Esta nota fue originalmente publicada en el periódico Perfil el día 10-08-2014.
Las democracias estables y maduras definen sus prioridades de política pública a partir de procesos deliberativos abiertos y plurales que se desarrollan tanto dentro como fuera de las instituciones formales. Así, el debate de ideas y proyectos abarca generalmente instancias parlamentarias, agencias del Poder Ejecutivo, organismos públicos autónomos, etc. Además, suelen involucrarse grupos académicos, sindicatos, empresarios y otras organizaciones de la sociedad civil. En las últimas décadas, estos esfuerzos de diálogo democrático se plasmaron en la elaboración conjunta de planes estratégicos plurianuales que permiten alargar los horizontes temporales de todos los actores involucrados. Es decir, que piensen y planifiquen con una visión de largo plazo.
En la Argentina pasa exactamente todo lo contrario. El presidente de turno busca imponer su agenda de forma unilateral, a menudo ni siquiera en coordinación con los ministros del área. Utiliza los recursos fiscales (el dinero de los contribuyentes) para vigilar y castigar a los gobernadores díscolos, pertenezcan o no a su partido político. Con palos y zanahorias, vulnera la autonomía de las provincias y somete a líderes que cuentan con la misma legitimidad de origen: todos han sido votados por la ciudadanía.
Es cierto que en los últimos años los excesos del hiperpresidencialismo alcanzaron dimensiones extravagantes al punto de haber intentado transformar “desde arriba” al conjunto de la sociedad y del sistema político. Sin embargo, sería injusto argumentar que se trató de un invento original del kirchnerismo. Néstor primero, y Cristina después, abusaron sin duda de los cuantiosos recursos materiales y simbólicos que contiene por diseño constitucional el Poder Ejecutivo en la Argentina. Pero, antes que ellos, lo mismo había intentado Carlos Menem, que también se había encaprichado con las supuestas ventajas de su modelo y sostenía que el país nunca había estado mejor.
Cualquier referencia a la improvisación, los encaprichamientos y las arbitrariedades remite inevitable y automáticamente al frustrado intento de recuperar la soberanía de las islas Malvinas, un episodio que directa e indirectamente todos tenemos presente. Sobre todo, ahora: el Gobierno se ha tentado con la idea de “malvinizar” la pelea con los fondos buitre, extendida no sólo al juez Griesa y al mediador Pollack, sino también a la administración Obama y a los Estados Unidos de América. No queda claro si esta escalada discursiva es el resultado de un intento por ganar tiempo y monopolizar la iniciativa política mientras siguen negociando “los privados” tratando de evitar el descalabro absoluto que implicaría la aceleración de los bonos y un default generalizado. O si, por el contrario, el Gobierno está dispuesto a ir a fondo, cueste lo que cueste, ignorando las consecuencias en términos de aislamiento internacional y, mientras pueda, del colapso económico interno, lo que implicaría un proceso de radicalización sin precedentes.
Resulta, de todas formas, pertinente recordar que la irresponsable aventura militar y diplomática implementada por la dictadura fue un rotundo y estrepitoso fracaso. Es cierto que la “malvinización” original, allá por el ’82, incluyó una efímera popularidad del general Galtieri y una ola de nacionalismo y patrioterismo tan intensa como transitoria. Sin embargo, más temprano que tarde, se comprobó una vez más la máxima peronista: la única verdad es la realidad. Y fue precisamente la humillación de la derrota y la inocultable improvisación que caracterizó todo el manejo del conflicto lo que determinó que, luego de más de medio siglo de hegemonía castrense, se evaporara para siempre la influencia de los militares como actores políticos. Esto debería servir de alarma para Cristina: cuidado con confundir lo permanente con lo transitorio; cuidado también con minimizar los efectos no deseados de las decisiones tomadas con criterios arcaicos, aislacionistas y poco serios; cuidado, finalmente, con suponer que las consecuencias de los errores de política podrán disiparse sin pagar costos proporcionales al daño generado. El conflicto con el campo, la tragedia de Once y el cepo cambiario constituyen ejemplos contundentes.
Si fuera cierto que alguien supone, al margen del pedagogo Luis D’Elía, que Axel Kicillof puede, en efecto, convertirse en un candidato a presidente con alguna chance de pelear por el poder, estaríamos no sólo frente a un nuevo y notable caso de improvisación, sino a un no menos sorprendente desconocimiento del mediocre récord que ostentan los ministros de Economía cuando intentaron entrometerse en la lucha por el poder. Repasemos la historia: Alvaro Alsogaray obtuvo, en su mejor elección (1989), el tercer lugar; igual suerte corrió Domingo Cavallo (1999); curiosamente, el mismo resultado obtuvo Ricardo López Murphy (2003); y, para no ser menos (ni más), también salió tercero Roberto Lavagna (2007). Uno puede naturalmente imaginar a Axel compitiendo en las PASO del FpV con Daniel Scioli y Florencio Randazzo: obtendría, si las tendencias actuales no cambiaran demasiado (y suponiendo que Agustín Rossi, Julián Domínguez y Cía. desistieran de competir), un razonable tercer lugar. No solemos, lamentablemente, mirar demasiado al mundo para comprender mejor nuestros problemas. Pero, si lo hiciéramos, comprobaríamos que este maleficio que parece perseguir a los economistas argentinos constituye un fenómeno bastante generalizado. Danilo Astori estuvo cerca, pero perdió las primarias con Pepe Mujica. Ricardo Lagos fue presidente y era economista, pero había sido ministro de Educación y de Obras Públicas. Fernando Henrique Cardoso fue electo presidente gracias a su exitosa labor como ministro de Hacienda, pero estudió Sociología. Y, en México, varios economistas que fueron antes funcionarios del área llegaron a la presidencia (como Miguel de la Madrid y Carlos Salinas de Gortari), pero no se trataba precisamente de una democracia plena (de hecho, desde el año 2000 se cuentan en serio los votos, y ningún economista volvió a ganar una elección). Siempre hay una excepción que confirma la regla: Rafael Correa fue ministro de Economía por algunos meses, entre abril y agosto de 2005. Axel, ni lo intentes.