De un tiempo a esta parte escuchamos que el sistema político está en crisis. La gente ya no confía en las instituciones políticas, los partidos están desprestigiados, la población crecientemente no se siente identificada con el eje izquierda-derecha. La respuesta de los actores políticos en su mayoría ha sido buscar mejorar el esquema de representación. Se parte del supuesto que al mejorar la calidad de la representación los problemas de esta crisis se reducirán. Se promueve entonces la reforma al sistema binominal, establecimiento de primarias, democratización de los CORES a nivel regional, y reforma a los partidos políticos.
Antes que un problema de “representación”, lo que Chile enfrenta es un problema de desigualdad. Y es esta desigualdad socioeconómica la que provoca los problemas de representación —y no a la inversa—. Esta lógica causal no es menor. Si creemos que el problema radica en la representación, nos centraremos en una agenda acotada de perfeccionamiento de los mecanismos de representación para que se vean reflejados todos los sectores sociales y demográficos del país en el sistema político. Pero si creemos que el problema es la “desigualdad”, entonces la agenda de reformas es distinta.
Observemos un ejemplo. Como respuesta a la crisis de legitimidad, los legisladores se encuentran ad portas de aprobar el mecanismo de primarias voluntarias y vinculantes para la selección de candidatos (as) para el Congreso y presidencia. A simple vista la idea parece bien intencionada: qué mejor que exista competencia interna al interior de los partidos y/o coaliciones para acceder al poder. El problema es que si no se enfrenta el financiamiento de las campañas políticas, la medida que parece bien orientada aumentará las desigualdades entre partidos y grupos sociales. Tal como varias organizaciones sociales y políticas lo han planteado, una Ley de Primarias sin financiamiento asegurado para campañas, aumentará el costo económico de acceder al poder pues se requiere costear el trabajo de las primarias. Si se aprueba la ley tal cual está, muy probablemente enfrentaríamos el perverso efecto de reducir la presencia de mujeres en posiciones de poder, por cuanto ellas tienen comparativamente menores posibilidades de acceso a recursos económicos para financiar su actividad política.
Un proyecto que observe sólo el problema de la representación obviará un conflicto anterior que tiene que ver con las desiguales condiciones de competencia en nuestra sociedad. Entonces, como el problema original es la desigualdad socioeconómica, una agenda de reformas políticas que atienda este asunto debe incorporar al menos los siguientes ámbitos: financiamiento público permanente para partidos políticos; establecimiento de un fondo “ciego” de donaciones de privados a campañas; regulación y sanción al conflicto de interés; ley de lobby estableciendo registro de lobbistas; y mecanismos de acción afirmativa para incentivar la mayor presencia de grupos históricamente discriminados de la sociedad.
Podríamos llegar incluso a tener el sistema electoral altamente proporcional y mantener vigente esta sensación de “crisis de representación”. ¿Por qué ocurriría aquello? La respuesta es simple: como los actores políticos dependen de financiamiento privado para financiar sus campañas —esto es, para acceder y mantenerse en el poder—, ellos nunca serán libres de manifestarse en contra de los potentes intereses privados que inciden en forma permanente en la agenda pública nacional. La gran reforma, entonces, pasa por transformar la relación entre dinero y política, esto es, por incrementar las condiciones de igualdad en la competencia por cargos de representación. La superación de la crisis política requiere una acción decidida a favor de la autonomía de quienes nos representan. La madre de todas las batallas no es el binominal, sino la desigualdad en la competencia política. Y es esta desigualdad la que provoca los problemas de representación.