Según el diccionario de la Real Academia Española, la palabra prohibición significa “acción y efecto de prohibir”; a su vez, la palabra prohibir significa “vedar o impedir el uso o ejecución de algo”. Las políticas para enfrentar la producción, tráfico, comercialización y consumo de sustancias psicoactivas han estado dominadas durante muchas décadas por posturas estrictamente prohibicionistas, es decir, por políticas que abogan por restringir o impedir la producción, tráfico, comercialización y consumo de estas sustancias. Sin embargo, lo que es más importante, la prohibición se ha operacionalizado bajo la amenaza de que quien incumpla la norma será castigado con herramientas penales, como el arresto, la judicialización y la prisión, o el decomiso y destrucción de las drogas incautadas o de los insumos químicos y otros elementos que se utilizan para producirlas y comercializarlas. Más allá de una definición gramatical o incluso operativa de la prohibición, vale la pena preguntarnos qué significa la prohibición desde un punto de vista de economía política internacional.
Vamos por partes. Por un lado, bajo un mercado completamente legal de sustancias psicoactivas, es decir, si todas las actividades asociadas a la producción y comercialización de estas sustancias fuera legal, los costos del llamado “problema de las drogas” tendrían que ser cubiertos por los países que son primordialmente consumidores. En particular, me refiero a los costos económicos, sociales y de salud asociados al consumo de drogas, como las pérdidas de productividad relacionadas con el hecho de tener una parte de la población padeciendo de un consumo problemático y dependiente de sustancias psicoactivas, a los problemas de salud ocasionados por el consumo de drogas y al correspondiente costo fiscal de atender a los usuarios por medio de los sistemas públicos de salud, entre otros.
Por otro lado, con un mercado prohibido en todas sus partes, en donde se intenta impedir, restringir y evitar que se produzcan, distribuyan y consuman sustancias psicoactivas, los países consumidores transfieren una parte importante de los costos de los problemas asociados al consumo de drogas a aquellos países en donde estas sustancias son producidas y por donde transitan para llegar a su destino final en las ciudades de los países consumidores. En otras palabras, con la prohibición, los países que en un mercado legalizado pagarían los costos de estos problemas transfieren parte de estos costos, mediante los mecanismos que refrendan la prohibición, como las Convenciones de Naciones Unidas, a los países productores y de tránsito. Me explico: con la imposición de restricciones e impedimentos a la producción y comercialización de sustancias psicoactivas, los países productores y de tránsito se ven obligados a implementar lo que se conoce como políticas de reducción de oferta (erradicación de cultivos ilícitos, políticas de interdicción, persecución a los líderes y miembros de los carteles del narcotráfico, etc.), con lo cual, supuestamente, se busca que se reduzcan los flujos de drogas hacia los países consumidores y que las drogas que logren evadir los controles y llegar a su destino final tengan unos precios más elevados. Con menos oferta de drogas y con precios más elevados, ¡bingo!, el consumo de estas sustancias debería disminuir y, así mismo, los costos que tienen que pagar los países consumidores. En resumen, desde un punto de vista de economía política internacional, la prohibición no es otra cosa que la transferencia de una parte muy importante de los costos del “problema de las drogas” de los países consumidores a los países productores.
En teoría, al menos, la prohibición suena como una opción razonable, y no debería entonces sorprendernos que los principales países consumidores les den a los países productores y de tránsito subsidios y ayuda financiera y en especie para que implementen políticas de reducción de oferta tales como el Plan Colombia, la Iniciativa Mérida o los programas de erradicación de cultivos que se ponen en marcha en Afganistán. En últimas, se trata de unos países compensando a otros por haberles transferido una parte importante de los costos de su problema de consumo de drogas.
¿Qué falló entonces con el prohibicionismo, si este sonaba como una política tan razonable (en teoría)? A mi juicio, fallaron tres pilares en los que se basaba la “teoría de la prohibición”. De nuevo, vamos por partes. Primero, la teoría de la prohibición suponía que si se invertían sumas de dinero suficientemente grandes en programas de reducción de oferta, se iba a lograr restringir o, por lo menos, “controlar” el flujo de drogas hacia los países consumidores. Sin embargo, la evidencia disponible demuestra que son pocos los casos exitosos en la lucha contra el narcotráfico en países productores y de tránsito, y que los pocos que lo son no acaban permanentemente con el fenómeno sino que lo desplazan a otras regiones. Durante los últimos años se han invertido grandes cantidades de recursos en la región andina en políticas de reducción de oferta, con pocos resultados visibles a nivel regional. Por ejemplo, los éxitos recientes de Colombia producto del cambio de énfasis en las políticas antidroga en el 2008, los cuales disminuyeron el énfasis en atacar los cultivos y aumentaron los recursos y esfuerzos destinados a la interdicción, hicieron que parte de los cultivos se devolviera a Perú y Bolivia, los laboratorios se trasladaran a Ecuador y Venezuela y la base de operaciones de los carteles del narcotráfico, a México y Centroamérica. La experiencia muestra que cuando un país es (localmente) exitoso en la lucha contra el narcotráfico, lo cual es la excepción más que la regla, las actividades de producción y tráfico de drogas se trasladan a otros países en donde encuentran ambientes más favorables. En muchos casos, sin embargo, las políticas implementadas para reducir la oferta no tienen éxito, ni siquiera en el ámbito local[1]. Este es el caso por ejemplo de la aspersión aérea de cultivos ilícitos, política en la que se han invertido grandes sumas de dinero y se han sacrificado vidas humanas y el medio ambiente con resultados casi nulos a nivel local. En resumen, llevamos ya varias décadas pasando el problema de un país a otro, con pocos resultados en el ámbito regional.
