Cien días no es nada

La semana política fue dominada, otra vez, por Michelle Bachelet. Sus 50 medidas para los primeros 100 días de su posible gobierno acapararon las noticias y fueron analizadas exhaustivamente por analistas, reporteros y gurús. En la lista hay casi de todo: nuevas reparticiones públicas, un montón de comisiones, delegados presidenciales, buenas intenciones y algo de burocracia. Algunas de las medidas, como la creación de una AFP estatal, son inconsecuentes, aun cuando le sacan roncha a la derecha. También hay ideas buenas, como la creación de dos nuevas universidades públicas en provincias. Y como siempre sucede con listas de este tipo, hay medidas populistas, como el bono de marzo.

Elaborar una lista de medidas para los primeros 100 días de gobierno se ha vuelto un recurso muy recurrido, tanto en Chile como en otros países. Ya lo hizo Michelle Bachelet durante su última candidatura, cuando lanzó 36 propuestas inmediatas.

Roosevelt y el New Deal

La idea de designar los primeros 100 primeros días de gobierno como un período especial tiene su origen histórico en la Gran Depresión de los años 1930.

Entre el 6 de marzo y el 16 de junio de 1933, el gobierno del Presidente Franklin Delano Roosevelt promovió legislación que cambió a los Estados Unidos. Durante esos “Cien Días”, el país cambió de pelo: pasó de ser una colección de estados cuasi independientes a ser una unidad política mucho más centralizada, donde el gobierno federal podía imponer patrones de funcionamiento para todo el territorio.

Pero más importante que eso, durante esos 100 días se sentaron las bases del stado del bienestar estadounidense. Se pasó de una filosofía basada en el individualismo absoluto a una donde el estado tiene la obligación fundamental de proteger a las personas necesitadas y desvalidas. Hasta ese momento, la idea imperante en el país –idea personificada en el derrotado Presidente Herbert Hoover- era que cada persona se valía por sí misma. Si había alguna catástrofe o problema generalizado, las instituciones de beneficencia y las familias de los afectados eran las llamadas a proveer ayuda. Si un banco quebraba y la gente perdía su dinero, era mala suerte. Total, se trataba de una transacción entre dos agentes privados, ambos adultos: el depositante y el banco.

Con Roosevelt todo cambió. El estado federal empezó a tener un rol activo en las emergencias, y en 1933 se lanzó un programa generalizado de obras públicas; se creó un régimen de seguro de depósitos bancarios, un seguro de desempleo, y un sistema de seguridad social y de pensiones. Se les dio ayuda a los deudores hipotecarios y se hicieron enormes esfuerzos por terminar con la desinflación. Cuando Roosevelt juró como presidente – el 4 de marzo de 1933-, Estados Unidos se encontraba sumido en una crisis de proporciones nunca vistas. El ingreso nacional había caído en cerca del 60%, los precios de los productos del campo -en ese entonces EE.UU. era, esencialmente, un país agrícola- habían disminuido en 80%, había más de 15 millones de desempleados, la producción industrial se había desplomado a un cuarto de su nivel en 1929 y la desesperanza se había apoderado de los espíritus. Peor aún, dos semanas antes del cambio de mando se desató un pánico financiero que hizo quebrar a banco tras banco, obligando a los gobernadores de 30 estados (de un total de 48) a declarar feriados bancarios indefinidos. La gente no tenía dinero, las empresas no podían pagar jornales y el comercio se paralizó. En muchas ciudades se emitió una moneda local; vales que parecían dinero de juguete, los que permitían mantener un mínimo nivel de funcionamiento económico.

Vencer el miedo

A la una de la tarde con ocho minutos del 4 de marzo de 1933, FDR, como Roosevelt era conocido cariñosamente, juró como presidente. Fue en su discurso inaugural cuando dijo las palabras que resonaron en el alma de sus conciudadanos: “A lo único que hay tenerle miedo es al miedo”. La primera medida de FDR fue llamar al Congreso a una sesión extraordinaria por 100 días. Luego invocó una ley de la Primera Guerra Mundial para declarar un feriado bancario nacional durante una semana.

