Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual N.º 26.522 estableció un régimen regulatorio de los medios masivos de comunicación audiovisual, incluida la distribución de canales de televisión por cable, con amplio consenso de la dirigencia política nacional y de los sectores académicos vinculados a las comunicaciones y las ciencias sociales. Hace unos días la Corte Suprema convalidó la constitucionalidad de varios artículos de esta normativa, basándose en (1) la presunción de constitucionalidad que tienen las leyes federales y (2) la argumentación constitucional del Grupo Clarín, que fue la parte actora en la controversia. Respecto del primer punto, la Corte dijo que “[n]o debe perderse de vista que el régimen de multiplicidad de licencias que impugna la actora surge de la propia ley y no de un acto emanado de la autoridad administrativa, ley que, además, ha sido precedida de numerosos proyectos durante los últimos treinta años, fue debatida ampliamente dentro y fuera del Congreso y finalmente sancionada por una importante mayoría de legisladores, representantes de numerosas corrientes políticas”(considerando 47 del voto de Lorenzetti y Highton; de ahora en más se cita exclusivamente por este voto).
En relación con el segundo punto, el Alto Tribunal sentenció: “[C]omo es sabido, la Corte no puede sustituir a las partes en sus planteos, sino que debe limitarse estrictamente a las cuestiones que le han sido propuestas y que constituyen el objeto del pleito. Dicho del modo más claro posible: si un punto específico no es sometido por los apelantes al conocimiento del Tribunal, éste no podrá expedirse al respecto” (considerando 74). Es importante aclarar que, en nuestro sistema constitucional federal, la revisión constitucional se hace siempre en causas concretas y atendiendo a los agravios y argumentos de una parte que puede alegar que uno de sus intereses legítimos ha sido afectado. Esto significa que la Corte podría haber tomado otra decisión si la actora hubiera desplegado una estrategia argumentativa diferente en los recursos escritos o si hubiera brindado explicaciones orales distintas en las audiencias públicas. Cabe preguntarse si la estrategia elegida por los abogados del grupo empresarial, que enfatizó los efectos de la ley en su sustentabilidad económica y operativa con desmedro de una indagación profunda sobre la filosofía de la libertad de expresión y sus múltiples dimensiones en una sociedad democrática, fue la más efectiva para plantear un debate constitucional que ponderase todas las razones en juego y pudiese inclinar el fiel de la balanza, al menos parcialmente, en favor de su posición.
Es evidente que el Congreso optó por un sistema regulatorio que está en las antípodas del recomendado por Ronald Coase en su conocido ensayo de 1959, “The Federal Communications Commission” (Journal of Law and Economics, Vol. 2). Coase sostiene que un sistema de derechos de propiedad transferibles cumple las funciones de coordinar el uso del espectro radioeléctrico y preservar la libertad de expresión mejor que un régimen de licencias discrecionales administradas por una autoridad federal (FCC en Estados Unidos; AFSCA en Argentina). A pesar de que un régimen de este tipo nunca fue aplicado en nuestro país, la Corte afirma que si el Congreso hubiera resuelto establecer un sistema coasiano, ésta habría sido también una alternativa constitucionalmente válida: “[u]na de la formas que el Estado podría elegir para asegurar el debate libre y robusto sería la de dejar librado al mercado el funcionamiento de los medios de comunicación e intervenir a través de las leyes que defienden la competencia cuando se produzcan distorsiones —como las formaciones monopólicas u oligopólicas, abuso de posición dominante, etc.— que afecten la pluralidad de voces” (considerando 26).
En tanto que los economistas suelen pensar que los derechos de propiedad gozan de fuerte protección constitucional en las democracias liberales, el constitucionalismo moderno, que comienza en Latinoamérica con la Constitución mexicana socialista de 1917 y en los Estados Unidos con el abandono del “debido proceso sustantivo” por la Corte en los años 30, autoriza al Estado a aumentar sus potestades en materia de regulación de los derechos de propiedad mucho más allá de lo que permite la doctrina clásica de la expropiación por causa de utilidad pública. Los derechos de propiedad pertenecen al grupo de los derechos constitucionales que menos fervor suscitan entre los constitucionalistas contemporáneos, que priorizan otros valores como la igualdad económica y social sustantiva, la privacidad y la libertad personal y el acceso igualitario a los servicios de relevancia política y social, entre ellos los medios de comunicación masiva. En el fallo la Corte afirma que todavía es válida la doctrina del caso “Bourdieu” que extiende la protección de la propiedad privada establecida en la Constitución a las concesiones y otros derechos de explotación otorgados por autoridad administrativa (Fallos: 145:307) y, más aún, que esta protección se aplica específicamente a las licencias de radiodifusión (considerando 58). Sin embargo, la Corte se apresura a aclarar que la ley contempla una compensación económica al permitir “que los titulares de licencias transfieran a un tercero las que tengan en exceso y obtengan un precio a cambio” (considerando 59) y, en cualquier caso, deja abierta la vía de una acción por daños y perjuicios derivados de la actividad regulatoria del Estado: “Por lo demás, cualquier eventual perjuicio que pudiera sufrir el licenciatario como consecuencia de este proceso de desinversión podría ser reclamado con fundamento en los principios de responsabilidad del Estado por su actividad lícita” (considerando 59).