El segundo pilar fundamental de la teoría del prohibicionismo que falló tiene que ver con que esta probablemente subestimó los costos colaterales que iban a tener que enfrentar los países productores y de tránsito que se embarcaran en una guerra frontal contra el narcotráfico. Sobra recordar los más de sesenta mil homicidios en los últimos seis o siete años en México; o la tasa de homicidios de cuatrocientos veinte por cada cien mil habitantes que tuvo Medellín en el año 1993 durante el pico máximo de la guerra frontal del Estado colombiano contra el cartel de Medellín; o las atrocidades cometidas en Colombia por grupos armados ilegales vinculados al narcotráfico, como las FARC y los paramilitares. La lista de los costos asociados a la criminalidad y violencia producto de la guerra contra el narcotráfico es interminable, pero, desafortunadamente, esta no es la única dimensión de los costos que han tenido que pagar dichos países. Probablemente menos visible y cruda, pero también muy importante para el desarrollo de los países, es la corrupción a todo nivel que ha generado el negocio del narcotráfico. El narcotráfico ha financiado campañas políticas, ha comprado medios de comunicación, ha financiado a políticos de turno y ha corrompido hasta los rincones más recónditos de la sociedad (incluyendo reinados de belleza y equipos de fútbol, los dos grandes hobbies de los narcotraficantes latinoamericanos). Los costos de la violencia, la criminalidad y la corrupción son muy difíciles de cuantificar, pero sin lugar a dudas para países como México, Colombia, y muy seguramente para Afganistán y África occidental, alcanzan varios puntos de su producto interno bruto y disminuyen en una fracción no despreciable la tasa de crecimiento económico de largo plazo de estas economías.
El tercer pilar de la teoría de la prohibición que comenzó a fallar más recientemente es el supuesto según el cual los países productores y de tránsito de la región iban a continuar hipotecando sus intereses de seguridad y estabilidad institucional a cambio de cuatrocientos o quinientos millones de dólares en subsidios para la lucha contra el narcotráfico. Cada vez más los países de la región comienzan a darse cuenta de que la financiación que reciben de Gobiernos de países consumidores, especialmente de los Estados Unidos, para ayudar a financiar las políticas de reducción de oferta están lejos de compensar los costos que tienen que afrontar por embarcarse en una guerra frontal contra el narcotráfico y los carteles de la droga. No sin razón, algunos países como Colombia han entendido que, para tener el control de las políticas que se ponen en marcha, deben comenzar un proceso de nacionalización de los gastos de la guerra contra el narcotráfico. Esto no quiere decir que toda la ayuda que los países de la región reciben del Gobierno de los Estados Unidos haga que los intereses de seguridad nacional se vean hipotecados a los intereses de un tercero, pero sin lugar a dudas les resta espacio de decisión e independencia para decidir cuáles políticas resultan más eficaces y menos costosas para sus intereses (y no necesariamente para los de los Estados Unidos). Tal es el caso, por ejemplo, de la aspersión aérea de cultivos ilícitos con herbicidas en Colombia, en donde una parte no despreciable de la ayuda estadounidense bajo el Plan Colombia se ha dado en aviones para llevar a cabo estas campañas, los herbicidas requeridos y la contratación de contratistas (estadounidenses) para ponerlas en marcha. No es de sorprender entonces que desde que comenzó a disminuir la ayuda de los Estados Unidos al Plan Colombia hace unos años, también haya comenzado a disminuir el número de hectáreas asperjadas con herbicidas.
Estas son las tres razones por las cuales, a mi juicio, varios líderes de la región y algunos presidentes en ejercicio han pedido de manera respetuosa pero urgente un debate acerca de qué ha funcionado, qué no y a qué costo en materia de políticas antidrogas. Después de todo, la política sobre drogas, como cualquier otra política pública, debe ser juzgada por sus resultados y no por sus intenciones, y aunque en teoría la prohibición suena como una alternativa razonable, la evidencia disponible es clara en señalar los altos costos y la poca eficacia de muchas de las políticas que hasta ahora se han implementado.
± Una versión de este texto se publicó como prólogo del libro Drogas, inseguridad y Estados fallidos: Los problemas de la prohibición, de N. Inkster y V. Comolli. Ediciones UniAndes. Agosto de 2013.
