Salvo para quienes eligen confiar en el relato K, existe amplio consenso en cuanto a que uno de los problemas más graves que habrá que resolver luego de concluida la “destrucción arquitectónica de las instituciones regulatorias post-crisis del 2001-2002” (o la “década ganada”, como se prefiera) es el restablecimiento de reglas razonables en materia de regulación e inversión para la provisión de servicios públicos de infraestructura y transporte. Claramente, el congelamiento de precios y tarifas aplicado en la salida de la Convertibilidad dio lugar a una confiscación de hecho de las inversiones privadas pre-existentes, que –junto con las innovaciones posteriores en materia de subsidios discrecionales, desprofesionalización de instituciones regulatorias, distorsiones tarifarias, tratos preferenciales, etc.– llevó a una fuerte retracción en la inversión privada en energía, saneamiento, infraestructura vial y ferroviaria. Por otra parte, si bien la mayor inversión pública observada desde 2006 permitió incrementar (como porcentaje del PBI) la inversión total en infraestructura anterior a la crisis de 2001-2002, igualmente resultó en una incorporación de capital más baja (esto es, una inversión unitaria más cara), peor asignada e igualmente insostenible bajo el creciente debilitamiento de la posición fiscal durante el último lustro.[1] El deterioro de la calidad y seguridad de los servicios de energía y transporte en particular denota, entre otros problemas, la deficiencia e insuficiencia de la inversión en infraestructura.
A simple vista, recuperar la inversión privada en estos sectores luce muy problemático debido a la pérdida de credibilidad (o elevado riesgo-regulatorio) subyacente luego de una década de aplicación de la política K: aún pagando los laudos arbitrales del CIADI, restableciendo una normalidad tarifaria e institucional en materia regulatoria, etc., de manera que se restablezca –utilizando incluso un criterio laxo– un trato suficientemente justo a los inversores privados (nacionales y extranjeros) hasta aquí confiscados, el costo del capital (esto es, la remuneración exigible para arriesgar capital propio o de terceros sólo recuperable en el largo plazo) continuará siendo muy elevado por varios años mientras se reconstruye una mejor reputación, lo cual exigirá tarifas muy altas que serán a su vez, tarde o temprano, políticamente inviables ante la presión social emergente. Ante esta lectura, y debido a la inviabilidad de la transición –pausada o no– hacia reglas modernas que convoquen a los inversores privados de riesgo, la única opción viable aparentemente sería la inversión pública en el área de infraestructura: como el país no fue capaz de comportarse de forma justa y no discriminatoria (pese a haberse comprometido a ello en más de 40 tratados bilaterales de protección de inversiones firmados a principios de los 1990s), y no está en condiciones de asegurar que no habrá una confiscación de nuevas inversiones hundidas por medio de cambios regulatorios que desmientan cualquier promesa inicial, sólo el Estado (que por definición no puede confiscarse a sí mismo) estaría en condiciones de obtener financiamiento suficientemente barato como para financiar las inversiones y prestar los servicios públicos de infraestructura.[2]
Claramente, sin embargo, existen otras opciones. Una de ellas consiste en transformar los contratos de concesión de la década pasada, atribuyendo al Estado la responsabilidad de invertir en infraestructura (hundida) y dejando al sector privado la prestación de servicios que utilizan dicha infraestructura.[3] Sin embargo, tal solución (la desintegración vertical entre inversión en infraestructura y provisión de servicios) tiene varios problemas: primero, conlleva riesgos importantes en materia de coordinación de decisiones, asignación de responsabilidades, castigos, etc., que pueden dañar severamente la calidad del proceso de inversión y provisión de los servicios; segundo, igualmente no impide tener que alterar sustancialmente los derechos contractuales de los actuales concesionarios y licenciatarios de servicios públicos; y tercero, implica reconocer y aceptar que la inversión privada no es factible en aquellos activos que tienen más altas chances de ser confiscados (la infraestructura, fija y hundida, propiamente), lo cual en el extremo equivale a renunciar a que (alguna vez) las inversiones en infraestructura sean decididas, financiadas, ejecutadas y administradas por el sector privado. Bajo este esquema, las reglas e instituciones dedicadas a asignar riesgos e incentivos a distintos agentes económicos (públicos y privados) deberán amoldarse y típicamente tolerar cierta ineficiencia por la participación directa de un Estado inversor y regulador al mismo tiempo.
Una solución alternativa consiste en requerir que la inversión privada en la infraestructura de los servicios públicos tenga (hasta tanto se hubiera reconstituido una buena reputación regulatoria) un financiamiento tal que torne virtualmente imposible (como parte de un equilibrio político) su posterior confiscación. Esto es, el restablecimiento del modelo de gestión privada de inversiones y prestación de servicios públicos (con integración vertical entre la inversión en infraestructura y la prestación de servicios) puede lograrse en tanto los fondos utilizados para dicha inversión provengan de agentes económicos que –a diferencia del sistema financiero institucionalizado o de los inversores foráneos característicos durante los 1990s– tengan la capacidad de ejercer una influencia política doméstica suficiente. En vez de minimizar la inversión confiscable dejándola a cargo y bajo la propiedad del Estado, esta segunda alternativa está orientada a dotar a dichos activos del sustento político apropiado a través de las características y procedencia de su financiamiento.
