¿Por qué son tan caros los medicamentos en Chile?

Miles de chilenos toman una pastilla diaria de Allegra para tratar las alergias crónicas. Pregunté el precio de este medicamento en tres farmacias de Santiago, una Salcobrand, una Ahumada y una Cruz Verde. Los tres precios eran parecidos, en torno a 750 pesos la pastilla, lo que significa un desembolso anual de 270 mil pesos para quienes dependen de este medicamento para mantener a raya los estornudos y los ojos irritados.

Ingresé a la web y consulté el precio del Allegra en tres de las principales cadenas farmacéuticas de los Estados Unidos. El precio era un tercio del precio en Chile. Además, en Estados Unidos venden un remedio genérico, cuya equivalencia con el Allegra ha sido establecida, que es aún más barato: 125 pesos la pastilla. Las farmacias santiaguinas donde consulté no tenían alternativas equivalentes al Allegra. Es decir, el costo de mantener las alergias bajo control en Chile es seis veces mayor que en los Estados Unidos: 270 mil, versus 45 mil pesos anuales. Una diferencia que excede lo que ganan en un mes quienes viven con el salario mínimo.

Los datos anteriores ilustran un problema general. El costo de los medicamentos en Chile es escandalosamente alto. Esto afecta el bolsillo de todos los chilenos, en el caso de los sectores más pobres la situación es especialmente dramática e injusta. ¿Por qué pagamos tanto más que en otros países?

Falta competencia

Un problema central es la falta de competencia. Las farmacias y los laboratorios compiten poco. Sabemos que en más de una ocasión las cadenas de farmacias se han coludido para subir precios y abusar de sus clientes. Sabemos también que aun en épocas donde no hay evidencia de colusión, los laboratorios y las farmacias tienen una serie de prácticas que limitan la competencia.

Un paso importante para aumentar la competencia es permitir el ingreso de nuevos actores. Por ejemplo, que los supermercados y almacenes puedan vender remedios que no necesitan receta, como propone la legislación que se tramita actualmente. Con esto se termina el poder monopólico que tienen las farmacias, al menos en la venta de estos remedios.

Permitir que los remedios se vendan en almacenes y supermercados beneficiaría especialmente a quienes no viven en las grandes ciudades. Por ejemplo, Alto del Carmen está entre los pueblos de la Tercera Región que no tienen una farmacia. Cuando sus habitantes requieren un remedio tan simple como una aspirina o un antiácido, deben viajar largo trecho para comprarlo, ya que el almacén del pueblo tiene prohibido venderlos. Lo mismo sucede con decenas de pueblos a lo largo de todo Chile. Casi un tercio de las comunas del país no cuenta con farmacias. Además de pagar precios escandalosamente altos, quienes viven en estas comunas deben incurrir en el costo adicional de largos viajes para comprar sus remedios.

El principal argumento de quienes se oponen a la venta de remedios sin receta fuera de las farmacias es que promovería la automedicación. Curioso argumento cuando quien nos atiende cuando compramos un paracetamol en una farmacia se limita a entregarnos el medicamento solicitado. Las iniciativas más recurrentes de los dependientes de farmacias cuando realizamos estas compras apuntan a que compremos las opciones más caras, no a que evitemos automedicarnos.

Una segunda medida para aumentar la competencia es que la autoridad sanitaria permita que un mayor número de remedios sea vendido sin receta. En los Estados Unidos el Allegra antes mencionado dejó de venderse con receta sólo hace un par de años, su precio cayó de manera importante luego de este cambio.

Facilitando la bioequivalencia

Una tercera medida que aumenta la competencia es facilitar la venta de remedios bioequivalentes, es decir, remedios con las mismas propiedades terapéuticas que los originales, pero de otra marca. Los fármacos originales cuentan con un largo período durante el cual se les protege de la competencia, para incentivar el desarrollo de nuevos fármacos. Sin embargo, una vez que concluye dicho período, es clave facilitar la venta de alternativas bioequivalentes.

El proyecto de ley que se tramita en el Congreso se hace cargo de este desafío. Entre las iniciativas que contempla está que las recetas médicas deban incluir las opciones bioequivalentes y que las farmacias estén obligadas a mantenerlas en su inventario. Nada de esto ha sucedido de manera voluntaria, por lo cual la obligatoriedad se justifica plenamente.

Quienes se benefician con la situación actual promueven todo tipo de trabas para encarecer el proceso mediante el cual se establece la bioequivalencia. Una solución sencilla a esta situación es tener dos tipos de bioequivalencia, la bioequivalencia-ISP y la bioequi- valencia-Ocde. Los fármacos que tienen la certificación del Instituto de Salud Pública serán bioequivalentes-ISP y deberán incurrir en los altos costos que conlleva dicha certificación. Son 144 los medicamentos que cuentan con esta certificación en la actualidad. En cambio, los fármacos cuya bioequivalencia ha sido establecida en al menos cinco países de la Ocde, contarán automáticamente con los bioequivalentes-Ocde. Dicha certificación no tendrá costo alguno.

¿Por qué es tan difícil avanzar?

“Lo que está en juego son miles de millones de pesos, entonces, es natural que traten de influir”, afirmó recientemente el ministro Mañalich, reclamando por las presiones ejercidas por diversos grupos de interés para retrasar la tramitación la Ley de Fármacos en el Congreso. La alta presencia de lo que eufemísticamente se describió como “asesores externos”, obligó recientemente a las comisiones de Cámara de Diputados que analizan el proyecto a sesionar sin público en la sala.

Mientras no regulemos el lobby, va a ser muy difícil avanzar en temas como este, donde hay un pequeño número de empresas interesadas en financiar iniciativas millonarias para convencer a los legisladores de sus puntos de vista. Las ganancias extraordinarias que han recibido por largo tiempo proveen los fondos necesarios, la reducción de dichas ganancias si se aprueba la ley los incentiva para actuar.

La ausencia de un registro de lobbistas ni siquiera nos permite saber quién financiaba a los asesores externos presentes en la sala mientras los parlamentarios votaban la Ley de Fármacos. ¿Los laboratorios? ¿Las cadenas de farmacias? ¿Los químico-farmacéuticos? El débil proyecto de ley que promueve el actual gobierno para regular el lobby no resuelve este problema, precisamente, porque no incluye un registro de lobbistas.

El problema, sin embargo, es más grave aún. Mientras no transparentemos el financiamiento de la política, no podemos descartar que lo que ahora sabemos sucedió a propósito de la Ley de Pesca, también esté sucediendo con la Ley de Fármacos. Que a cambio de triangulaciones de dinero que permiten financiar campañas electorales u otros gastos, existan parlamentarios que están favoreciendo los intereses de las farmacéuticas, indiferentes a los altos precios por medicamentos que pagan sus electores.