y me dijo: “mirá, tenemos unas becas; ¿no querés una?”. Bueno, pero no estoy graduado. “No importa, nosotros mandamos los papeles. Si te aceptan, te aceptan”. ¡Y me aceptaron! [en la universidad de Yale]. En un programa medio raro, donde éramos todos “ciudadanos de segunda categoría”. En el mismo programa, pero antes que yo, habían entrado Salama, Rolf [Mantel] y Ana María [Martirena Mantel]. Me fue muy bien, pero era un programa de Master; si te iba bien por ahí te aceptaban para el programa de doctorado.

Estoy delante de la típica y deliciosa irresponsabilidad juvenil. Villanueva te dice “aquí tenemos una beca”, y vos decís “y dale”. ¿Habías salido de Argentina alguna vez, antes de viajar a Yale; cuál era tu exposición al mundo en ese entonces?

 Mínima, pero con mucha suerte. Cuando tenía 19 años el Banco Central recibió una beca del gobierno de Japón, competí y fui (Olivera me mandó, porque fue quien decidió). Estuve allí 2 meses, y lo conocí a Michio Morishima, yo ya tenía formación como para hablar con él.

A mí lo que me entusiasmaba de Yale era que estaban Debreu y Tjalling Charles Koopmans (con este último terminé escribiendo la tesis). Yo sabía con lo que iba a lidiar. Aquí habíamos leído los 3 ensayos sobre el estado de la ciencia económica de Koopmans, que me parecieron bellísimos, especialmente el primero. Era una mente excepcionalmente clara.

Uno asocia a Yale con James Tobin y con Carlos Federico Díaz Alejandro, es decir, con economía aplicada

 Carlos Díaz fue un amigo desde el principio. No fue una luz que me dirigió en cuanto a economía, pero sí alguien con quien yo hablaba mucho de economía. Además era buenísimo, una gran persona. Carlos jugó un papel importante, además, porque cuando uno llega allá no sabe el idioma, no conoce a nadie, tener un tipo como él que te está recibiendo del otro lado es una delicia. Siempre fue muy amigo mío.

Con Tobin me lleve mal, siempre. Pero mal. Yo estaba un poco delante de los tiempos en macroeconomía, me doy cuenta ahora por las preguntas que le hacía. Y él era un tipo muy brillante, pero muy cabeza dura.

Además tímido, como comprobé cuando lo entrevisté, aquí en Argentina, en 1986.

 Efectivamente. El hecho es que no me fue bien con el curso, yo no entendía bien qué era lo que hacía, no entendía esa macro. La famosa “q” de Tobin, como él la explicaba, yo no entendía. Hoy hay formulaciones que la explican de manera clarísima. El entendía. Es la diferencia entre ser brillante y entender algo, y poderlo comunicar. A mí no me comunicás con cosas milagrosas, o misteriosas. Tiene que ser un teorema, o que me digas: “hasta aquí llego yo, más allá no entiendo”.

En una clase planteó ecuaciones y le metió un épsilon a la derecha. Entonces le pregunté: “ese épsilon; ¿dónde lo modeló?”. Me respondió: “si usted quiere saber esas cosas, tome un curso de econometría”. Y después resultó que ese tipo de pregunta es la que está atrás de toda la macroeconomía moderna, expectativas racionales.

¿Sobre qué escribiste tu tesis?

 Sobre crecimiento óptimo en un modelo en que la mano de obra con la que opera una máquina se determina en el momento de la inversión y no se puede cambiar en el futuro (estos modelos se conocen en inglés como “putty-clay” o “vintage capital”). ¿Por qué este tema? Por una palabra, porque así son las cosas a ese nivel, cuando uno es joven. Recuerdo la obsesión que tenía mi padre con la palabra obsolescencia. Como él no entendía la economía del caso, consideraba que dejar de utilizar un bien, por razones de obsolescencia, cuando todavía resulta útil, era un desperdicio. Entonces me pareció interesante construir un modelo de crecimiento óptimo, donde genero capital pero en algún momento lo tiro. Me dio un trabajo de locos, pero me pareció fascinante la belleza de poder explicar el hecho como un fenómeno, no sólo posible, sino óptimo.

