Nuestra fragmentada arquitectura social

En los últimos 25 años, la confianza interpersonal entre los chilenos descendió en seis puntos, y es una de las más bajas del mundo. Con esta realidad tenemos más probabilidad de caer en el inmovilismo que de alcanzar el desarrollo.

Después de que el Gobierno ofreció varios miles de millones de dólares para la educación, los dirigentes estudiantiles pensaron, quizás con inocencia, que ahora lograrían disminuir los aranceles universitarios, aliviando el presupuesto de sus familias. Sin embargo, los rectores -que habían marchado junto a ellos- estaban haciendo otros cálculos, que no incluían tal modificación. Esta divergencia no sorprende. Han existido muchas oportunidades para modernizar la educación superior e incrementar su aporte al país, reduciendo la alta deserción; acortando las carreras de pregrado y con posgrados más ágiles; mejorando la articulación entre los subsistemas técnico y universitario; perfeccionando el sistema de acreditación, y dando acceso más equitativo a estos estudios.

Estas iniciativas han sido reiteradas en prácticamente todos los diagnósticos del último tiempo, incluyendo el informe de la OCDE y del Banco Mundial de 2009. Sin embargo, a la hora de decidir ha pesado más el interés de cada actor, con lo cual la educación superior se está limitando a observar a la distancia los cambios que ocurren en los países desarrollados. Este hecho ilustra la fragmentación de nuestra arquitectura social, en que cada grupo defiende su posición sin considerar que una solución cooperativa podría ser mejor para todas las partes. No se trata sólo de la diferencia entre ricos y pobres, sino entre todos los ciudadanos, por lo que esta situación no se resuelve con más transferencias, sino con una manera diferente de enfrentar la convivencia social.

En los últimos 25 años, con todo el progreso económico y social -del que nos sentimos orgullosos-, la confianza interpersonal entre los chilenos descendió en seis puntos porcentuales, y es en la actualidad una de las más bajas del mundo. La evidencia internacional muestra que con esta realidad tenemos más probabilidades de caer en el inmovilismo que de alcanzar el desarrollo. Esta fragmentación de la arquitectura social también tiene costos para la economía, porque los conflictos se resuelven con bonos o asignaciones extraordinarias, que disipan la tensión social sin resolver el tema de fondo. El uso extendido de éstos comenzó en el gobierno anterior -producto de la repentina bonanza del cobre-, pero ahora se está institucionalizando como el principal instrumento de política pública.

Esta tendencia es preocupante para el crecimiento. Los estudios empíricos muestran que la productividad responde fundamentalmente a la calidad del entorno en que se desenvuelven las personas y que se caracteriza por la colaboración (entre individuos, empresas e instituciones), la calidad del debate público, el clima laboral, y la confianza.

Para reparar esta fragmentación es necesario avanzar simultáneamente en tres niveles. Primero, asegurar una razonable igualdad de oportunidades que permita a las personas ser efectivamente autónomas y desarrollar sus proyectos de vida, para lo cual es clave el acceso a la salud, la educación y la vivienda.

Segundo, asumir el liderazgo que debe ejercer el Estado en la sociedad, para lo cual debe mejorar la calidad de los servicios que entrega a las personas, acortando la brecha que existe entre las expectativas de la población y los resultados de la acción pública. Desde 2009 existe una agenda definida por un Consorcio amplio de centros de estudios y de universidades. Solo falta darle la prioridad que requiere.

Tercero, reconocer el enorme potencial de la descentralización en recomponer la arquitectura social, ya que permite una relación más cercana entre los ciudadanos y sus autoridades. En la actualidad, el mayor déficit está en la debilidad de los gobiernos regionales y en su relación con la comunidad. Es allí donde se puede fortalecer el tejido social y enfrentar los desafíos económicos y sociales con nuevas energías.

En estas acciones hay que ponderar tanto el optimismo que se desprende del alto crecimiento que estamos alcanzando, como la preocupación por el deterioro del clima social y la caída en la percepción económica. El desafío es evitar que la fragmentación de la arquitectura social convierta en una mera ilusión el arraigado anhelo de llegar a ser un país desarrollado.

Esta fragmentación social tiene costos para la economía, porque los conflictos se resuelven con bonos o asignaciones que no reparan los temas de fondo.

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Ex ministro de Economía. Decano Facultad de Economía UNAB