^ Profesor Asociado y Director del Centro de Estudios sobre Seguridad y Drogas, Universidad de los Andes. E-mail: dmejia@uniandes.edu.co
[1] Varios estudios académicos e independientes muestran que la aspersión aérea de cultivos ilícitos es una política muy ineficaz y costosa, mientras que otros muestran que, por lo menos a nivel local, las políticas de interdicción, que se enfocan en los eslabones más importantes de la cadena de producción, son mucho más eficientes, no solo en reducir la cantidad de droga exportada, sino también los cultivos ilícitos.
Tengo dos comentarios a bote pronto:
1. No entiendo por qué la teoría de la prohibición suena razonable de forma general.
Desde una perspectiva liberal, las personas somos libres y responsables de nuestros actos, por lo tanto tenemos derecho a elegir consumir substancias narcotizantes. La tarea del gobierno es educar a las personas y regular los mercados de venta de esas drogas.
Las substancias que son muy adictivas merman nuestra capacidad para decidir libremente en el transcurso del tiempo y, por lo tanto, se debe de pensar mucho sobre si es adecuada su legalización o no. Entiendo que aunque la cocaína y el opio eran legales a principios del siglo XX y no suponían un problema de salud pública mayor, hoy en día el contexto es distinto y lo que antes no causaba problemas, hoy pudiera hacerlo.
Sin embargo, substancias como la mariguana, lsd, hongos, ayahuasca, peyote y otros alucinógenos no entran dentro de esa categoría. Deberían ser legales y comerciables en mercados regulados (como lo son el del tabaco y el alcohol)
Finalmente a los seres humanos nos gustan las drogas y estas nos han acompañado desde nuestra existencia, incluso antecesores al sapiens le daban bien duro a los alucinógenos – en un artículo de Scientific American atribuían, al consumo de drogas alucinógenas, la posibilidad de haber permeado el salto evolutivo hacia nuestro cerebro moderno. Por eso las políticas prohibicionistas están condenadas al fracaso y no me parece que sean «naturales» o «razonables», sino todo lo contrario.
2. Haces ver las opciones políticas extremas de prohibir o no como un juego de suma cero entre los productores y los consumidores. Salvo que existan enormes externalidades negativas en el consumo (cosa que dudo) cualquier prohibición lleva a la economía a una asignación Pareto inferior (incluso con preferencias que consten de adicción los teoremas fundamentales de la economía del bienestar podrían cumplirse)
Por lo tanto lo que a mí me parece razonable es la legalización
«Entiendo que aunque la cocaína y el opio eran legales a principios del siglo XX y no suponían un problema de salud pública mayor, hoy en día el contexto es distinto y lo que antes no causaba problemas, hoy pudiera hacerlo»
Estoy de acuerdo en que el problema de las drogas a principios del siglo XX era menor, lo cual debería llevarnos a plantearnos la pregunta de por qué se creó el sistema internacional de control de estupefacientes en 1912 y se reforzó sucesivamente en 1961, 1971 y 1988 con resultados cada vez más catastróficos. Habrá que concluir que el principal problema de las drogas es este sistema, y no las drogas en sí.
De lejos, el problema más agudo en Latinoamérica en general, y Colombia y México en particular, no es el consumo sino la oferta en manos del crimen organizado. Por eso, propuestas que buscan descriminalizar la demanda de drogas, pero al mismo tiempo recomiendan continuar criminalizando la oferta, representan el peor de los dos mundos para países productores y de tránsito de la droga.
Latinoamérica debería concentrar sus esfuerzos en la búsqueda de esquemas regulatorios de toda la cadena del mercado de las drogas, muy especialmente, lo que tiene que ver con la legalización regulada de la oferta. En esta última se debe incluir todas sus fases: producción, distribución y venta . Comentario continúa aquí: bit.ly/19GlBR3
Gart Valenc
Twitter: @gartvalenc
Uruguay es hasta ahora el único país en el mundo que ha entiendido que la manera real y efectiva de reducir (no acabar, reducir) el enorme poder que actualmente tiene el crimen organizado es la legalización regulada de toda la cadena del mercado de las drogas, no sólo el consumo si no también la producción, distribución y venta; en otras palabras, legalización regulada de la oferta y la demanda.
Ya sea por razones políticas, pragmáticas u otras razones menos obvias, Uruguay ha decidido concentrarse en la marihuana, pero no cabe duda que en un mundo más racional, la legalización regulada debería aplicarse a todas las drogas hoy consideradas ilegales.
Gart Valenc
Twitter: @gartvalenc
Un artículo muy interesante (como todos los de su autor) sobre cómo se difuminan las barreras entre países productores y consumidores cuando los últimos toman el lugar de los primeros (cabría hablar de «usurpación», «tomadura de pelo» y «caradura»), todo ello gracias al tinglado asesino de la JIFE y demás agencias antidroga de la ONU
Drogas y Democracia | Los límites de la flexibilidad
Pido disculpas por el error. El artículo de Jelsma que quería enlazar es este
Drugs and Democracy | A Pipe Dream?