Tu viejo merecía eso.

Así es. Le debí haber dedicado la tesis a él.

¿Terminaste de escribir la tesis…?

 No, no la terminé, al menos de manera inmediata.

En 1967–1968 Estados Unidos estaba en plena guerra de Vietnam. A través de Koopmans conocí a Hirofumi Uzawa. En 1967 participé en su seminario de verano, que antes había tomado Miguel Sidrauski. Formé parte de un grupo fascinante.

Uzawa era un tipo extraordinario, que me ayudó muchísimo, porque Koopmans te daba una especie de armazón, muy fuerte, pero tratabas de moverte dentro de ese armazón y no ibas a ninguna parte. Uzawa era mucho más ágil. Era un jugador que se movía muy rápido, muy buen gambeteador. Aceptaba los atajos, y por mi manera de ser esto va muy bien conmigo. Me mostró que se podía hacer teoría económica mucho más ágilmente, con menos aparato.

Pero Vietnam. Uzawa estaba muy en contra. Terminó yéndose, porque no aguantaba más vivir en Estados Unidos. Un día, uno de sus hijos, un pibe americano les dijo: “che, vos tenés cara de enemigo”. Era muy pesado. Uno de mis amigos, americano, había quemado su tarjeta identificatoria, para no ser reclutado. De golpe empecé a sentir que todo ese grupo de economía matemática, que se preocupaba por si la función era cóncava o no, estaba metido en una tontería. Me sentía muy incomodo en Estados Unidos, y comencé a buscar.

La Fundación Ford me consiguió trabajo en Perú, a donde fui sin terminar mi tesis. Tenía algunas cosas escritas, pero en ese momento no existía Internet o algo por el estilo. Entre pitos y flautas, me fui en 1968 y la terminé en 1974, cuando ya dictaba clases en Columbia.

Enseñaste en Perú, y también en Colombia.

Siempre con la Fundación Ford. En Colombia enseñé en la Universidad Nacional primero, donde me echaron por “representar al Imperio”, y luego en la Universidad de Los Andes.

En Perú había enseñado en un programa de capacitación del Banco Central. Y después seguí con programas de capacitación, porque ese fue un poco el “efecto Olivera”. Como éste se podía sentar atrás, y hacer milagros, yo dije: “acá se pueden hacer milagros. ¿Cuál es el problema? Que la gente no tiene acceso a este tipo de conocimientos. El capital humano tiene que estar ahí. Yo me siento a escuchar lo que dicen ellos”. Eso hice, con mucho éxito. Y la Fundación Ford dijo: “este tipo nos sale baratísimo. Antes teníamos grandes programas, ahora tenemos que pagarle a un solo tipo, que básicamente se sienta atrás, y le enseña matemáticas a los jóvenes, que a estos les parece maravilloso”. A los mejores alumnos después los mandábamos a estudiar en el exterior.

En 1972 no sabía qué hacer. No tenía tesis, se me acababa el contrato con la Fundación Ford, y ahora qué. En ese momento Díaz Alejandro pasó por Colombia, y me comentó que Ronald Findlay, de la Universidad de Columbia, estaba buscando un profesor, no conseguían a nadie, no sé qué les había pasado. ¿Querés que mencione tu nombre?, me preguntó. Así fue como terminé yendo a Columbia.

No te imagino como profesor. Yo decís: “me siento al final y hablen”. Pero eso es un seminario. ¿Cómo sos dictando cursos?

 Dicen que soy muy bueno, pero a mí no me gusta enseñar.

He tenido mucho éxito, porque simplifico. En los cursos de graduados los alumnos son generalmente muy brillantes, supermotivados. Sin embargo, algunos de los trabajos que tienen que leer son muy complejos o simplemente están mal escritos, yo tengo la habilidad de mostrarles la esencia del trabajo.

