Sobre emprendimientos en América Latina

Hace poco se publicó el informe anual de la CAF, que en esta oportunidad se refiere al emprendimiento en América Latina. Su título, “Emprendimientos en América Latina: desde la subsistencia hacia la transformación productiva”, dice mucho del mensaje central: la población de empresarios en América Latina está caracterizada por dos extremos. En uno se encuentra un grupo relativamente pequeño de dueños de emprendimientos de alta productividad y alto crecimiento. En el otro, un amplísimo grupo de “emprendedores de subsistencia”, que ponen a andar un negocio propio justamente como forma de subsistir. Sus negocios suelen empezar pequeños y poco productivos, lo que no sería preocupante si a partir de esas condiciones crecieran de forma dinámica, generando empleo productivo y mejorando las condiciones de vida de sus propietarios. Pero lo cierto es que además se estancan en esas pobres condiciones de productividad y rentabilidad. Un cuadro similar acerca del empresario Latinoamericano pintan Eduardo Lora y Francesa Castellani en “Entrepeneurship in Latin America”–publicado por el BID—.

Esta “doble personalidad” del emprendimiento latinoamericano se ve reflejada en la población de empresas de la región. En la industria colombiana (excluyendo microempresas), por ejemplo, cerca del 70% de las firmas son pequeñas, mientras sólo el 8% son grandes. De las pequeñas, sólo las empresas jóvenes (alrededor de 7%) expanden su empleo, y sólo el 6% se convierte en una empresa mediana o grande en un lapso de 5 años. Las demás están estancadas en su reducido nivel inicial de empleo. Del crecimiento del empleo en un año promedio, el 50% de la creación de empleos nuevos y el 5.000% del cambio neto del empleo (sí cinco mil porciento!) se explica por el comportamiento del 5% de las firmas más dinámicas.

La coexistencia de empresas dinámicas y productivas con otras pequeñas, estáticas y de poca productividad no sería preocupante si, por ejemplo, este segundo grupo reflejara las decisiones de personas que prefieren ser su propio jefe, no estar sujetos a horarios impuestos por terceros, trabajar desde su casa, etc. De hecho, un estudio reciente de Erik Hurst and Ben Pugsley para Estados Unidos sugiere que éste es el caso en ese país (“What do small businesses do?” Brookings Papers in Economic Activity, 2011). Ellos también documentan el poco crecimiento de la empresa pequeña típica, y usan encuestas para mostrar que con frecuencia esta característica refleja los motivos no pecuniarios que orientan a los fundadores de estas empresas. Si éste es el caso, entonces las implicaciones de política pública del hallazgo de poco  dinamismo típico en las empresas pequeñas se limitan a re-pensar la focalización de fondos hoy destinados a cualquier Mipymes (que son la mayoría de fondos públicos para la promoción empresarial en América Latina, de acuerdo con el mencionado informe de CAF). No habría, en ese escenario, razón para desincentivar la creación de estos emprendimientos.

Sin embargo, el cuadro que emerge del informe de CAF sugiere que en América Latina la cosa es a otro precio. El pequeño empresario típico de la región es un individuo con baja calificación y cuyo nivel de ingresos en su actividad económica es inferior y menos estable que el de los individuos asalariados y de los emprendedores “dinámicos”. Y lo más revelador, es un individuo que reporta niveles de satisfacción muy inferiores a los de asalariados formales, comparables sólo a los de los asalariados informales. Lo que esto sugiere es que su ejercicio de la “empresarialidad” es menos una decisión acerca de un estilo de vida óptimo, y más una acción a la que se ve forzado por falta de oportunidades asalariadas de buena calidad. En parte esto refleja, precisamente, que su bajo nivel de calificación restringe el tipo de trabajos a los que puede acceder. El informe de CAF afirma que una consecuencia adicional es que este individuo queda atrapado en esa empresarialidad pobre, pues su actividad no genera las oportunidades de aprendizaje e incremento del capital humano presentes en otras actividades.

Así las cosas, esa masiva cola inferior de la distribución de emprendedores de la región parecería tener consecuencias nocivas para el crecimiento y el bienestar. Surge entonces la pregunta de si la política pública debería/podría enfocarse en lidiar con el fenómeno. Y la de si las múltiples iniciativas públicas y privadas que promueven el emprendimiento como una solución a los problemas de pobre empleabilidad deben suspenderse de tajo. La respuesta debería partir de las causas últimas del problema: las pobres oportunidades que muchos individuos enfrentan en el empleo asalariado, que debería ser la opción más razonable para ellos, tanto desde el punto de vista de ingreso individual como desde el de la mejor asignación de recursos en la economía. Simplemente suspender los apoyos a esos micro y pequeños empresarios  de hoy no lidia con tal causa, y sólo puede tener la consecuencia nociva de someter a esos individuos a una empresarialidad aún más precaria o un empleo igualmente pobre. Allá probablemente debemos llegar, pero empezando por promover la empleabilidad de las personas que hoy se ven lanzadas al emprendimiento de subsistencia. De manera sorprendente, acabamos entonces en que la lucha contra la informalidad laboral, así como la mejora en la calidad y (sobre todo) la pertinencia de la educación, se deben convertir en focos centrales de una política de promoción de la “buena empresarialidad”. La fórmula suena trillada: hay quienes están cansados de oir hablar de educación y formalización como fórmulas para todo tipo de problemas. Pero lo cierto es que seguimos sin aplicar esa fórmula de manera decidida, y que su repetición en múltiples contextos no es más que un recordatorio de su masiva importancia, que aún no se ve justamente reflejada en su peso en la discusión de política pública.