Más allá de estas declaraciones, está claro que la Corte no considera a los derechos de los licenciatarios como derechos de propiedad en un sentido fuerte, porque acepta la constitucionalidad del artículo 48, segundo párrafo, de la ley, que establece que el titular de una licencia no tiene un “derecho adquirido” al mantenimiento de dicha titularidad frente a normas generales en materia de desregulación, desmonopolización o defensa de la competencia. La Corte rechaza una interpretación ortodoxa de los derechos de propiedad de los licenciatarios y los visualiza como eventuales derechos a obtener una indemnización: “En otros términos, nadie tiene un derecho adquirido al mantenimiento de la titularidad de la licencia hasta el plazo de su finalización, circunstancia que no impediría que quien considerase afectado su derecho de propiedad pudiera reclamar daños y perjuicios” (considerando 66).
Es útil analizar cómo la Corte llega a una decisión constitucional que se aparta de lo que podría considerarse el modelo constitucional clásico. De hecho, la decisión se enmarca en una larga corriente constitucional que puede pasar desapercibida para quienes aún ven en el derecho constitucional un sistema formalista de reglas que organizan el poder político, les otorga facultades bien determinadas y establece con estrictez sus limitaciones.
El constitucionalismo clásico se funda en una teoría de los riegos institucionales y, por lo tanto, recalca las limitaciones al poder político y concibe centralmente la función de los derechos constitucionales como recortes a las competencias y potestades del Estado. La arquitectura constitucional liberal se empezó a desmoronar con la Gran Depresión y sus efectos políticos devastadores. Todo el mundo civilizado aceptó la creencia de que era necesario que el Estado ampliase su esfera de acción y, en consonancia con ello, los profesores de derecho constitucional empezaron a elaborar recursos conceptuales para expresar y justificar la nueva realidad política. Progresivamente, la teoría constitucional se desplazó hacia una teoría de la “esperanza regulatoria” que veía en el control del poder económico y empresarial la plataforma para lograr conquistas sociales y lograr unos equilibrios de los mercados que evitasen el desempleo, la pobreza y las crisis económicas periódicas. El temor a los mercados reemplazó al temor al Estado.
La ansiedad por los posibles abusos gubernamentales había estado en el centro de la teoría política occidental desde John Locke, pero su sustitución por la ansiedad por las crisis económicas alentó a ciudadanos y dirigentes a reclamar un Estado fuerte con amplias injerencias en áreas de la vida social y económica que antes eran conceptualizadas como privadas. Las limitaciones constitucionales fueron así reemplazadas por exigencias constitucionales dirigidas al Estado y por el otorgamiento a éste de mayores poderes para cumplir tales exigencias bajo la lógica de la reproducción de los poderes gubernamentales: cada nueva exigencia implica el otorgamiento al Estado del conjunto de prerrogativas necesarias para arbitrar los medios que razonablemente permitan satisfacer la exigencia. Así, en su ponencia La libertad de expresión, de ciencia y de cátedra de 1927 el jurista Rudolf Smend rechaza la “interpretación liberal de los derechos fundamentales que ve en éstos, esencialmente, restricciones al Estado y al poder del Estado” y defiende una nueva teoría que vale la pena recordar por su candor: “Para los derechos fundamentales actuales rige con nueva razón, y más fuertemente que para los del Estado monárquico, el principio de que los derechos humanos no deben ser barreras, sino robustecimientos del Estado y del poder estatal, cuyos actos, al ser ejecutados en nombre de estos derechos, deben ser tanto más efectivos en soient plus respectés.” Sin embargo, en la aplicación concreta a la libertad de expresión, Smend le otorga primacía frente a otros posibles valores por su carácter social: “Esta función social, constitutiva de grupos, de la expresión de opiniones es no sólo motivo y sentido del derecho fundamental [la libertad de expresión], sino que pertenece a los supuestos de hecho por él protegidos.”