Mi ventaja comparativa es esa: como tengo esa necesidad de simplificar para entender, enseguida busco la esencia. Esto es bueno y malo. Es bueno porque entienden, pero los estudiantes graduados necesitan misterios, y si la cosa está demasiado clara pueden pensar que es demasiado simple.

Me gusta hacerlo, pero lo simplifico tanto que al final yo me aburro. Porque además, como les sirve, me lo piden con más trabajos, y me la tengo que pasar leyendo monografías. Y a mí hoy día la economía me interesa más que las monografías. Mirar más los casos reales que las monografías.

Sobre esto último te pido una elaboración. “A mi hoy día la economía me interesa mas que las monografías”. Tengo la impresión que actualmente la porción académica de la profesión está totalmente divorciada del análisis de la realidad. Y a la luz de los problemas reales, este divorcio me permito calificarlo de escandaloso.

 El divorcio existe. Ocurre que en Estados Unidos las universidades tienen tantos recursos que pueden actuar independientemente de la realidad. Crean sus propias reglas, es como una especie de deporte. ¿Qué tiene que ver el jugador de fútbol, con el señor que camina por la calle? Poco. Este último hace muy pocas cosas relevantes para quien juega al fútbol.

La academia hoy es como una especie de deporte. La cuestión no es necesariamente entender lo que a vos y a mí nos interesa, puede ser que algún día ayude, pero es más un ámbito donde hay ciertas preguntas, que alguien formula, y reglas de juego que se aceptan. Hoy en día no podrías publicar una monografía basada en expectativas adaptativas. Entonces tenés que incluir expectativas racionales. Y además tenés que poner shocks. Entonces después solucionás el modelo. Pero entonces no se puede. Bueno, entonces hay que hacer calibración. Para lo cual hay que saber programar. Toda esta creciente complejidad técnica, de golpe se vuelve el foco de atención.

Estamos delante de un creciente proceso de especialización. La gente se está largando a hacer cosas que puede que sirvan, en algún momento, pero que están desligadas del día a día.

Otra parte importante de tu carrera tiene que ver con tu paso por instituciones internacionales. Concretamente, por el Fondo Monetario Internacional y por el Banco Interamericano de Desarrollo.

 Antes de ingresar al Fondo como empleado permanente, había presentado monografías, invitado como académico por Mohsin Kahn. Un día a mi amigo Jacob Frenkel lo nombran economista jefe. Me llama y me dice: “vení, a hacer lo que quieras. Quiero cambiar un poco la `cultura’ de este lugar, para lo cual quiero traer académicos que piensen, y que se integren con el resto del personal”. Sonó divertido. Pedí licencia en la Universidad de Pensilvania, donde ya era profesor titular.

En el Fondo estuve como consultor durante un par de años, eso salió muy bien, me gustó mucho. Trabajaba con un grupo buenísimo, integrado por Carlos Vegh, Pablo Guidotti, Carmen Reinhart, Michael Dooley; además de lo cual Frenkel invitaba a gente como Rudy Dornbusch, Lars Svenson, etc. Intelectualmente, era una sala de juegos. Nadie había puesto a tanta gente, interesada en los mismos temas, en un mismo lugar, y en una institución interesada en problemas de formulación e implementación de políticas.

Acabas de decir que Frenkel te dijo: “Guillermo, vení a hacer lo que quieras”. Pero cabe imaginar que en el FMI  la agenda de investigación la debían fijar las autoridades.

 No, nos dedicamos a lo que nos parecía. Jacob me dejó una libertad total.

Luego de 2 años me nombraron de manera permanente, en un puesto que en términos del organigrama está inmediatamente debajo del de director. La categoría máxima, dentro de la línea.

Mientras estuvo Frenkel, seguí con el “hacé lo que quieras”. Lo cual anduvo muy bien porque en esas instituciones, si vos hacés eso, el resto de los funcionarios dice “esos tipos no sirven para nada, son académicos, pero a mí no me joroban”.

Un día se me ocurrió meterme en las cosas del Fondo, y ahí apareció el choque. El choque de culturas.

¿Qué fue eso, concretamente: escribir sobre la tarea de los otros, participar en reuniones, “calentarle la cabeza” al director-gerente del Fondo?

