Hace una semana recibí un mensaje de la productora de uno de los programas radiales más influyentes de los Estados Unidos. Quería conversar conmigo, y con un colega, sobre Brasil. Cuando nos comunicamos, la mujer me explicó que estaban preparando un programa sobre las políticas económicas de Bolsonaro. En particular, estaba interesada en declaraciones que había hecho el nuevo ministro de Hacienda, Paulo Guedes. El economista había dicho que su interés era poner en marcha políticas similares a las que habían implementado los «Chicago boys» en Chile.
Traté de explicarle cuáles habían sido los ejes del programa económico que liberalizó la economía chilena. Le dije que introdujo competencia, apertura, estabilidad, baja inflación y el control fiscal. Agregué que estas políticas habían sido profundizadas por los gobiernos democráticamente elegidos a partir de 1990. Anoté que las medidas iniciales habían sido complementadas con políticas sociales extremadamente efectivas, las que habían reducido la pobreza desde aproximadamente el 40% a cerca del 14%. También le dije que como consecuencia de estas políticas Chile había pasado del séptimo puesto en el ranking de ingreso por habitante de América Latina, al primer lugar. Además, apunté, a partir del año 2000 la desigualdad cayó con fuerza. Todo esto, aseveré, se podía describir como un milagro económico.
La productora me interrumpió diciendo: «Todo eso ya lo sé, profesor. Eso no es lo que me interesa a mí, ni tampoco lo que les interesará a nuestros auditores. Quiero saber sobre la violación sistemática de los derechos humanos». Luego agregó que lo que de verdad quería era que yo intercediera ante algunos de los Chicago boys originales -ojalá Sergio de Castro o Rolf Lüders-, para que ellos hablaran sobre la dictadura y su relación con el despegue chileno. Apuntó que para la opinión pública estadounidense era inexplicable que, en pleno siglo XXI, la autoridad de un país importante, como Brasil, quisiera seguir el programa de los Chicago boys.
Mi respuesta fue directa: le dije que efectivamente en Chile había habido violaciones sistemáticas de los derechos humanos, y que después del regreso de la democracia Chile había hecho un esfuerzo por llevar a la justicia a quienes eran responsables de estos actos horribles. Agregué que había una serie de individuos en la cárcel, cumpliendo condenas impartidas por jueces imparciales.
Al día siguiente me escribió lo siguiente:
«Estoy pensando cómo se puede contar, de una manera equilibrada, la historia de los éxitos económicos sin minimizar lo que pasó durante los años de Pinochet. Entiendo que ustedes (aquí se refería a mí y mi colega) están dispuestos a hablar de economía, pero no sobre Pinochet». Agregó que debido a nuestra actitud era muy difícil hacer un reportaje sobre el milagro chileno y los Chicago boys.
Le aclaré de inmediato que yo no tenía ningún problema en hablar sobre la dictadura, y que desde un comienzo me había opuesto al régimen. A continuación escribí lo siguiente:
«En mi opinión la historia es muy simple: Pinochet fue un hombre muy malo que delegó la política económica a un grupo de economistas muy buenos».
Agregué que usando la terminología de Donald Trump, Pinochet era el prototipo del «bad hombre» o el «hombre malo».
Luego dije esto:
«El ‘bad hombre’ hizo cosas horribles en materias de derechos humanos. Los buenos economistas hicieron cosas extraordinarias en materias relacionadas con la economía».
Esto es tan cierto, continué, que cuando volvió la democracia, las nuevas autoridades -entre las que había ex presos políticos, exiliados y torturados por órdenes del «bad hombre» – no cambiaron el modelo; lo perfeccionaron y mantuvieron su énfasis de mercado.
Entonces agregué:
«Desde luego que los «bad hombres» no pueden quedar libres de polvo y paja. En mi opinión Pinochet debió haber sido juzgado en Chile y debió haber terminado sus días preso, como Jorge Rafael Videla en Argentina. Eso hubiera ayudado a cicatrizar nuestras heridas».
Todo esto confundió a la distinguida reportera. En un tono incrédulo me preguntó: «Entonces, ¿usted repudia a Pinochet y aprueba a los Chicago boys?».
«Exacto,» respondí.
«Pero eso es una paradoja», dijo en un tono de furia.
Fue entonces cuando pensé que ese sería un magnífico título para un buen documental sobre Chile y los Chicago boys: «La paradoja del ‘bad hombre'».