Los despertadores del sueño estatista pronto empezaron a sonar en la forma de bombas y cohetes y, tras las trágicas consecuencias que el sueño produjo, las elaboraciones constitucionales de la posguerra europea comenzaron el lento y laborioso trabajo intelectual e institucional de aunar un Estado regulatorio y social con los principios de la democracia, el Estado de derecho y el control del poder político. No obstante, la teoría constitucional mantuvo la nueva doctrina de que las disputas constitucionales se zanjan mediante una ponderación de valores que el Estado debe promover, si no maximizar. Como explica Robert Alexy, la noción económica de curvas de indiferencia sirve para expresar la nueva forma de entender los derechos constitucionales como bienes que el Estado puede intercambiar a “tasas” prefijadas por la Constitución con el fin de maximizar el “bienestar constitucional” (Teoría de los derechos fundamentales, Madrid, 1997, p. 161).
El razonamiento de la mayoría de la Corte, en respuesta al planteo de la actora, siguió un carril previsible. Receptando una doctrina de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, la Corte distingue entre dos dimensiones de la libertad de expresión: la individual y la colectiva. Así, la Corte interpreta el argumento principal del Grupo Clarín en los siguientes términos: “[l]as posiciones de las partes conducen a analizar el derecho a la libertad de expresión desde sus dos dimensiones: la individual y la colectiva. Ello es así, en tanto la libertad de expresión en su faceta individual estaría afectada —según alega el grupo actor— a través de la violación a sus derechos de propiedad y libertad de comercio. Por su parte, el Estado Nacional justifica la regulación efectuada por la ley en la promoción de la libertad de expresión en su faz colectiva” (considerando 18). Esta doctrina es inexacta en tanto la libertad de expresión tiene una sola dimensión: la social. No hay comunicación posible sin una audiencia, es decir, sin un contexto social adecuado. Con razón afirma Smend que la función de la libertad de expresión es siempre social y en su clásica obra On Liberty (curiosamente la mayoría cita The Subjection of Women en el considerando 29), John Stuart Mill examina los efectos negativos que tienen las restricciones legales y sociales a la libertad de expresión en el “mercado de ideas” y en el tono general de una sociedad.
La Corte entiende que “en su faz colectiva —aspecto que especialmente promueve la ley impugnada— la libertad de expresión es un instrumento necesario para garantizar la libertad de información y la formación de la opinión pública” (considerando 21). Agrega que “el debate democrático exige el mayor pluralismo y las más amplias oportunidades de expresión de los distintos sectores representativos de la sociedad” (considerando 22). Para el tribunal, “el escrutinio debe realizarse teniendo en cuenta la naturaleza y entidad de los derechos en juego: el derecho de propiedad y libre comercio del grupo actor, por un lado, y el derecho a la libertad de expresión en su faz colectiva, por el otro” (considerando 38). En el platillo del Estado también coloca la defensa de la competencia prevista como derecho de incidencia colectiva (artículo 43 de la Constitución reformada en 1994) (considerando 48).
Planteado el conflicto entre la libertad de expresión colectiva como precondición del debate democrático y comprensiva del “acceso igualitario de todos los grupos y personas a los medios masivos de comunicación” (considerando 34), por un lado, y los derechos de propiedad del Grupo Clarín, por el otro, la solución del dilema constitucional es un juego de niños: la libertad de expresión colectiva tiene primacía sobre la propiedad. En efecto, la Corte rotundamente declara que “la faz colectiva exige una protección activa por parte del Estado, por lo que su intervención aquí se intensifica” (considerando 24, bastardilla adicionada).
La advertencia que Isaiah Berlin expresara en su célebre conferencia Two Concepts of Liberty de 1958 se aplica mutatis mutandis a la nueva distinción entre las libertades individuales y colectivas (defendida para la libertad de prensa por el jurista contemporáneo Owen Fiss, citado por la Corte). Berlin sostiene que la libertad positiva (capacidad de los ciudadanos de buscar ciertos fines considerados valiosos por el Estado), que unos autores británicos hegelianos habían utilizado a fines del siglo XIX para justificar las interferencias a la libre contratación, tendía a la postre a justificar la reducción o eliminación de la libertad negativa (ausencia de coerción). Berlin pensaba que, en nombre de la libertad positiva, los pueblos europeos perdían la libertad negativa. Es natural pensar que una retórica similar puede conducir por una pendiente resbaladiza no demasiado larga a que la libertad de expresión colectiva reduzca o suprima la libertad de expresión negativa. Tal sería el caso si, por ejemplo, se aceptase que una regulación impusiese un tope del 35% del mercado de lectores de diarios como forma de promover la diversidad de opiniones en la prensa gráfica (como reductio ad absurdum, ¿por qué no imaginar entonces un tope del 35% de la representación para cada partido político, con independencia de los votos que obtenga, como forma de promover la pluralidad en la toma de decisiones colectivas?). La posibilidad de imponer topes en medios no audiovisuales queda constitucionalmente abierta porque el fundamento de la conclusión de la Corte “no reside en la naturaleza limitada del espectro como bien público, sino, fundamentalmente, en garantizar la pluralidad y diversidad de voces que el sistema democrático exige, que se manifiestan tanto en los medios que usan el espectro como en aquellos cuyas tecnologías no utilizan tal espacio” (considerando 27).