 Concretamente, escribir una monografía, en colaboración con Leonardo Leiderman y Carmen Reinhart, titulada “Influjo de capitales y apreciación del tipo real de cambio en América Latina: el rol de los factores externos”, publicada en el Staff Papers del FMI en marzo de 1993, luego de que yo me pegara una vuelta por América Latina, y viera que todos los países estaban teniendo apreciación del tipo real de cambio, acumulación de reservas, etc.

A la luz de esto me dije: “esto no puede ser. Aquí hay algo que está haciendo mover esto, más allá de las políticas económicas de los países. ¿Qué tal si es la política monetaria de Estados Unidos?”. Porque si esto fuera así, el día que dicha política cambiara, todos se irían de narices. Todo el mundo decía que todo iba bien, en Argentina con el plan de Convertibilidad, y en cada país escuchabas la misma historia. Volví a Washington y con ayuda de Reinhart y Leiderman (ellos hicieron la econometría), mostramos que claramente había factores externos. Escribimos un trabajo cuya tesis central es “está bien que los países hagan reformas, pero de golpe cambian las condiciones externas y todos se van de narices”.

Eso fue contra la cultura del Fondo, de una manera que inicialmente yo no me dí cuenta. Porque el Fondo decía que si uno hacía las cosas bien, no habría más problemas. Y yo decía: “no sé, porque de pronto puede haber problemas”. Esto generó una pelea muy fuerte dentro de la institución. Dejaron de mirarme con buenos ojos. “Este académico se está metiendo y nos está queriendo cambiar la cultura”, decían o, al menos, implicaban. Me fui antes del Tequila. El Tequila un poco validó nuestra preocupación.

Junto a lo cual, con Guidotti y con Manmohan Kumar, trabajamos sobre la estructura de los bonos públicos, pensando que eso podría ser otra complicación, y lo fue. Fueron 2 cosas que al final el Fondo absorbió, pero no fue fácil.

En la academia se aprecia la originalidad, en las instituciones donde se formulan las políticas se aprecia el consenso. Si vos estás en el Fondo, y vas a negociar con un país, no podés llevar contigo todas las voces que normalmente tenemos los economistas. Tenés que alinearte. Eso crea una mentalidad. Si te alineaste durante 25 años de tu vida profesional, ya sos otro tipo. El trabajo hace al hombre. Viene un miembro de la academia, que anda tirando tiros para todos lados, pifiándola a veces; eso resulta ser una personalidad molesta. Y no parece seria, además, porque con frecuencia cambia de opinión. Esas 2 culturas son difíciles de alinear, y no se han alineado.

Supongo que en tu caso, tenías como aliados a Frenkel, y también a su jefe, el director-gerente del Fondo, quien quizás dijo “quiero ver qué está diciendo ese muchacho”.

 Me daban libertad. El director gerente de ese momento era Michel Camdessus, un tipo más bien de izquierda, no era economista como nosotros lo definimos, sino más bien un administrador, y era una persona muy liberal en nuestro sentido de la palabra.

La dirección del Fondo hoy día es diferente. Yo no estoy adentro, pero por lo que veo es mucho más rígida.

Tu otra experiencia en organismos internacionales, es en el BID.

 A donde llegué por pura casualidad. Para cubrir la vacante le habían hecho una oferta a Santiago Levy, que es un economista mexicano, pero el presidente Fox le pidió que se quedara en el gobierno. Entonces [el presidente del banco] Enrique Iglesias salió desesperado a buscar otro candidato, y le dieron mi nombre (nos conocíamos a través de Carlos Díaz). Me llamó por teléfono un domingo, y me dijo: “te llamo para ofrecerte tal cosa”. “Bueno, gracias, hablemos después” le dije, y corté. Entonces le dije a mi mujer: “está loco”.

Comenzamos a hablar, me comentó que tenía montones de presiones políticas, agregando: “quiero que esa posición sea académicamente sólida, vos estás justo para el puesto”. Como Enrique es un tipo brillante, muy agradable, muy comprador (y, desde ya, nada loco), acepté.

