El miedo a la competencia y otras confusiones colombianas: reflexiones en medio del paro campesino

@MelendezMarcela

Qué gane el “más mejor” se llama el libro en que Eduardo Engel y Patricio Navia discuten con acierto las ventajas de la competencia en multiplicidad de dimensiones. El título del libro, según entiendo, tiene origen en una frase célebre de un futbolista chileno. Los deportistas si que lo tienen claro. Para quien se ha preparado con largas horas de entrenamiento, con esfuerzo y sacrificios, un triunfo arreglado es una ofensa y una humillación. El mundo le ha cobrado el doping a Lance Armstrong y a otros ídolos caídos porque no se perdona la competencia desleal.

En otros ámbitos, sin embargo, nos confundimos mucho. Los políticos profesionales compran o negocian los votos con que se eligen para gobernarnos. No es la competencia de las visiones de sociedad que tenemos la que determina en franca lid el rumbo de nuestros países. Y los votantes entregamos nuestra visión de sociedad a cambio del negocio arreglado, del beneficio prometido o de un almuerzo. Por miopía. O quizás porque nuestra propia visión de sociedad no es tan clara y no medimos lo que se sacrifica en el camino.

Y nos confundimos también cuando se trata de pensar en desarrollo y bienestar. En las marchas que acompañaron el paro campesino de las últimas semanas, se oyó gritar a los estudiantes en contra del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos, como si en él y en la apertura comercial, en general, tuvieran origen todos los males del campo colombiano. La solidaridad con los campesinos, confundida acerca del diagnóstico con la ayuda de las voces de la izquierda colombiana y de personajes públicos bien intencionados, pero confundidos, resultó inevitablemente en un clamor por soluciones que posiblemente dejarían al campo colombiano en la misma situación de pobreza, de baja productividad y de retraso relativo. No se oyó una voz pidiendo inversiones en educación, ni salud, ni servicios de infraestructura, para el campo. No se dijo, por ejemplo, que mientras no se reduzcan los costos de transporte y se desarrolle una logística para la distribución de fertilizantes, estos seguirán llegando a costos inmanejables a destino o seguirán no llegando. No se habló de la responsabilidad del gobierno en la provisión de bienes públicos que son vitales para que se pueda aprovechar un mercado más amplio y no terminemos todos sometidos por la mayor productividad de competidores de sociedades que sí han hecho esas inversiones. Mucho de lo que parece básico y sustancial no estuvo y no está en el discurso defensor de nuestros campesinos.

Antes de seguir, quiero aclarar que no creo en los mercados perfectos, ni creo en soluciones extremas de mercado. Creo que los mercados fallan (y por esto, por ejemplo, existe la necesidad de invertir en bienes públicos). Mi impresión, sin embargo, es que con frecuencia los mercados se equivocan menos que los gobiernos en la asignación de recursos, que con frecuencia fallan por captura, por corrupción y por incompetencia. Y esto en Colombia se nos olvida todo el tiempo.

El campo colombiano ha sido históricamente objeto de los más poderosos esquemas de protección. Las franjas arancelarias que protegen los principales productos agropecuarios hacen que los colombianos hayamos llegado a pagar precios hasta 200% más altos por nuestros alimentos de lo que podríamos. Los fondos de estabilización de precios instrumentados por vía legal han servido poco para estabilizar precios –que eso ya lo hacen las franjas– y mi impresión es que más bien han sido útiles para asegurar que los competidores locales compitan “pasito” y puedan operar a precios altos, que se alejan de los de mercados verdaderamente competidos. Y entre tanto, a pesar de estos esquemas de protección, no se ha desarrollado el campo.

La calidad de vida de nuestros campesinos no está asociada con los precios más altos que permite la falta de competencia, simplemente porque esos precios no les llegan a ellos; esos precios van a nutrir las rentas de unos pocos, a quienes subsidiamos todos los colombianos cuando adquirimos nuestros alimentos. Me pregunto por qué la multitud movilizada no ve o no quiere ver esto. Y ¿por qué el gobierno, como respuesta al paro campesino según me entero, está considerando siquiera la posibilidad de montar fondos de estabilización de precios para otros productos, como la leche? Quiero un gobierno que deje de defender a los grandes capitales y que fortalezca su acción a favor de los pequeños. Que si va a intervenir una vez más el mercado de la leche, piense dos veces cuál es el instrumento y quién el beneficiario, antes de seguir sumándole distorsiones al agro para favorecer a unos pocos.

A las multitudes que marcharon para defender a los campesinos colombianos, a la izquierda, a los artistas que están levantando sus voces y a los formadores de opinión: por favor, abramos los ojos para distinguir las rutas de política pública que nos prepararán a todos para jugar en las grandes lides un día, de las que sólo sirven para perpetuar las condiciones de injusticia y desigualdad que queremos combatir. Tengamos claro a quien protege nuestro discurso y a quien queremos proteger.

Alguien decía que ahora, en medio del paro, resultamos todos expertos en economía agraria. La verdad es que los diagnósticos correctos están sobre la mesa hace años. Lo difícil es pasar a la implementación, cuando mucho de lo que habría que hacer por el campo colombiano lleva implícita una amenaza a las rentas de grupos poderosos que históricamente han invertido en protegerlas. ¿Quién se pone de verdad el sombrero del campesinado colombiano, a ver si el debate se da en lo sustantivo? Pensemos en cómo se preparan los campesinos colombianos para que puedan jugar y ganar en el mercado, sin depender de los favores del estado ni de nadie; porque eso es lo que tenemos que exigir ahora del gobierno: una serie de inversiones pendientes mirando en dirección a una población que se había demorado demasiado en reclamar. Y dejemos la tontería de pensar que cerrarnos a los mercados internacionales de repente dará lugar a ingresos y calidad de vida a los habitantes del campo. Es tan ingenuo como suena.

El libro de Engel y Navia aborda un tema fundamental de manera accesible. Su lectura puede ayudarnos a afinar el rumbo para pensar en política pública. Lo recomiendo.