Valiéndose de la primacía de la libertad colectiva, la Corte considera constitucionales las regulaciones del artículo 41 (intransferibilidad de las licencias) y artículo 45 (limitaciones a la cantidad de licencias), tanto en lo que se refiere a las licencias de radio y televisión (que ocupan espectro radioeléctrico) como a las licencias de explotación de la televisión por cable (que utilizan un medio físico). Al mismo tiempo, el argumento de que el artículo 161 (que establece la adecuación en el plazo de un año) es inconstitucional porque afecta la libertad de expresión (en su única dimensión, es decir, colectiva) es desechado por la Corte en estos términos: “una vez reconocida la constitucionalidad del régimen de licencias del artículo 45 de la ley, el agravio, así planteado, pierde sustento” (Considerando 60). Este rechazo es enigmático. Es como si la Corte dijera que el artículo 161 es constitucional porque el artículo 45 es constitucional. Pero esta inferencia es falaz. Las cantidades y los tiempos importan en derecho constitucional. (Por ejemplo, no se podría aducir que un tope del 5% del mercado es constitucional porque uno del 35% lo es.) Es decir, incluso si los artículos 41 y 45 no violasen la libertad de expresión -a la luz de los argumentos esgrimidos por la actora-, bien podría ser el caso que los artículos 48 (segundo párrafo) y 161 sí la violen al bloquear el mantenimiento de voces que se están expresando legítimamente en el contexto de un debate robusto de carácter social al amparo de licencias legalmente otorgadas y aún no vencidas. Lamentablemente, ni la actora ni la Corte analizaron en profundidad esta posibilidad.
Sin embargo, no es difícil argumentar que los artículos 48 (segundo párrafo) y 161 son contrarios a la libertad de expresión tal como ésta es entendida por la Convención Americana sobre Derechos Humanos, que establece en su artículo 13.3 que “no se puede restringir el derecho de expresión por vías o medios indirectos, tales como el abuso de controles oficiales o particulares de papel para periódicos, de frecuencias radioeléctricas, o de enseres y aparatos usados en la difusión de información o por cualesquiera otros medios encaminados a impedir la comunicación y la circulación de ideas y opiniones”. Esta es el núcleo que comparten los votos de Maqueda, Argibay y Fayt, aunque su argumentación hace hincapié en la doctrina de los derechos adquiridos de índole patrimonial y, sólo en forma auxiliar, en el planteo de que la caducidad o transferencia compulsiva de las licencias antes de sus respectivos plazos de vencimiento constituyen una “vía o medio indirecto” que restringe la libertad de expresión.
Para haber formulado el argumento constitucional en una forma clara y consistente, la actora debiera haber indagado más en una teoría de la combinación de valores constitucionales. Lamentablemente, esta parte del derecho constitucional está en ciernes y la Corte no se sintió obligada por los argumentos de la actora a avanzar en su elaboración. El razonamiento debería haber discurrido en términos parecidos a los siguientes. La caducidad de las licencias otorgadas antes del plazo del vencimiento afecta pares ordenados de derechos de propiedad y derechos a la libre expresión e información cuyas magnitudes constitucionales no necesariamente se suman pero sí implican que la combinación adquiere la fuerza del compañero más fuerte, es decir, la libertad de expresión. De conformidad con la doctrina estándar sobre examen de las restricciones a la libertad de expresión, la Corte debería haber evaluado la necesidad de imponer las restricciones de los artículos 48, segundo párrafo, y 161 de la ley, y podría haber interpretado que la demanda del Grupo Clarín era un sucedáneo de un reclamo colectivo por el mantenimiento de los canales de comunicación, debate e información que la actora, con el apoyo social de sus audiencias, planeó mantener en funcionamiento hasta el vencimiento de las licencias que el Estado otorgó de conformidad con la normativa y los procedimientos anteriormente vigentes. La transferencia obligatoria de tales canales de comunicación, debate e información en el plazo de un año constituye una medida innecesaria porque altera los debates existentes en aras de un pluralismo y diversidad que temporariamente podrían haberse promovido por medidas públicas alternativas. (El argumento de que el pleito estiró el plazo no es válido si la Corte se propuso examinar la constitucionalidad del texto de la ley con prescindencia de circunstancias prácticas o fácticas.) Cuando está en juego un derecho como la libertad de expresión, la urgencia no es un bien constitucional protegido si la regulación no es de emergencia ni hay otro interés público que la haga necesaria o indispensable. Más allá del debate académico, como dijo Hobbes, «auctoritas non veritas facit legem», y la decisión autoritativa del Alto Tribunal es hoy derecho positivo en nuestro país.
Horacio Spector (Escuela de Derecho, Universidad Torcuato Di Tella)