Habla ahora de “Calvo, autor”, probablemente la faceta que más te distinga. Hace 4 décadas que vivís fuera de Argentina, más allá de tus periódicas visitas al país. Pero es increíble lo argentino que sos, en el sentido de las cuestiones que captaste de la realidad, para modelar. Sos en economía lo que Alberto Ginastera sería en música. El ballet “Estancia” está escrito en el lenguaje universal de la música clásica, pero el tema es esencialmente argentino. En tu caso inconsistencia temporal, reformas increíbles, frenazos, son temas “argentinísimos”.

 Es una pregunta difícil, la voy a responder como observador, como si estuviera analizando la obra de un tercero.

Me doy cuenta que hay un elemento argentino en toda mi obra. Hace poco, en un seminario que dicté en la universidad de Columbia, presenté una monografía titulada “Milagros del ave fénix”, donde muestro la evolución del PBI con la “V” de la recesión y la recuperación, y dije: “no les sorprenderá que esto esté inspirado por Argentina”.

Para mí Argentina es un polo de atracción muy grande desde el punto de vista intelectual, constantemente me está sorprendiendo. ¿Será porque la quiero, o porque es un laboratorio tan interesante? Creo que independientemente de que uno la quiera, es un flor de laboratorio. ¿Cuál es la ventaja de ser argentino? Que la sentís por dentro. No estás inventando nada. Conocés estructuralmente de qué estás hablando, no es un invento.

Cuando escribí el trabajo de inconsistencia temporal (“Sobre la consistencia temporal de la política óptima en una economía monetaria, Econometrica, noviembre de 1978), pude haber extendido el modelo como luego lo hicieron Barro y Gordon. Está en mi trabajo para ilustrar los peligros de ser inconsistente temporalmente, pero como no me pareció un tema interesante como descripción de la realidad, en mi modelo la tasa de inflación de equilibrio resulta ser una solución de “esquina” en la que, en equilibrio, quien hace la política económica elige sistemáticamente la tasa de inflación más alta que puede lograr. Barro y Gordon le pusieron algo de curvatura al modelo, y de esa manera generaron soluciones interiores, no de esquina. Ellos se fueron con la pelota e hicieron muchos goles, pues el modelo resultó ser muy exitoso. Hasta intentaron aplicarlo a los Estados Unidos. Yo ese tipo de extensiones mecanicistas jamás las hago, y a veces pierdo buenas oportunidades, como ésta”.

En vez, pensando en Argentina, hablo de inconsistencia temporal y digo: “estoy hablando de algo que existe”. A lo mejor no tengo la econometría, pero historias puedo contar un montón.

 ¿Cuán específico es, en términos de otros países, el caso argentino?

 La cuestión se planteó alrededor de “Milagros del ave fénix”, porque nos preguntamos: ¿es sólo en Argentina? Fuimos hasta 1980, analizamos montones de países, y nos preguntamos si, como en la década de 1930, esto no será una “Gran Depresión”. Y lo es. Teniendo como principal característica, que la recuperación se hizo sin crédito. Contrariamente a lo que sostenía el Fondo, y muchos economistas, que sin crédito, sin dar vuelta la cuenta corriente de la balanza de pagos y hacerla otra vez negativa, no íbamos a poder recuperarnos.

Lo interesante es que no somos únicos. Ahí tenés un ejemplo donde lo que aprendimos de Argentina es altamente exportable.

Quiero volver al trabajo del FMI publicado en 1993, porque implica que los frenazos “los viste venir”.

 Es verdad. Me gusta apreciar que el análisis económico sirve para anticipar algo.

Fuera de la comunidad académica te inmortalizaste por haber anticipado la crisis mexicana de fines de 1994, no el efecto Tequila, es decir, su derrame internacional, como bien hacés en clarificar. En abril de 1994, en un seminario en la Brookings Institution, comentaste un trabajo titulado “México: estabilización, reforma y estancamiento”, escrito por Rudy Dornbusch y A. Werner. Ellos proponían devaluar 20% y vos dijiste que la solución implicaba que el gobierno de México le pidiera inmediatamente, a la Tesorería de Estados Unidos, algo así como u$s 20.000 M., para “patotear” una posible corrida contra bonos y depósitos. Mi fantasía es que, cuando te escucharon, llamaron al hospicio para que te internaran.

