En su posesión como nuevo presidente de Colombia el 7 de agosto, Gustavo Petro mencionó en su discurso las drogas (refiriéndose a las drogas de uso ilícito). Nada nuevo en Colombia, por supuesto, donde las palabras guerra y narcotráfico han sido temas ineludibles por décadas. Pero el discurso mostró varios giros en la manera en que el nuevo gobierno espera abordar el tema tanto internamente como en el exterior (algunos fueron recientemente discutidos aquí). Como parte de esta apuesta, hizo un llamado a América Latina para unir fuerzas en la búsqueda de mejores políticas de drogas. Aunque se trata de una tarea difícil que no dará frutos inmediatos, es sumamente importante y quizás tenga ahora más posibilidades de despegar que nunca.
Como mencioné en una entrada anterior, la guerra contra las drogas ha vuelto a América Latina una de las regiones más violentas del mundo; ha llevado a la creación o el fortalecimiento de diversos tipos de grupos armados (guerrillas, paramilitares, crimen organizado, pandillas y maras); ha alimentado la corrupción; ha tenido un impacto negativo en las instituciones formales e informales y en la democracia; ha causado daño ambiental; y ha roto el tejido social. Aunque muchos sigan pensando que estos problemas sólo afectan a unos pocos países de la región, a medida que la guerra contra las drogas se intensifica el negocio se desplaza a nuevos territorios. Hoy países que en el imaginario colectivo estaban lejos de los horrores del narcotráfico, como Costa Rica y Argentina, están enfrentando problemas cada vez mayores. Y la lista de países por donde pasan rutas de narcotráfico no hace más que crecer.
Dados estos costos tan extremos, uno esperaría que la cooperación para investigar y debatir políticas alternativas y, eventualmente, proponer cambios fuera ya rutinaria en la región. Desafortunadamente, la realidad muestra todo lo contrario. Nuestros países pocas veces se reúnen para avanzar en el análisis de alternativas a la guerra contra las drogas. La cooperación que se ha dado es, en su mayoría, para avanzar en la implementación de políticas públicas dentro del régimen (prohibicionista) internacional de drogas.
La cooperación entre países latinoamericanos ha avanzado lentamente también en el mundo de la investigación académica. Aunque Colombia, Perú y Bolivia son los principales productores de coca y cocaína, ha habido muy pocos estudios comparados que nos ayuden a entender estos mercados y el impacto de políticas específicas en los países productores. Los estudios sobre cada país suelen avanzar por su lado. Lo mismo ocurre con los estudios sobre la violencia asociada al narcotráfico: aunque algunos de los problemas que enfrentan las ciudades y pueblos como Colombia, México y Brasil son similares, hay muy pocos estudios comparados o que tengan en cuenta la naturaleza internacional de estos mercados. En un intento por fomentar la colaboración académica, hace unos años creamos la Red de Estudios sobre Drogas en América Latina que ya ha dado algunos frutos. Sin embargo, aún hace falta mucho para avanzar en la investigación comparada de los fenómenos asociados a las drogas que azotan a la región.
Esta falta de cooperación, tanto en el mundo político como en el académico, ayuda a explicar por qué los países latinoamericanos han tenido tan poca influencia en los debates de políticas de drogas a nivel internacional. En los foros internacionales se suele hablar más de los problemas que las políticas actuales suponen para las sociedades con altos niveles de consumo que de los costos que conllevan los mercados ilegales para los países donde se producen y trafican las drogas. Las ONGs que buscan reformar la política internacional de drogas—las cuales han hecho un gran trabajo que ya ha tenido importantes logros—son en su mayoría organizaciones basadas en países desarrollados, aunque tengan lazos con activistas en todo el mundo. Así, aunque ponemos los muertos, los desplazados, el retroceso institucional y el daño ambiental, hay muy pocas voces representando a América Latina en estos escenarios.
La falta de cooperación política también tiene otra consecuencia importante: para cualquier país de América Latina es supremamente difícil antagonizar a Estados Unidos en temas relacionados con el narcotráfico pues se teme que los costos políticos y las sanciones económicas puedan ser muy altos. Pero el poder de negociación de un bloque de países o, si fuera posible, de la región entera, sería totalmente diferente. Por eso la creación de un espacio donde los países Latinoamericanos puedan dialogar sobre la política de drogas puede no solo generar nuevas y mejores ideas para enfrentar los difíciles problemas que enfrenta la región, sino también hacer posible que América Latina pueda empezar a hacer propuestas de políticas alternativas que serían impensables para estos países en solitario.
Hace falta mucho, desde luego, para que un cambio radical en la política de drogas pueda darse. Los países deben empezar por hacer cambios en las políticas domésticas y no esperar a que se desmonte la guerra contra las drogas para implementar reformas. Es necesario también educar a la opinión pública dentro de los países latinoamericanos tanto sobre los costos asociados a la guerra contra las drogas como sobre lo que, hasta ahora, sugiere la evidencia sobre los costos y beneficios de políticas de drogas alternativas. Y falta mucho para lograr algo parecido a un consenso entre los países latinoamericanos y, más aún, en espacios internacionales como la ONU.
Precisamente porque falta un largo camino por recorrer es importante que el tema de la política de drogas se posicione como uno de los más importantes en el diálogo entre los países del a región. Necesitamos que el tema se estudie y se debata; que se hable de él; y que la opinión pública entienda que el narcotráfico y sus secuelas se expanden por América Latina y el Caribe como un virus imparable. Necesitamos que los latinoamericanos estén expuestos a información sobre cómo este fenómeno sigue transformando a la región y puedan ponderar posiciones alternativas sobre la ruta a seguir con base en la evidencia disponible.
Hasta hace poco pensar en una convención que cuestionara la guerra contra las drogas era impensable. Cuando en la cumbre de la OEA en 2013 en Cartagena se llamó a debatir, por primera vez, la guerra contra las drogas, se trató de un hecho inaudito. Hoy, casi 10 años más tarde, la situación es muy diferente: son varios los políticos que han expresado la necesidad de reconsiderar la política de drogas de la región y del mundo. La oportunidad será aún mayor si Lula gana en Brasil. Cabe esperar que los gobiernos de izquierda que han llegado al poder sean más propensos a al menos participar en debates sobre políticas de drogas que los gobiernos conservadores que los antecedieron. Así mismo, la comunidad académica de diferentes países se sigue acercando para trabajar más unida.
Aunque hay que tener los pies en la tierra y saber que la guerra contra las drogas no se va a terminar en el corto plazo, es importante impulsar iniciativas que permitan a América Latina participar y, ojalá, liderar un debate que afecta no sólo la realidad económica, social y política de la región sino que es también, literalmente, un asunto de vida o muerte.