Concretamente, la transición (hasta la recuperación de la credibilidad –no sólo obtenida por medio de una mejora sustancial en la práctica regulatoria en el área de infraestructura sino también a través de una mayor calidad del sector público en general–) podría sortearse con el financiamiento de inversiones hundidas por parte de:
a) el Estado Nacional, las provincias y los municipios;
b) los propios usuarios (quienes –agrupados en Cooperativas o asociaciones locales– podrían contribuir con financiamiento atado a obras específicas –que no formarían parte de la base tarifaria a remunerar en las tarifas posteriormente, esto es, que no serían “activadas”– cuya remuneración posterior se detraería de las tarifas a pagar por los servicios recibidos); o
c) los fondos del sistema de seguridad social (el Fondo de Garantía de Sustentabilidad –FGS– de la ANSES), ya que en tal caso quienes eventualmente serían confiscados son los ahorristas / beneficiarios del sistema previsional y no un inversor institucional privado (que sólo estaría dispuesto a aportar fondos con tasas exorbitantes anticipando su indefensión).
Nótese que bajo esta propuesta los fondos públicos para financiar las inversiones en infraestructura estarían disponibles rápidamente en la medida en que los actuales subsidios hacia (inversiones y gasto corriente en) los servicios públicos de infraestructura (actualmente mayores al 4% del PBI) fueran reducidos (vía aumentos tarifarios discretos tanto en energía como en transporte y saneamiento), y que (parte de) los recursos del FGS también podrían aplicarse de manera inmediata vendiendo las participaciones accionarias “heredadas” de las AFJP en las mayores empresas privadas del país, dejando de aplicar fondos a préstamos para empresas y proyectos fuera de los sectores de infraestructura (cuyo financiamiento de largo plazo en moneda doméstica es crucial), y en un plazo mayor también reduciendo la suscripción de títulos públicos (enviando al Estado a obtener recursos en el mercado financiero internacional si no mejora suficientemente su posición fiscal) y recuperando para el FGS el superávit potencial de la ANSES por los aportes personales excedentes recibidos luego de la contra-reforma previsional de 2008. El financiamiento privado por fuera de estas alternativas quedaría implícitamente limitado mientras exija una remuneración superior a la resultante de estas fuentes domésticas, pero resurgirá espontáneamente en cuanto baje suficientemente el riesgo-país.
En síntesis, la herencia K no obliga a renunciar de manera permanente a la inversión privada de riesgo en infraestructura. Sin embargo, en lo inmediato sí es necesario involucrar en su financiamiento a quienes (muy probablemente) no será políticamente conveniente confiscar en años siguientes. Ello permitirá recuperar paulatinamente la credibilidad necesaria para el restablecimiento de reglas razonables que permitan que operadores privados puedan obtener financiamiento de largo plazo en moneda local a bajo costo, y participar como inversores y prestadores de servicios de infraestructura (sin los problemas operativos y de incentivos que resultaría de su separación vertical artificial y sujeta a un proveedor público), para que en definitiva los usuarios puedan acceder a servicios de mayor calidad a lo largo del tiempo (poniendo a buen resguardo los fondos públicos, privados y previsionales que hubieran aportado).
Debe notarse también que la disciplina fiscal requerida en una solución de este tipo es menor que en el resto: todas ellas descansan en aportes sustanciales de recursos públicos para la inversión, pero en este caso ello sólo es así parcialmente (por la utilización de fuentes de financiamiento adicionales) y durante un período de transición.
En todo caso, más allá del necesario estudio de aspectos instrumentales no tratados aquí, seleccionar la opción propuesta sí requiere, diferencialmente, el convencimiento de las bondades de un modelo regulatorio que incluya una clara división de roles entre el sector privado como inversor y prestador de servicios y el Estado como planificador y regulador de los mismos, esto es, se requiere de una perspectiva moderna y acorde con políticas económicas sanas seguidas por los países de mejor desempeño en el mundo y en la región.
[1] Definiendo infraestructura como la suma de AP&DC, alcantarillado y obras hídricas, energía y combustible, transporte y comunicaciones, la inversión total promedió el 3% del PBI en el período 1993-2000, cayó al 2,1% promedio entre 2001 y 2005 y aumentó al 4% entre 2006 y 2012. En iguales períodos, la inversión pública representó el 1,4%, 1,3% y 3,4% del PBI, mientras que la inversión privada 1,6%, 0,8% y 0,6%, respectivamente.
[2] La imposibilidad de auto-confiscación por parte del Estado requiere suponer que éste es permanente, y que las decisiones de las autoridades de turno se corresponden con el interés del organismo público que representan. Obviamente ello no es tan así cuando, por medio de políticas cortoplacistas, dichas autoridades buscan transferir rentas a sus votantes a costa de impuestos futuros que éstos no perciben (o que recaen en generaciones futuras), pero en todo caso tal tipo de confiscación (sutil de los ingresos de los votantes futuros) es menos factible ante la ausencia de inversores privados dueños de los activos confiscados, y su solución es independiente de los problemas de reputación que hubiere.
[3] Andrés Chambouleyron (“Costos de Transacción, Governance y Riesgo de Expropiación en Servicios Públicos”, mimeo, 2013) examina una alternativa de este tipo, y ayuda a reflexionar sobre las disyuntivas abiertas.