 Tu fantasía es correcta, y entre los presentes en dicho seminario estaba Tobin.

A mí me invitan a algunas de las reuniones que organiza la Brookings, “para divertir a la nobleza”. No formo parte del grupo, como tampoco lo integra John Brian Taylor, a quien también a veces invitan. El grupo es muy selectivo, y va envejeciendo. Cuando aparece un tema como el de la crisis mexicana, entonces invitan al “gracioso” éste, que encima tiene acento.

Cuando propuse crear un fondo por u$s 20.000 M. se produjo un gran silencio, porque nadie consideró siquiera que valiera comentarlo. Es como si un loco se pone a bailar arriba de una mesa, vos decís: eso no se discute y basta. Y ahí quedó. Y hubiera quedado de no haber sido por una periodista del New York Times, Sylvia Nasar, autora de Una mente brillante, la biografía de John Nash que terminó llevándose al cine, quien el 22 de enero de 1995, es decir, en plena crisis mexicana y efecto Tequila, publicó una entrevista que me había hecho. Como buena periodista, preguntó: ¿qué pasó en dicha reunión? Y entonces varios le confirmaron lo que te estoy contando.

De los tuyos; ¿cuál es tu trabajo preferido?

Siento que estoy en un proceso de evolución. Puedo hablar de trabajos que, no tanto que a mí me gusten, sino que han tenido gran repercusión. El de inconsistencia temporal, el titulado “Precios escalonados en un contexto de maximización de utilidades” (Journal of monetary economics, setiembre de 1983), que tiene la mayor cantidad de citas entre los trabajos teóricos de macroeconomía, etc.

Pero como te digo estoy en evolución. Me siento muy identificado con John Maynard Keynes, cada día lo entiendo más. No el keynesianismo simplón, sino de dónde venía él. Lo que Keynes estaba mirando era una crisis muy parecida a la que hemos sufrido nosotros. Y estaba haciendo la macroeconomía, pensando en esas crisis. Cuando lo enfocas así, entendés por qué decía lo que decía. Desde una perspectiva de una economía normal, vos dirías: “está loco”.

Hay ciertas cosas que todavía no se entienden. Por ejemplo, toda la teoría de deuda soberana  parte del supuesto de que el gobierno, si quiere, puede repudiar, y lo va a hacer o no, dependiendo del costo. Y que a los gobiernos repudiar les resulta más fácil que al sector privado.

Luego de 20 o 30 años de experiencia se observa que esta teoría no sirve para entender la realidad. Porque a lo sumo te explica niveles de deuda muy bajos. Un tipo que debe el equivalente a 80% del PBI, con una altísima probabilidad de repudio, ¡no repudia! Repudia cuando ya no puede más, y en la mayoría de los casos repudia cuando le aparece un frenazo. Entonces me digo: “voy a cambiar, porque observo que al gobierno repudiar le cuesta más que al privado”. Hay que pensar desde ahí, y hay que entender por qué pasa eso.

Cuando digo esto en el Hemisferio Norte, me dicen: “acá viene el tipo que justifica todo. Los malos son los del Norte, y pobrecitos los del Sur son víctimas”. En cierto sentido es así, porque en cierto sentido hemos globalizado la economía, la financiera en particular, pero no tenemos un Banco Central. Pero Estados Unidos necesita un banco central para estabilizar, y cuando aparecieron dificultades Alan Greenspan fue y metió toda la plata que fuera necesaria para evitar el caos. Pero esto a nivel internacional no existe. Esto no puede ser óptimo. Porque si un banco central mundial no fuese necesario para nosotros; ¿por qué habría de serlo para Estados Unidos, que es mucho más poderoso?

Siento que todas estas cosas las quiero pensar. Por eso, volviendo a tu pregunta, pienso que mi monografía preferida está por escribirse.