Cuando el feriado terminó, cinco mil bancos (de un total de 20 mil) no abrieron sus puertas, por estar en malas condiciones financieras. En una alocución radial, el nuevo presidente le aseguró a la ciudadanía que los bancos que sí abrirían eran sumamente sólidos e instó al público a tener confianza. La gente le creyó, y durante los próximos días volvieron a depositar su dinero en los bancos reabiertos. La catástrofe total se había evitado, y con ello se salvó al capitalismo. Aunque, claro, el capitalismo que emerge con el New Deal es muy diferente al capitalismo salvaje del primer tercio del siglo XX.

Los 100 días de Roosevelt fueron una verdadera revolución. Se aprobó una ley que racionalizaba el funcionamiento del aparato público, el país abandonó el patrón oro para muchos, una camisa de fuerza que ahogaba a la economía-, se contrataron a cientos de miles de jóvenes para reforestar terrenos erosionados, se creó la compañía pública de electricidad más grande del mundo occidental (la Tennessee Valley Authority), se aprobaron leyes que ayudaban a los deudores pequeños, se legisló a favor de los agricultores y se creó el sistema de obras públicas más masivo que haya nunca visto la humanidad. Además -y esto es muy importante- se dieron los primeros pasos para terminar con la odiosa prohibición que había declarado ilegal el consumo de alcohol.

Los 100 días de Roosevelt se basaron en grandes ideas, en una visión diferente del país, en una perspectiva donde la solidaridad y la ayuda estatal tenían un rol esencial y donde el individualismo pasaba a un segundo plano. Se trataba, efectivamente, de instaurar un “Nuevo Trato” (New Deal), visión que FDR había lanzado en agosto de 1932, en un discurso de campaña en Chicago.

FDR y MB

Son muchas las diferencias entre los 100 días de Roosevelt y las 50 medidas presentadas por la candidatura de MB.

Una diferencia obvia es que FDR inicia su cruzada en medio de la peor crisis de la historia moderna. Y esa crisis no sólo afectaba a los EE.UU.; era una crisis mundial, era una crisis económica y era una crisis política. En septiembre de 1931, el Reino Unido se vio obligado a devaluar la libra, y un día después de la llegada de Roosevelt a la Casa Blanca, el Reichstag le entregó poderes extraordinarios a Adolf Hitler. En los años 30 estaban en juego la economía, la libertad, la supervivencia de un pueblo completo y la democracia.

En contraste, Chile vive hoy un momento de relativa holgura económica. Es verdad que hay gente que lo pasa mal, pero nada comparado con los años 30.

Pero quizás la diferencia más importante es que en la lista de los 100 días de MB no hay grandes ideas; se trata, más bien, de pequeños pasos, de minucias, de miscelánea política, de medidas tímidas. Pero, claro, eso no significa que la candidata no tenga esas grandes ideas; lo más probable es que las tenga. Pero hasta ahora no las ha articulado con claridad ni en detalle. Ha habido muchas generalidades y una escasez de detalles. Dicen que eso ya viene, que aparecerá cuando MB presente su programa de gobierno. Es posible, pero la verdad de las cosas es que los programas paridos por comités y comisiones nunca son muy excitantes; suelen tener poco brillo.

Como he argumentado con anterioridad, la idea central para el próximo gobierno debiera ser transformar a Chile en un país moderno. Y eso, como también he dicho, va más allá de un asunto puramente económico. Tiene que ver, especialmente, con un cambio cultural, con derrotar a la burocracia, con disminuir el rol de los notarios a su mínima expresión, con lograr acuerdos políticos de envergadura, con potenciar el rol de las mujeres en todas las esferas del quehacer nacional, con revisar a fondo la política de infraestructura, con tener una Constitución legítima, con reivindicar lo público en muchas áreas de nuestra vida, con aprobar leyes que aumenten los ámbitos de la libertad, de la tolerancia y de la inclusividad.

Todo esto debe hacerse mientras se perfecciona y se ahonda el sistema de mercado, mientras se fomenta la competencia, se castigan las prácticas monopólicas y se protege a los consumidores. Debe impulsarse un sistema donde todos los ciudadanos tengan acceso a niveles mínimos de servicios y, al mismo tiempo, se premien el esfuerzo personal y la dedicación, el tesón y la perseverancia.

Si algo nos enseña la historia de la Gran Depresión es que se debe pensar en grande, que hay que vencer el miedo y que vale la pena luchar por construir un país moderno.

 

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