 Cuándo se te ocurren estas ideas; ¿con qué tipo de economista hablás?

 Hablo con gente joven. A medida que uno se pone viejo, normalmente las estructuras mentales se anquilosan. La gente desarrolla una manera de ver las cosas. Que es muy interesante, pero que resulta muy difícil para colaborar. Porque para colaborar tenés que estar dispuesto a aceptar que lo que se va mirar, podría no ser lo que vos creías que ibas a encontrar. Por eso prefiero trabajar con gente más joven que yo.

Todas mis monografías recientes fueron escritas en colaboración, con Alejandro Izquierdo, con Ernesto Talvi, 2 muchachos que escribieron tesis conmigo. Es una especie de comunión intelectual, no te imaginás la intensidad de la interacción. Vivimos todos los días preguntándonos algo. Siempre salta algo y nos preguntamos: “¿de qué se trata esto?”. Buscando siempre, científicamente, de rechazar la teoría, preguntándonos qué nos estábamos perdiendo, al visualizar la realidad desde un nuevo ángulo. De cada error, tratar de aprender algo. Y como la experiencia es tan rica, temas no nos faltan.

A un pibe, o piba, que está estudiando la licenciatura en economía; ¿qué le decís?

 Es difícil. Le diría que tratara de entender qué es lo que se hace en los estudios de posgrado. Fijate si te gusta ese tipo de cosas, porque exige mucho sacrificio, aplicado a cosas “que no sirven para nada”. Muy parecido a aprender matemática pura. Vas a salir mucho mejor formado, pero no necesariamente mejor preparado para encontrar trabajo, hacerte rico, o algo por el estilo. Ni vas a entender mejor la realidad. Eso lo harás después, cuando trabajes.

Hoy día hay alternativas, que antes no existían. Hay escuelas de negocios, escuelas de gobierno, que te dan una formación menos rigurosa, pero más orientada a cosas prácticas.

Esto es congruente con el hecho de que hoy en las universidades norteamericanas se hace economía aplicada en las facultades de agricultura, gobierno, medicina, etc., pero no en la de economía.

 Es cierto, mis colegas no aprecian para nada el trabajo aplicado, vale cero, y más bien parece ser una indicación de que no tenés disciplina intelectual.

A mí me lo toleran, pero creo que soy la excepción. Es muy peligroso que te cataloguen de “economista aplicado”, o “fuertemente intuitivo”.

Entre 2005 y 2008 estás presidiendo la Asociación Internacional de Economía. ¿Es un logro, un reconocimiento, un desafío, una oportunidad; qué es?

 No sé. ¿Por qué me eligieron? Creo que porque querían a alguien del Tercer Mundo… aceptable. Y en buena medida por Robert Merton Solow, el anterior presidente.

La International es una sociedad que está ahí, en una encrucijada, tratando de definir qué es lo que va a hacer. Tiene a todo el mundo, lo veo como una gran posibilidad. Porque digo: “aquí tenemos problemas de globalización. Todo el mundo habla. Aquí tenemos una institución globalizada, integrada por tipos de todas partes”. Desde este punto de vista veo un gran potencial.

Por otro lado, no es algo superestablecido, que tenga un montón de plata, depende de donaciones. Mi labor, como presidente, consiste en ayudar a coordinar la reunión de 2008. También hay un conjunto de seminarios, que se desarrollarán de aquí a 2008. Los cuales Masahiko Aoki, el vicepresidente de la entidad, está organizando. Estuve tratando de armar la reunión de 2008 en China, pero creo que no va a ser posible. Mis amigos españoles me dicen que es bastante probable que la podamos hacer allí. Una alternativa interesante es India… Veremos.

Quiero hacer algo sobre globalización, que pensemos en serio, que traigamos todas las voces, pero de manera ordenada, sin gritos ni pancartas.

Guillermo, gracias.

 A vos.

 

Esta nota fue publicada originalmente en Revista de Economía y Estadística, Vol 44 (Nº 2) 2010 y  se reproduce en Foco Ecoónimo con autorización de los Editores en Jefe.